Atajadores y montaraces
ATAJADORES Y MONTARACES
Atajadores era uno de los nombres que antiguamente recibían los exploradores militares. De igual forma, los montaraces o monteros eran aquellos hombres duchos en desplazarse y reconocer los terrenos agrestes. Existió, de hecho, una guardia, los monteros reales, que se ocupaban de tales menesteres, tanto en las cacerías como en la guerra.
Mala suerte era que justo esa noche el viento estuviese en calma. No soplaba ni pizca y eso les obligaba a avanzar de sombra en sombra con extremo cuidado. A tratar de no quebrar ramas, de no pisar palitroques, de no hacer rodar algún canto y, en general, a procurar evitar esos ruiditos que, en el silencio de la noche, podían sonar como golpes de atambor.
Ese mismo silencio, al menos, les había advertido con antelación de la llegada de una cuadrilla de jinetes. Y el sonido de cascos a su vez les había permitido seguirlos a distancia prudente sin ser oídos. Lo hacían lo bastante cerca como para que Juan de Beaumont los viese con cierto detalle al claro de la luna. Cascos envueltos en turbantes, lanzas filosas, sillas magníficas, mantos holgados. Benimerines.
Aquellos bereberes también trataban de evitar hacer ruido en exceso. Por eso iban a pie con las monturas de las riendas. A veces alguno acariciaba los belfos de su bestia, para aquietarla. La presencia de esos jinetes, así como tanta cautela, eran señales de que algo ocurría. Esos no eran incursores nocturnos. Y si no lo eran, ¿qué hacía esa cuadrilla de por lo menos cincuenta, a esas horas y al oeste de Teba?
Al divisarlos entre las sombras lunares, tras consultar entre cuchicheos, habían decidido seguirles. En ese momento pareció la decisión lógica, pero ya se estaba preguntando Juan de Beaumont si no se habrían metido en la boca del lobo. Porque ahí adelante había un escucha. Un granadino, a juzgar por lo que podían distinguir en esa penumbra. Manto corto, pañuelo a la frente, ballesta en las manos y cuerno de aviso colgando de un cordón al cuello.
Había surgido de la oscuridad para salir al paso de los benimerines. Les estaba indicando por señas que siguieran en una determinada dirección. Y la presencia de ese nazarí abría todo un saco de preguntas e incertidumbres. Si había escuchas, era que también había un campamento. ¿Un campamento enemigo ahí, al oeste de Teba y por tanto del real castellano? ¿Qué era lo que estaba ocurriendo?
Una vez que los bereberes pasaron con los caballos de las riendas, el granadino regresó a la negrura. Pero, ya sabiendo que estaba ahí, les fue fácil a los tres atajadores vislumbrar dónde se había apostado. A resguardo de una peña, invisible a no ser que se le estuviera buscando con los ojos.
Los tres aguardaron mientras los ecos de las herraduras se iban alejando. Por lo inmóvil que estaba, el escucha debía de haberse quedado dormido nada más sentarse. No era de extrañar. El silencio punteado por el chirrido de insectos arrullaba. La noche era tibia. No era fácil mantenerse en vela sentado en esa oscuridad, inmóvil, con tanta quietud alrededor.
Juan de Beaumont, que de los tres era el más impaciente, se había girado para consultar con la mirada a sus compañeros. Fierros había desenvainado esa hoja carnicera de almogávar, el cortel. Hizo el gesto de pasarse el filo por el cuello. Pero Dobla de Oro negó con el índice, antes de hacer un cuchareo con el brazo para indicar que era mejor rodear y rebasarle.
Se conformó el almogávar, que envainó algo hosco el cuchillo. Y contornearon. Delante los dos fronteros, que eran escaramuceros avezados, con las ballestas en bandolera y las diestras cerca de los puñales. Tras ellos Beaumont con una azcona, atento sobre todo a pisar por donde lo hacían sus compañeros, para no hacer ruido.
Así dejaron atrás al escucha. Se dijo para sus adentros Beaumont que luego tendrían que pasar por ahí de regreso. Iba muy alerta. Oía el sonido de cascos ya lejos y cada pequeño ruidito que causaban sus pies le sonaba como estampidos. Hasta su propia respiración le resultaba atronadora. Incluso los olores le parecían delatores. El suyo corporal propio y el de sus compañeros. Sentía que le llenaban los pulmones al punto de que le parecía increíble que no llegasen hasta las narices del durmiente y le alertasen. Incluso imaginaba oler a los caballos que tan por delante de ellos iban ya.
Estaba justo en esas imaginaciones cuando Dobla de Oro se giró de golpe para encararse con él. Observó desconcertado ese rostro fiero y renegrido de greñas y barbazas muy negras, y se preguntó si habría hecho algo mal. Pero el morisco se golpeteó con el índice en un lado de la nariz, antes de alzar el rostro y hacer amago de ventear.
Olisqueó asimismo Beaumont, primero intrigado, luego perplejo. Entendió al cabo de unos instantes. El aire de la noche apestaba a caballo. Caballerías y no pocas, ni tampoco muy lejos. No habían sido alucinaciones olfativas suyas. Volvió a olisquear, tratando de decidir de qué dirección procedía ese hedor a animales y estiércol. Pero no hacía falta. Sus dos compañeros parecían haberlo averiguado ya, porque reemprendieron la marcha y esta vez con las ballestas en las manos.
Con cada vez más cautela, si eso era posible, optaron por meterse por terreno agreste. Oían ahora una marejada sorda de relinchos, resoplidos, piafar. En un momento dado, los dos fronteros se colgaron las ballestas a la espalda, antes de echarse al suelo para seguir a cuatro patas. Beaumont les imitó, preocupado sobre todo porque la punta de su azcona no chocase contra ninguna piedra.
Cuando, siempre imitando a los dos veteranos, se asomó por el borde de unas peñas, casi se le escapó el arma arrojadiza de la mano. Desde luego, el morisco no fanfarroneaba cuando afirmaba que se conocía toda esa comarca como el patio de su casa. Les había guiado bien y al punto exacto. A uno desde el que se tenía buena visión de un valle por el que corría un curso de agua.
Y lo que había pasmado al joven era que aquel lugar recoleto estaba lleno de tropas de a caballo. ¿Cuántos habría ahí? Al claro de la luna, uno podía pensar que miles de jinetes, aunque no eran muchas las fogatas encendidas. No era de extrañar que oliese a cuadra. Sí que no hubieran oído desde mucho más lejos el rumor que esos millares de caballerías juntas producían. Tal vez fuera producto de las condiciones geográficas. El valle contenía los sonidos. Ocultaba también las luces a cualquier observador situado más al este. Y ese río suministraba agua para abrevar a los caballos.
Espiaron durante un buen rato. Lo que estaba viendo al resplandor lunar no dejaba lugar a dudas. De alguna forma, por algún motivo, los benimerines habían trasladado a parte de su caballería a ese valle. Ahora descansaban. Pero sin duda al alba…
Tan absorto estaba Juan de Beaumont en lo que sus ojos le mostraban, así como en sus propias cavilaciones, que casi dio un brinco cuando le tocaron en el hombro. Al girar la cabeza se encontró con el rostro cejijunto de Fierros a un palmo del suyo.
El almogávar apuntó con el pulgar a la espalda. Un gesto inconfundible. Hora de retroceder y escabullirse.
Don Alfonso de Castilla no solo era un hombre temperamental. Anidaban en él rencores arraigados por todo lo que tuvo que sufrir durante su minoría de edad, cuando parientes ambiciosos y nobles levantiscos socavaban su autoridad. Y el hecho de no haber cumplido ni veinte años no ayudaba a sosegar su ánimo. Menos en esos momentos, cuando estaba atascado con todo su ejército ante las murallas de Teba, en trance de ver fracasar a su cruzada.
Se decía que había perdido el sueño, que su ira explotaba por nimiedades. Pero justo ese insomnio al menos le hacía más accesible a noticias en horas intempestivas, porque le pillaban aún en pie. Y ahora algunos oficiales mayores iban llegando a su alfaneque, sacados del sueño por los ballesteros de maza. Acudían a goteo a la tienda, vestidos de forma apresurada, bostezando, preguntándose qué mosca le habría picado al rey para convocarlos de madrugada.
Él estaba parado en el exterior de su tienda, en la penumbra de las antorchas. No soplaba viento y las llamas ardían tranquilas. Estaba vuelto hacia la sombra de la fortaleza recortada contra las estrellas. Llevaba su espada envainada en la mano, no por defensa, sino como si fuese una vara de autoridad.
Tenía los ojos clavados en aquella mole oscura. Pasaban cada cierto tiempo proyectiles en llamas, como meteoros incendiando la noche. Muchos se estrellaban contra los muros, con estallidos tremendos de llamas. Pero algunos rebasaban las almenas para caer en el recinto intermedio.
Observaban el paso de las bolas llameantes por la oscuridad. Y los presentes le observaban a él sin que ninguno se animase a decir nada.
—Maldito Ozmín. Perro diablo. Qué bien nos ha burlado.
Soltaba esas frases como un gato que expulsa una bola de pelos que le ha estado pesando en el estómago. Nadie contestó, aunque entre ellos se habían ido poniendo al tanto de la situación, en voz baja. Añadió por encima del hombro.
—Burlado. Sí. Esa es la palabra. Porque nadie puede decir que ese viejo maldito haya faltado a los términos acordados para el duelo.
Golpeó con furia el pomo de la espada, antes de girarse para preguntar, todavía desde la entrada.
—¿Cuántos calculan tus atajadores que puede haber en ese valle?
De las sombras del fondo salió un personaje de armas de ropajes negros, cubierto con un almete con visera de pico de gorrión y plumas negras.
—Era difícil de precisar. Pero calculan que no menos de dos mil.
—¿Seguro? Mira que dos mil son muchos y, con la oscuridad, es fácil confundirse.
—Son hombres avezados, alteza. Pero si dudas, dispones de oficiales duchos que pueden interrogarlos y sacar sus propias conclusiones.
—No hay tiempo.
Como para recalcar esa afirmación, pasó un proyectil incendiando la noche a sus espaldas. Aprovechó ese intermedio para intervenir Alfonso Fernández Coronel, alguacil mayor de Sevilla:
—Mil, dos mil, tres mil… eso no importa. La jugada está clara.
—Pues explícamela. Ya sabes que no me gustan los rodeos.
—Ha sido una buena treta, muy propia de ese zorro. Incita a un duelo singular, y mientras mueve tropas con esa excusa. Aprovecha para desplazarlas sin que nosotros nos demos cuenta.
—¿Cómo han podido llegar ahí tantos sin que nadie lo advirtiese? ¿Es que mis vigías y mis patrullas están ciegos?
Carraspeó el notable. Se tomó un instante para elegir palabras, temeroso de que alguna expresión mal elegida le costase a alguno la cabeza o los ojos.
—Unos pocos jinetes expertos pueden moverse levantando polvaredas, simulando que hay grandes masas de caballería en marcha. Al amparo de ese polvo, sus tropas se han ido desplazando en cuadrillas pequeñas. El truco es viejo.
El rey se giró de nuevo para contemplar desde la entrada la sombra masiva de Teba. Volvió a golpear con saña el puño de su espada.
—¿Qué pretenden? ¿Qué pretenden?
—Para averiguarlo, solo tenemos que preguntarnos qué es lo que no pretenden.
—¿Cuántas veces tengo que decir que no me gustan los acertijos?
Coronel carraspeó por segunda vez.
—Por supuesto, alteza. Te ruego que me disculpes. Me refiero a que esos benimerines no pueden esperar estar mucho tiempo ahí sin ser descubiertos. Aparte de que seguramente no tienen forraje para tantas caballerías.
—Al grano.
—Sí, alteza. Si ahí no pueden quedarse, eso ha de ser un punto de reunión, un lugar de pernocta. Y mañana…
Pese a las intimaciones del rey, dejó la frase en suspenso. Don Alfonso, en lugar de encolerizarse, acabó el pensamiento por encima del hombro.
—Mañana nos atacarán.
—A esa conclusión debemos llegar.
—Pero atacar, ¿cómo?
—Sobre eso debemos deliberar. No hay tantas acciones que puedan llevar a cabo. Debemos estar preparados para todas y cada una de ellas cuando despunte el alba.
—Tienes razón. —Se giró, pero esta vez para dirigirse a los ballesteros de maza allí presentes—: Despertad a mis adalides. Que acudan aquí sin tardanza. Hay mucho que discutir en lo que nos queda de noche.
—Alteza…
—¿Sí? —Don Alfonso se encaró con Jufre Vega.
—Con tu permiso. Te sugeriría despertar a todos los que sea menester, pero con discreción. No debieran acudir a tu alfaneque llamando la atención.
Un destello de enojo pasó por los ojos claros del rey.
—¿A qué viene eso? No es momento de demoras.
—De demoras no, pero de discreción sí. Los bereberes están en ese valle al oeste, a escasa distancia. Si mis hombres los detectaron, fue por una suma de circunstancias. Te recuerdo que una partida de atajadores que debía asegurar la zona no volvió esta tarde. Hemos de suponer que los pasaron a cuchillo para que no nos alertasen.
—¿Y?
—Que mucho me temo que en todo esto anden mezclados espías y traidores en nuestro propio real. Si se produce alboroto nocturno, se sabrá. Se harán preguntas, habrá especulaciones. Los espías de Ozmín se enterarán y es posible que le envíen recado.
»Y si Ozmín recibe aviso, si sabe que su treta ha sido descubierta, se retirará. No ganará, pero tampoco perderá. Y puede que nosotros perdamos una ocasión de oro.
Ahora el que carraspeó fue Pedro Fernández de Castro, que hasta entonces no había despegado los labios.
—Opino como este adalid, alteza. Es menester que despertemos a los indispensables y con discreción. Que les pidamos que acudan por separado y sin llamar la atención.
El rey los miró con el ceño fruncido.
—De acuerdo. —Lanzó una ojeada a la entrada abierta, como si temiese ver que ya estaba clareando—. Pero rápido. Rápido.