Ropas de luto
ROPAS DE LUTO
En esa época, los atuendos para el luto eran distintos según la extracción social. Las gentes humildes vestían de blanco, en tanto que clases más pudientes lo hacían de negro. En realidad, era el primero, el blanco, el color del luto. El negro no estaba asociado a la muerte y sí a la solemnidad. Vistiendo de negro se manifestaba la importancia del hecho, así como cierto nivel económico. Por eso no es extraño que en España, país en el que las apariencias siempre han importado mucho, acabase popularizándose el negro y confundiéndose con el luto.
A la luz de los fuegos, descansaba el cadáver de Fernando Ruiz sobre andas de paños negros. Lavado, vestido con sobreveste blanca de cruces negras y cofia de cuero, con las manos sobre el pecho, cerradas en torno a su espada lobera. La espada, la mejor cruz para un hombre de armas.
Cerca, junto a la fogata, entre jarros de vino y guitarras, le festejaban sus amigos, sus vecinos y los compañeros de armas. Allí los encontró cantando y bebiendo el escocés Blaylock cuando acudió a presentar sus respetos al muerto. Mientras el morisco Dobla de Oro tañía una guitarra latina, varios de los presentes cantaban a coro una canción sin duda popular en esas tierras.
Se quedó al límite de la luz, a la espera de que finalizasen. El morisco guitarreaba absorto, con la cabeza gacha y el aire nocturno agitándole las greñas negras. Algunos cantaban bien, otros no tanto, y varios llevaban el compás con los jarros. Era una composición alegre, adecuada para honrar a un bueno de cuerpo presente.
Al resplandor del fuego, celebraban una suerte de funeral nocturno, tal como han hecho siempre los hombres de armas de muchas tierras, en honor a los suyos caídos en combate. Reinaba, si no alegría, sí un sentimiento especial hecho de afectos y recuerdos. El homenaje no era de recogimiento y llanto. Sus antiguos compañeros de aventuras festejaban al finado con música y alboroto, bien regado con vino y remembranzas de sus andanzas y hazañas.
Gome Caldera, compadre y vecino del muerto, hacía las veces de maestro de ceremonias. Con un brazo en cabestrillo y a cabeza descubierta, con los cabellos rojizos alborotados, era de los que coreaba la canción con voz bronca, entre agitar de jarro de barro. Fue el primero en apercibirse de que el escocés aguardaba discreto entre las sombras y, no bien remató la canción, fue a su encuentro.
—Bailoque, bienvenido.
Bebió del jarro antes de pasárselo al visitante, que le dio un buen trago. Blaylock alzó luego el recipiente para saludar a los hombres que, desde sus sitios, le daban voces de bienvenida. Algunos ya estaban achispados. Antes de que acabase la noche más de uno no podría ni tenerse en pie.
Dobla de Oro comenzó a tocar de nuevo. Solo que en esta ocasión él era el único que cantaba. Y no lo hacía en castellano de frontera, aunque el escocés logró captar palabras sueltas. Debía de estar cantando en latín morisco. Pero ya Caldera tomaba al visitante por el codo para llevarle junto al cadáver. Blaylock se santiguó, al tiempo que se fijaba en cómo habían anudado el barboquejo de la cofia para cerrarle la mandíbula.
Caldera le arrebató el jarro. Bebió antes de menear pesaroso la cabeza.
—Pobre. Ha tenido mala suerte.
Volvió a beber hasta apurar el jarro.
—Fíjate que hasta hemos tenido que ponerle en las manos una espada prestada.
El escocés lo miró por un instante, desconcertado. Luego asintió. Hasta que no lo mencionó el veterano, no había caído en la cuenta de que esa no podía ser la espada de Ruiz. Aquella la llevaba colgada de la silla de montar y como los benimerines huyeron con su montura, se habían llevado por tanto también el arma.
Caldera proseguía.
—Al menos las mujeres han podido lavarle y vestirle con decencia.
Supuso el escocés que «las mujeres» eran María y sus dos criadas. Y eso le hizo recordar que el difunto era padrino de la dama.
—¿Cómo está María?
El otro lo miró con ojos desenfocados, como si la pregunta le hubiese pillado por sorpresa. Debía de llevar ya bastante vino en el cuerpo, aunque no se le notase al primer vistazo. Carraspeó.
—Bien, bien. Ruiz la tuvo en brazos el día de su bautizo. La conocía desde que la alumbraron…
Asentía educado su interlocutor, como si no conociese ninguno de esos detalles. Nada había que decir, porque era obvio que el veterano estaba dejando salir la pus causada por esa pérdida.
—… y corrimos muchas juntos. Muchas, sí. De guerra y de juergas. Pero ya se acabó. Se le acabó todo, como un día se nos acabará a mí y a ti. Tarde o temprano se nos acaba a todos.
Se apartó con brusquedad para llegarse hasta un tablón sobre caballetes. Ahí encima reposaba un gran pellejo de vino. Rellenó con dedos torpes la jarra, antes de regresar junto al escocés.
—María está bien.
Bebió arropado por los sones de la guitarra del morisco.
—Es mujer de frontera. Con lo joven que es, ya ha enterrado a dos hermanos y a un esposo. Y tampoco es el primer padrino al que despide. Pero bueno. Ella y sus criadas están recogidas en su tienda, rezando por el alma de mi compadre.
—Cuando la veas, te ruego que le presentes mis respetos.
—¿Y por qué no se los presentas tú mismo?
—¿Yo? ¿Ahora?
—Sí, sí. Adelante. Ve a su tienda. Le vendrá bien una distracción. Llevan ahí las tres encerradas, rezando, desde la tarde.
Como viese que el escocés titubeaba, bebió antes de añadir.
—De paso, si no te importa, podrías pedirle la guitarra morisca.
—¿La guitarra?
—Eso he dicho. Tocas bien. Es el funeral de Ruiz. Buena música y canciones entre amigos. ¿Qué más podría pedir? ¿Qué mejor homenaje? Mi compadre era un hombre que amaba las alegrías de la vida por encima de todas las cosas.
El velo de María Henríquez era en esa ocasión enterizo. Una gran pieza de encaje negro que le cubría la cabeza para caer por la espalda, hombros y pecho. Si lo portaba en señal de duelo o para ocultar de dolor, eso no lo supo el escocés.
Las tres mujeres estaban rezando cuando llegó. Pudo oír su runrún justo antes de agitar las lonas de entrada. Fue la propia María la que asomó, vestida de negro según su promesa. Las dos criadas, en cambio, habían cambiado las ropas pardas de costumbre por otras blancas impolutas. El blanco, el color del duelo entre la gente humilde.
Blaylock solo pudo entreverlas un momento, porque María salió abriendo un resquicio y cerró a sus espaldas. Así que no tuvo más que un vistazo fugaz por esa rendija. Velones encendidos, penumbras cálidas, las mujeres de blanco. Eso y un golpe de olor a hierbas aromáticas que salió en vaharada.
—Vengo a darte el pésame. Ruiz era tu padrino y respeto tu dolor. No sé si vengo en mal momento. Si molesto…
—No molestas en absoluto, señor.
Cerró los cordones de la entrada, antes de encararse con él.
—Esta noche velamos a mi padrino. ¿Qué mejor compañía para él que la de sus compañeros de armas?
Quizá el tono algo frío fue lo que hizo que Blaylock, de habitual mesurado, respondiese asimismo un poco seco.
—Estoy de acuerdo. Por eso me extraña la ausencia de Jufre Vega.
Ella se envaró en la semioscuridad.
—Se ha retirado a la soledad, a rezar por el alma de mi padrino.
—No lo diré en público, por respeto al muerto. Pero no me parece correcto que nuestro adalid no esté velando junto a los demás el cadáver de uno de sus cuadrilleros.
—Estás en tu derecho de creer eso. Pero te doy mi palabra de que Vega tiene sus motivos. Está rezando por el alma, ya que su cuerpo lo velan vecinos y amigos.
Blaylock contuvo un suspiro hastiado. Volvió los ojos a los que ahora cantaban nuevamente a coro otra tonada.
—¿Qué haréis con Ruiz? ¿Le vais a enterrar aquí, en el camposanto?
—No. Mañana a primera hora se lo llevarán a Estepa. Son unas horas de viaje. Allí los suyos dispondrán de él, le darán debida sepultura y organizarán misas por su alma.
—¿Y tú cómo te encuentras?
—Soy frontera, señor; hija de frontero. La muerte armada es para nosotros cotidiana. No es el primer allegado que entierro.
Otra vez se ahorró el escocés el suspiro, ahora casi de enojo. Siempre esa altivez, presta a alzarse de golpe como una barrera infranqueable por el motivo más peregrino, como por ejemplo para ocultar la pena.
—Ya. No deseo incomodar en esta noche triste. Solo vine a darte mis condolencias… de paso, me atrevo a pedirte que me prestes tu guitarra morisca.
Eso la descolocó.
—¿La guitarra? ¿Para qué?
—Es cosa de Caldera. Me ha pedido que toque. Piensa que eso habría complacido a Ruiz.
Un golpe de brisa hizo ondear ese velo que le cubría por completo la cabeza. Se giró hacia las andas y el cuerpo yacente a la luz del fuego. Cuando respondió, su tono de voz se había dulcificado un tanto.
—Sí que le gustaría. Espera, te lo ruego.
Deshizo los nudos de la entrada y abrió lo justo para colarse dentro. El escocés dio la espalda a la tienda para quedarse mirando a esa alegre compañía junto al difunto. Cuando quiso darse cuenta, ella había regresado con el instrumento.
—Toma. Él lo agradecerá. Era un hombre muy alegre.
—Lo sé. Procuraré estar a la altura tocando.
—¿A la altura tocando? No. Tú no entiendes lo que te ha pedido mi padrino.
Él le echó una mirada breve en la penumbra, luego devolvió los ojos a la hoguera. No replicó, sabiendo que ella iba a explicarse.
—Esta guitarra morisca era de mi hermano menor, Gil. Murió con mi otro hermano en el desastre de la Vega junto a los tíos del rey.
Blaylock carraspeó, cogido por esta vez del todo por sorpresa. Tomó la guitarra que le ofrecían como si fuera una reliquia. Ella apostilló.
—Es la primera vez que se la entrego a alguien. Ocurre que esta guitarra en concreto… —Hizo una pausa, como si no supiese muy bien cómo expresarse—. Ruiz era también padrino de mi hermano. Él se la regaló hace muchos años.
—Me siento muy honrado.
—Te la dejo por ser tú, señor. A nadie más se la confiaría.
Blaylock buscó en vano alguna respuesta adecuada. Los cambios de humor de aquella mujer le descolocaban. Si por fin la encontró, no tuvo ocasión de formularla. Antes de que pudiera articular palabra, ella se había deslizado de nuevo al interior de su tienda, esta vez para no regresar.