Partesana

PARTESANA

Una lanza de hoja afilada, que en la base tiene guardas o aletas. Estas guardas pueden ser tanto rectas como en forma de media luna o de U. Eso permite bloquear golpes e impide que la hoja se clave demasiado hondo en el cuerpo enemigo y quede atascada.

Soplaba un viento rugiente que sacudía la arboleda. Agitaba las llamas. Hacía que los hombres se arrebujasen en las capas y se arrimasen al fuego. Esa noche de agosto había refrescado mucho en ese paraje alto al que los atajadores cristianos llamaban «de las cuevas», situado ya en las estribaciones de las sierras. Por suerte, no faltaba por allí leña con la que alimentar fogatas.

Fue al arrojar un par de ramas a la lumbre cuando Pérez volvió la cabeza. Movió la mandíbula como si rumiase un pensamiento.

—¿No habéis oído nada?

Tan solo le prestó atención Avellaneda, que masticaba un trozo de carne seca.

—Solo a mis tripas.

Pérez ni se molestó en replicar. Se incorporó con el martillo de armas en la mano para observar receloso la oscuridad más allá de la luz de las llamas. Nada. Las frondas se agitaban con estruendo, silbaba el viento. Cerca, relinchó uno de sus caballos.

Habló Aznar Téllez, sin levantar los ojos del relicario que tenía entre las manos.

—¿Qué te pasa esta noche? Ya es la segunda vez que imaginas haber oído algo. Me parece que estás nervioso de más.

El otro volvió a sentarse, todavía rumiando.

—Puede, adalid. Nunca me ha gustado pernoctar de esta manera.

Avellaneda, que esa noche estaba de humor malicioso, sonrió torcido.

—¿No te gusta dormir en cuevas?

—No. A mí me gusta dormir al raso, bajo el cielo. Han sido muchos años de guardia de caravanas con los moros. Y no entiendo la necesidad de meternos en cuevas, habiendo torres por aquí cerca.

Téllez volvió a hablar sin despegar los ojos de la cajita:

—Torres y alquerías. Es cierto. Y ya puestos a buscar comodidades, nos habríamos metido en alguna de las segundas. Pero es justo en esos sitios donde podrían atraparnos.

—¿Los hombres del rey?

—O zenetes. El ejército de Ozmín está en retirada, y no me fío de que alguno de sus adalides no decida hacer su fortuna gracias a este relicario.

Piafó un caballo. Téllez levantó al fin la vista para poner sus ojos claros en las bestias.

—A las caballerías les pasa lo que a ti. Esta noche están nerviosas.

Volvió la mirada al fuego.

—Bueno, hombres. He estado pensando, y ya es hora de que os explique mis planes.

Sus tres compañeros volvieron a él los rostros. Como los caballos seguían agitados, Avellaneda se incorporó con un reniego de hastío para irse hasta ellos y comprobar que no sucedía nada anómalo. Téllez jugueteó con la cadena rota del relicario.

—Tenemos la opción de volver al rey don Alfonso. Contarle algún cuento y entregarle el relicario. Sin embargo…

Volvió a alzar los ojos para pasearlos por sus hombres, los dos sentados y el tercero de pie, Avellaneda, que ya de regreso aguardaba un poco más atrás.

—Sin embargo, ¿sería lo más acertado? ¿Qué ganancia podemos esperar por ese camino? La gratitud del rey. O sea, nada. Humo que se lleva la primera ráfaga.

Adelantó la cabeza Pérez como una tortuga, para objetar.

—Pero el rey ha prometido en público grandes mercedes a quien recupere ese relicario. No se echará atrás…

—O sí. Ya dicen, antes hay que esperar agradecimiento de los bueyes que de los reyes. —Frunció la boca—. Esa gratitud puede ser que nos den oficio de monteros o alguaciles, o que nos otorguen algunas tierras por estos pagos.

Se incorporó de un salto, como acometido de repente por la ira, e hizo a un lado la capa.

—¡Valiente gratitud! Veros aquí asentados, fronteros contra el moro. Sí. Estoy convencido de que eso es lo que vamos a sacar.

Iba ahora de un lado a otro, echando miradas coléricas a sus compañeros.

—Si fuéramos señores, otro gallo nos cantaría. Por esto mismo nos darían oficios mayores. Pero para los hombres como nosotros se reservan las palabras vacías y mercedes que en realidad serán más fatigas para nosotros a su mayor provecho.

Suspiró tan hondo que fue como si echase algún demonio de dentro.

—Eso si se tragan nuestros cuentos, claro. Si no nos creen o si el rey recela, nos darán mala muerte. Lo cual, de paso, sería para ese rey ingrato una buena excusa para no recompensarnos.

Se produjo un silencio. Habló Pérez.

—¿Qué tienes en la cabeza?

—Este relicario vale una fortuna. —Lo alzó al resplandor, con los cabellos alborotados por el viento—. Pero solo para aquel hombre que sepa sacarle partido. Tengo un salvoconducto librado por el propio Ozmín, en el que se pide que se dé a su portador buen trato, posada y ayuda. Con él, nos será fácil llegar a Málaga y embarcarnos.

—¿Hacia dónde?

—Tenemos más de una opción. El rey de Tremecén, por ejemplo, pagaría muy bien por esta reliquia. Él sí. El corazón de un rey cristiano que fue en muerte a la cruzada.

Un nuevo paseo de un lado a otro entre el estruendo de los ramajes.

—Podemos también partir al norte. A Inglaterra. El rey Eduardo pagaría muy bien por este corazón. ¿Y los escoceses? ¿Qué no darían por recuperarlo? Sí, son varios los caminos que se nos abren.

Pérez y Pulgar se miraron. Habló el segundo:

—Y ninguno de esos caminos lleva a don Alfonso.

—No. —Sonrió con crueldad—. Esta pérdida será una mancha en su honor. Y, dejando de lado eso, ya os lo he dicho, es de quien menos podemos esperar. ¿Estamos en ello de acuerdo?

Nadie respondió nada de entrada. Los dos que estaban sentados se miraron con el rabillo del ojo. Debían de estar pensando lo mismo. Que tanto Téllez como su lugarteniente, Avellaneda, estaban de pie. Y que el segundo estaba a sus espaldas. El adalid volvió a preguntar:

—¿Estamos de acuerdo?

Primero Pulgar y luego Pérez asintieron. Téllez volvió a sentarse y el primero habló con cautela.

—¿Y Ozmín?

—¿Qué pasa con él?

—Si decidimos llevar el corazón a Tremecén y él se entera o lo sospecha, se convertirá en nuestro enemigo.

—Eso son suposiciones sobre suposiciones. —Arrojó una ramita al fuego—. Y el viejo no va a durar mucho. Así que…

No acabó la frase. Le interrumpió Avellaneda al girarse con brusquedad, con la mano sobre el martillo de armas. Qué pudo oír o percibir a sus espaldas, no llegaron a saberlo. Todos oyeron, entre el ruido del viento y la enramada, el chasquido inconfundible de una ballesta. Avellaneda recibió el tiro en pleno pecho. El virote, disparado desde distancia corta y estando él sin cota ni loriga, le traspasó con potencia tremenda y fue a clavarse en un tronco al otro de la hoguera.

Pero, antes de que el cadáver tocase el suelo, hombres armados irrumpían ya con gritos ásperos en el círculo de luz. Sin embargo, los dos que estaban sentados, con esa rapidez de reacción propia de los que se las han visto en muchas, brincaron y echaron a correr hacia la oscuridad, sin hacer amago siquiera de plantar cara a los atacantes.

—¡Dejadlos!

Una voz sonora como una campana contuvo a los recién llegados. Pulgar y Pérez se esfumaron en la negrura. Téllez, por su parte, acorralado por los taludes y la cueva a sus espaldas, no hizo ni intención de tratar de escapar. Se había pasado el relicario a la mano izquierda y apoyado la diestra sobre el pomo de la espada, consciente de que contra tantos enemigos estaba muerto.

A la luz del fuego, en camisola y calzas, con los ojos verdosos echando chispas, observó a los recién llegados. Ahí, entre las sombras, un moro greñudo que le apuntaba con su ballesta. Algo más atrás, entrevisto, uno vestido a la almogávar que cargaba su arma. A su izquierda tres hombres de armas. Y a la derecha otro todo de negro, con almete emplumado y una partesana en las manos.

Téllez le enseñó los dientes. Le mostró la cajita lacada.

—Aquí lo tienes, Vega. Tuyo será en cuanto esos dos valientes me flechen.

El enlutado ni se dignó responder. Se limitó a señalar con la partesana y, al seguir la dirección de la punta, vio Téllez que le mostraba el lugar donde habían dejado las armas y bagajes, luego de descargar las mulas. Advirtió también que los cuadrilleros de Vega cambiaban entre ellos miradas entre perplejas y consternadas.

Volvió a mostrar los dientes, esta vez en amago de sonrisa de tejón acorralado.

—Si te mato, ¿me dejarán marchar tus hombres?

—No.

—¿Entonces, qué gano luchando contigo?

—Lo que acabas de decir. Matarme. Has estado diciendo por todos lados que los de la sangre de Gamboa no valen nada. Tenemos un asunto personal, por eso no te hago ahorcar como hizo Gamboa con tu padre.

Esa alusión hizo pasar a Téllez de tejón a lobo atrapado. Sonrió por tercera vez con los dientes y se acercó a la pila. Dejó el relicario sobre una roca, antes de tomar una partesana para estar igualado con su enemigo. Al resplandor del fuego, sopesó el arma, la blandió, tiró un golpe contra un enemigo imaginario.

—Nadie de la sangre de Gamboa vale lo que el hijo de Tello Rojas. Ahora vamos a comprobarlo.

Con la mano izquierda, Vega mandó a los suyos que se apartaran unos pasos. Luego, los dos contendientes se adelantaron y, con el fuego entrambos, giraron primero hacia un lado y después hacia el otro. Rugía el viento, bramaban los follajes agitados, se agitaban las llamas entre nubes de chispas, llevando hasta los que observaban los olores de la madera quemada. Aleteaban las plumas negras del almete, danzaban las sombras sobre el rostro de Téllez y las puntas de las partesanas centelleaban.

Se hicieron los dos oponentes hacia un lado, de forma que la hoguera dejase de interponerse entre sus hierros. Se aproximaron en diagonal, con las puntas por delante y los codos junto al cuerpo, para tener así margen para golpear.

Los dos navarros y el aragonés seguían sus movimientos con las armas en las manos. El morisco devolvió el virote al goldre, antes de destensar la cuerda para evitar que sufriera. Un instante más tarde, el almogávar le imitó.

Téllez atacó primero. Lanzó un puntazo repentino, como un picotazo de víbora, buscando la ingle de Vega. Este paró con las guardas de su arma. Pero sin pausa le tiró Téllez otra lanzada a la axila, pues la primera había sido una treta para abrirle la guardia. Sin embargo, el enlutado estaba alerta. Con un brinco de lado evitó la hoja enemiga, que silbó en el vacío.

Con la punta por delante, Rojas volvió a enseñar los dientes. Era obvio que había puesto grandes esperanzas en abatir a su enemigo al primer cruce de hierros.

Se movían ahora a uno y otro lado, amagando. Ninguno quería girar y dar al otro la ventaja de quedar en las sombras, de cara al fuego. Faltos de escudos y luchando con esos hierros en asta, el primer fallo podía ser el último. Téllez había optado por pelear ahora a la manera de los brabucones, con quiebros bruscos, pisotones fuertes y denuestos para desconcertar a su contrario. Vega se movía en cambio a la manera de los gatos, flexible, con cautela y amagando menos, como luchador que se reserva.

Téllez tiró un lanzazo al vientre. Bloqueó Vega. Pero en esta ocasión aquel, en vez de retirar el arma, dejó que se trabasen las guardas en forma de U de las partesanas. Y al tiempo se dejó llevar por su impulso provocando un movimiento de tijera de las varas, con las moharras trabadas a manera de bisagra.

Se echó así encima de Vega, metiendo mano al cuchillo. Algunos de la hueste negra soltaron exclamaciones. Maldijo bronco el de Sangarrén. Pero Vega tampoco se dejó aturullar. Soltó sin dudar la vara para recurrir a su propio puñal. Con el guantelete izquierdo desvió la puñalada de Téllez al vientre y con la diestra le clavó su hoja en el gaznate.

Reculó el herido con traspiés y boqueando. El cuchillo cayó de sus dedos. Se llevó las manos a la garganta. Soltaba sonidos roncos, babeaba sangre. Retrocedió todavía dos pasos para luego caer al suelo de espaldas.

Durante unos instantes, la escena quedó tan quieta como en un cuadro. Vega junto al fuego con el cuchillo en la mano. Los suyos en distintas actitudes, aferrando las armas. El cadáver de Avellaneda un poco más allá. Y Téllez tendido entre sombras, con las manos sobre el cuello, dejando escapar gorgoteos y resuellos.

El enlutado recobró su partesana antes de llegarse al moribundo. Puso rodilla en tierra a su lado. Se inclinó hasta que el pico de gorrión estuvo solo a un palmo del rostro de su enemigo, que roncaba y le miraba con ojos que querían salirse de las órbitas. Entreabrió en la penumbra la visera y le habló bajo, para que solo él pudiera oírle.

—Que Dios juzgue tus pecados. De lo que has hecho en la tierra, ya estás juzgado. Pero antes de que te reúnas con el Hacedor, quiero que sepas quién soy. Por si no puedes verme, soy María, hija de Pedro Gamboa. Y esta noche he vengado las ofensas y los daños que has causado a los míos.

Cerró la visera. Se incorporó para dar la espalda al moribundo. Se acercó a la roca y recogió el relicario. Un acto que rompió el hechizo que tenía a los demás congelados. El de Sangarrén envainó su tizona resoplando. Abarca apretó risueño el hombro de su primo. El almogávar Fierros mostró a Dobla de Oro las caballerías, señalando con su ballesta.

—Vaya, moro. Por fin sí que hoy vamos a hacernos con caballos.