Vino

VINO

La elaboración y conservación del vino mejoró de forma notable durante la Edad Media. Se convirtió también en una bebida con prestigio social, aunque los había de muchas calidades. Algunas de las formas de beber vino nos resultan bastante exóticas, como la de hacerlo caliente o la de, por parte de algunos, echarle cal. En la España musulmana nunca se arrancaron las viñas, con la excusa de obtener mosto y pasas y también vino para los mozárabes. Lo cierto es que el consumo era habitual entre los andalusíes, algo que los almohades, almorávides, benimerines y demás grupos político-religiosos, extranjeros y ajenos a las costumbres de la tierra, llevaban muy mal.

Los vencidos iban lentos por la senda polvorienta. Como una culebra de humanos bajo el sol, con buenos ropajes pero todos a pie y desarmados. Una columna larga, aunque ni por asomo tanto como muchos habían creído. Y eso que a los supervivientes de la guarnición de Teba se sumaban todos aquellos de las alquerías que en vez de huir a comarcas más seguras optaron por refugiarse tras las murallas.

Se suponía que aquellos refugiados sumaban gran número de gentes. O eso dijeron los espías. Tal vez lo fueron en su día. Pero los tiros de los ingenios, así como las privaciones y plagas, debían de haberse cobrado su tributo.

Tributo no solo de muerte. Entre el polvo en suspensión se tambaleaban muchos heridos, sin ni siquiera pellejos o calabazas de las que beber un sorbo de agua. Brazos en cabestrillo, cabezas vendadas, cojos que se apoyaban en cayados o que avanzaban con la ayuda de compañeros de armas. Y muchos quemados; otra señal del castigo infligido por los ingenios de los cruzados.

Las condiciones para la entrega habían sido rigurosas, aunque tampoco excepcionales. Los de la defensa tuvieron que dejar dentro las armas, los alimentos, los pendones y los bagajes. Abandonarlo todo para conservar la vida y la libertad. Solo pudieron sacar las ropas sobre el cuerpo. Por eso cada cual había procurado vestirse con su atuendo de mejor calidad. Y ahora de esa guisa caminaban en columna hacia el oeste, hacia zonas controladas por las tropas del rey de Granada.

Las mujeres, sin más excepción que alguna muy vieja, iban con los rostros tapados para evitar despertar la lujuria de la soldadesca cristiana. Aquellas compañías abigarradas no eran de fiar y eso había llevado al propio don Pedro Fernández de Castro a enviar gentes de a caballo a proteger a la columna. «El de la guerra» era valedor de los acuerdos y recelaba de que malandrines y gentes baldías atacasen a los moros para esclavizar a mujeres y a niños, o por simple sed de sangre.

No iba descaminado en sus temores. Grupos de hombres de armas, tanto de los de a pie como de los de a caballo, acechaban a cierta distancia de la senda. Eran como perros salvajes que se moviesen a la par que la columna. Aunque no todos estaban allí con la esperanza de atacar a algún rezagado. Algunos se habían acercado a curiosear.

Tal era el caso de una docena de navarros, entre los que estaban Abarca y Beaumont. Habían querido ver con sus propios ojos esa evacuación y retirada para después tener algo más que contar a su regreso a casa. El joven Beaumont, en concreto, no se perdía detalle. Los soldados de túnicas rojas que caminaban desarmados, los campesinos cabizbajos que daban las espaldas a sus terruños para nunca volver, las mujeres con sus hijuelos en brazos.

—¿Lo notas? —le espetó de golpe su primo—. ¿Notas el halo?

—¿Qué halo?

—El de la derrota, hombre. Si casi se puede ver sobre sus cabezas.

Entornó los párpados el mozo. La atmósfera rielaba con el calor. Las figuras temblaban como peces bajo el agua de un estanque. Flotaba en el aire el polvo, y los vencidos marchaban en silencio, envueltos en el fragor sordo de los pasos y los cascos.

Volvió a hablar el grandote Abarca:

—Mira, «el de la guerra».

Ocurría que, como iban al paso, habían ido adelantando por la columna y ahora tenían a la vista la cabecera. Y sí, allí delante estaba el propio don Pedro Fernández de Castro, el ricohombre más poderoso de Galicia. Apartó Beaumont los ojos de ese desfile de siluetas tristes para ponerlas en aquel varón recio, de sobreveste blasonada con cruces negras.

Cerca tenía un nutrido grupo de guardas a caballo, con lanzas y los pendones de la cruzada, el del caldero y el de los roeles de plata de su linaje. Pero él mismo había echado pie a tierra para caminar al lado un hombre de rico manto rojo, bonete blanco y barba cobriza. Al Tujibi, ya exalcaide de Teba. Beaumont le señaló de forma discreta.

—Muy loable que don Pedro se asegure en persona de que todos estos llegan sanos y salvo junto a los suyos.

—Empeñó en ello su honor. Y seguro que no descarta el poder conseguir algún dato útil sobre qué ha sido del relicario escocés.

No andaba descaminado el hombrón. Era sabido que el rey de Castilla estaba fuera de sí por culpa de la desaparición del famoso receptáculo de plata lacada. Suerte que los nobles, los oficiales mayores, los adalides, todos habían intercedido para que se aceptase la rendición. Muchos porque estaban seguros de la buena fe del alcaide, al que avalaba su historial y que nada tenía que ganar ocultando el corazón. Y todos preocupados por la escasez de víveres, las bajas que podía costarles tomar el recinto interior y la posibilidad de que en el ínterin se rehicieran los enemigos.

Las opiniones estaban divididas. Unos creían que los zenetes habían ocultado el relicario antes de salir. Otros que se lo habían llevado consigo y que su portador, al verse perdido, lo tiró lejos de sí, por lo que ahora debía de estar caído en alguna parte entre Teba y el río. Al hilo de esa idea, el rey tenía a gran número de hombres batiendo toda la zona.

Y sí. Castro había cabalgado hasta la cabecera para discutir con al Tujibi sobre aquel asunto enojoso. El ahora antiguo alcaide se explayaba con gusto, mientras caminaba con un báculo tallado en la mano.

—Yo, señor, soy el primer interesado en que el relicario aparezca. Temí que el carácter fogoso de don Alfonso se impusiera y no aceptase nuestra rendición. Me veía muerto en Teba con todos los míos.

Con un golpe del bastón, apartó un canto suelto de la senda.

—Y ahora temo que su mal carácter nos busque la desgracia. No es la primera vez que la ira de un rey provoca una guerra devastadora. Me da miedo que, de no aparecer ese bendito relicario, don Alfonso prosiga la guerra con resultados catastróficos para todos.

El ricohombre asintió taciturno. Don Alfonso no encajaba bien los reveses y ese asunto del relicario era una mácula en su honor. Ya había cambiado sus planes de campaña solo por ese tema. Si continuaba guerreando, podía debilitar a Granada al punto de que esta acabase por convertirse en un simple protectorado de los benimerines. O desgastando a Castilla tanto que animase a estos a cruzar el Estrecho con ánimo de invasión.

Apartó esas ideas de su cabeza para centrarse en lo concreto.

—¿Qué crees que habrá pasado con el relicario? Te pido tu opinión personal.

—Le he dado mil vueltas al tema en la cabeza. Mis hombres de confianza han preguntado. Hemos buscado hasta debajo de las piedras. Juraría que los zenetes se marcharon de Teba con el relicario. ¿Por qué, si no, se iban a apoderar por las armas de un portillo de la fortaleza para salir sin mi permiso?

—Dímelo tú.

—Yo los habría dejado marchar de buena gana. Si querían morir como mártires, era su problema, no el mío. Así que debían de temer que les exigiese el relicario como requisito previo a abrirles las puertas.

—Es posible. Pero ¿dónde está? Si todos fueron muertos y ninguno lo llevaba encima…

Al Tujibi suspiró de forma exagerada. Golpeó con el báculo sobre el polvo de la senda. Hizo pantalla con la mano para echar una mirada al cielo y al sol cegador. Volvió luego los ojos atrás.

—Suerte que no son muchas leguas de camino.

Puso otra vez la mirada camino adelante, por donde cabalgaba una avanzada de los jinetes de Castro.

—Señor, quiero compartir contigo una sospecha sobre este asunto.

—Dime.

—Tras hablar con ese hidalgo a tu servicio, Lira, y mientras vuestros emisarios regresaban con la respuesta de don Alfonso, mis hombres registraron las estancias y los establos de los zenetes. Buscaron cualquier indicio de que hubieran podido remover o tapiar algo. No encontraron nada. Eso me hizo pensar que quizá tenemos que sopesar más posibilidades.

»Cuando se dio la alarma anoche, por la salida a la fuerza de los zenetes, acudí a esa parte de la muralla. Esos desgraciados mataron a dos de mis soldados, señor. Estaba tan enojado que a punto estuve de mandar a mis ballesteros que disparasen contra ellos. Me contuve de milagro.

»Con estos ojos que Dios me ha dado vi cómo los vuestros los destrozaban. Y también vi a una hueste pequeña de cristianos entre los zenetes y Teba, fuera del alcance de nuestras ballestas.

Castro le miró con viveza, aunque optó por una respuesta prudente.

—¿Una patrulla?

—Ahí está lo raro. No me parecieron ninguna patrulla rebasada por esa salida intempestiva. Cabalgaban sin prestar atención al combate, como hubiera sido lo lógico. No acudieron en ayuda de los vuestros ni galoparon para unirse a la persecución. Recorrían al trote la misma senda por la que pasaron momentos antes los zenetes.

El ricohombre enarcó una ceja.

—¿Podrías darme algún detalle?

—Cuatro de a caballo. Estaban lejos y era al crepúsculo, te lo recuerdo. No pude distinguir señas, blasones o colores. Tal vez sí fuera una de vuestras patrullas que no se quiso arriesgar al combate. Pero me extraña. Ese recuerdo me ha dado que pensar y aprovecho esta ocasión para comentártelo. Quizás pueda arrojar alguna luz sobre este misterio que tanto daño nos ha hecho a todos.