Algebristas

ALGEBRISTAS

En árabe significa algo así como «reductores». También llamados ensalmadores y hernistas (aunque no siempre significaron exactamente lo mismo), eran los profesionales que se ocupaban de reducir fracturas, tratar luxaciones y, en general, atender todos los problemas relacionados con el sistema osteoarticular. La figura perduró durante cientos de años, y a partir del siglo XV, fue una de las profesiones que el Tribunal del Protomedicato estaba facultado para certificar y vigilar.

—¿No te encuentras bien, señora?

María Henríquez había sonreído en la penumbra de su tienda. Una sonrisa a caballo entre el desmayo y la dureza.

—Pues no, señor. No me encuentro bien. Si estando bien de salud tuviese el aspecto que imagino que tengo, sería entonces hora de que me preocupase.

Se alegró Blaylock de la poca luz que había dentro. Esa respuesta ácida, muy acorde con el carácter de la dama, le había hecho casi ruborizar. Se le ocurrió que debía de tener el pabellón medio a oscuras adrede. Que le había recibido sentada en las sombras para ocultar en la medida de lo posible su estado. Porque solo había en el interior la luz que se filtraba al trasluz de las lonas. Y aun así, el escocés se había percatado de lo macilento de su rostro, así como de que estaba más recostada que sentada.

—¿Puedo interesarme sobre lo que te aqueja, si no es indiscreción?

—No lo es. Dice Paloma que he cogido fiebres del real.

—Siento oír eso. Yo las pasé hace poco y me dejaron mal parado. Si molesto, tal vez sea mejor que me marche.

—Si molestases, no te habría recibido, señor. ¿No crees?

Esta vez Blaylock ni se inmutó. No le iban a pillar desprevenido dos veces tan seguidas y en idénticas condiciones. Ella giró la cabeza.

—Paloma, mujer, trae vino. Siéntate, señor.

Él se desciñó la espada, antes de ocupar uno de aquellos asientos de madera y cuero.

—¿A qué obedece tu visita, señor?

Con la espada morisca en su vaina, atravesada sobre los muslos, Blaylock se quitó el bonete azul para pasarse la mano por el cabello corto y rubio.

—Venía a ver qué tal se encuentra Jufre Vega, señora. No salió anoche muy bien parado de la escaramuza.

—Más bien quedó bastante maltrecho. Sí. Pero fue cosa del momento. No tiene más que mataduras sin mayor importancia.

—Me alegro, porque corren toda clase de rumores sobre ello por el real.

—Que chismorreen lo que les venga en gana.

El visitante aceptó una taza de vino de manos de Paloma, al tiempo que asentía. Después la criada sirvió a su ama. Alzaron las tazas a modo de brindis, sin moverse de los asientos.

—Por una pronta recuperación de Jufre Vega —dijo él.

—Así sea. Aunque ya está en pie. Como puedes comprobar, ha salido a sus asuntos. —Bebió un sorbo—. ¿Y tú cómo te encuentras, señor? Me dijeron que también fuiste herido anoche.

—¿Yo? ¿Herido? Te han informado mal.

—¿No te lesionaste el brazo al lancear a un enemigo?

—Ah. Estaba pensando en cuchilladas.

Sonrió al tiempo que, casi por instinto, se llevaba, la mano izquierda al hombro derecho.

—Sí. Me quedó algo dolorido el brazo del choque. Pero no tiene importancia.

—Todo lo que tiene que ver con el brazo derecho tiene importancia, señor. No por nada el derecho es el brazo de la espada.

—Dicen en mi tierra que el brazo de la espada no vale nada sin el brazo del escudo… —Volvió a sonreír, con la espada sobre los muslos y la taza en la mano—. En serio. No es nada.

—Espero que sea verdad. Ha habido hombres que en tesituras semejantes, por hacerse los duros y no acudir a los físicos, quedaron medio inválidos. Debiera examinarte algún algebrista. Los hay muy buenos en el real.

Él se llevó la taza a los labios, todavía sonriendo. Al beber, se llenó la nariz con esos olores a hierbas aromáticas que perfumaban el interior de esa tienda.

—Te agradezco el interés, pero entre los míos también hay más de uno que sabe de luxaciones y fracturas. Descuida. No deseo colgar las armas por no haber dado importancia a un mal golpe.

—Eso está bien. Me disgustaría que la hueste perdiese a un hombre de armas de tu valía.

—Y a mí me disgustaría que la hueste perdiese a su adalid. ¿Cómo es posible que Jufre Vega no esté descansando de las fatigas y los golpes de anoche?

—No es hombre de estar ocioso.

—Aun así…

—Jufre es como es, Bailoque. Aborrece estar mano sobre mano, y la verdad es que no le gusta demasiado la compañía humana. Ya que podía tenerse en pie, se marchó.

—Ya.

Miró a su taza y descubrió algo azarado que estaba vacía. Paloma entendió que era una manera de reclamarla y acudió con una cántara sin que su ama se lo indicase. Él aceptó que le rellenaran la taza. Se intimó a beber con más calma, no fuese que el vino le nublase el entendimiento.

María alargó su taza para dar a entender que también quería más.

—Así que tienes el brazo derecho en perfecto estado. —Sonrió—. Muy bien. Vamos a comprobarlo.

De ahí mismo, a su lado, sacó un instrumento de cuerda. Aquella guitarra morisca que solía colgar de uno de los postes del pabellón. Paloma la tomó de manos de su ama para entregársela al visitante que, a su vez, dejó sobre un arcón la taza para recogerla.

Acarició el mástil, rozó las cuerdas. Tuvo que contenerse para no llevarse el instrumento a las narices y oler la madera encerada. Deslizó las yemas de los dedos por la caja panzuda con forma de pera.

Ella le señaló con el mentón.

—El derecho no es solo el brazo de la espada. También es el de tocar.

—Cierto.

—Ya que estoy aquí, yacente por la dolencia, y que tú tienes el brazo en buen estado, haz la merced… Toca.

Él levantó del instrumento sus ojos claros para ponerlos en los oscuros de ella. Sonrió de esa manera tranquila suya.

—Con gusto, señora.

Volvió a agachar la cabeza, tocada con bonete azul de pluma blanca. Apoyó los dedos izquierdos sobre los trastes. Acarició con los de la diestra la curvatura de la caja. Los paseó luego por las cuerdas para arrancarles unos primeros tañidos de tanteo mientras ella le observaba.

Luego, comenzó a tocar.