Padrinos y compadres
PADRINOS Y COMPADRES
Padrinos eran aquellos que acompañaban al padre al bautizo de un hijo. Eso, en una sociedad poco letrada, tenía una importancia enorme. A falta de documentos escritos, eran ellos los que daban fe de que tal persona era hija de quien decía ser hija. De ahí que se escogieran con cuidado los padrinos, que fueran muchos y que se estableciese un vínculo especial entre padrinos y ahijados. Vínculo que también existía entre padre y padrinos, que eran entre ellos compadres.
Llegando al real castellano, la hueste negra comenzó a dispersarse. Más de uno se fue a que físicos o curanderos les viesen puntadas de lanzas o contusiones. Uno de ellos fue Blaylock, que sentía el brazo entumecido y temía haberse descoyuntado el hombro. En cuanto a Jufre Vega, que cabalgaba con obvia dificultad, se lo llevaron a la almofalla de los suyos.
Una vez allí, por orden suya, lo metieron en la tienda de María Henríquez. Y antes de entrar mandó que no llamasen a físico alguno. Ya le curaría Paloma, que sabía de pócimas, de coser cuchilladas y de reducir fracturas, y de la que decían que valía tanto como el mejor de los médicos.
A las puertas de la carpa se apostaron Abarca y Beaumont, que no solo habían salido ilesos del enfrentamiento, sino que también estaban en el secreto de quién se ocultaba tras el almete pico de gorrión. Vega entró apoyándose en Caldera. Y por el coro de chillidos, preguntas e insultos que estalló de inmediato ahí dentro, se dijo Abarca que por nada del mundo hubiera querido estar en la piel del veterano.
Razón no le faltaba. De hecho, oyó cómo rugía el veterano.
—¡Basta! ¡Basta! ¡Se van a enterar en todo el real!
Las dos criadas, sin hacerle el menor caso, sin dejar de lamentarse y recriminarle, tomaron a su ama por los brazos y se la llevaron a la yacija abierta.
Mientras ellas liberaban al enlutado del almete, Caldera se quitó los guanteletes y, tras arrojarlos sobre la tapa de un arcón, se echó atrás la capellina de cota de malla.
Juana tiró a un lado el almete, sin miramientos, de forma que rodó por el suelo de estera, resonando como un caldero viejo. Libraron a María de la cofia de cuero, le soltaron los cabellos.
—¡Qué locura! ¡Maldito idiota! ¡Esto tenía que ocurrir!
Caldera se llevó las manos a las sienes, como hombre enloquecido por la algarabía.
—¡Pero basta! ¡Parecéis gallinas! ¡Me vais a volver loco!
Ellas, sin dejar de denostar, comenzaron a desnudarla. María Henríquez, pálida y con los labios apretados, dejó que le quitasen guanteletes, botas, coderas. Juana se encaró con Caldera.
—¡Ya sabía yo que esto iba a acabar mal!
—Calla y atiéndela.
—¡Calla tú, viejo idiota! —Agitó una bota bajo sus narices.
Paloma, también barbotando enojos, se aplicaba ahora a examinar a su ama. Le palpaba el cuerpo por encima de la cuera de armar. Entendió Caldera que si no había soltado esa prenda era por temor a que tuviese alguna herida de arma. Se pasó la mano por la barba rojiza y cana.
—No tiene cuchilladas. Pero se cayó del caballo.
—¿Algún hueso quebrado? —rezongó la otra, sin mirarle siquiera.
—No, no —respondió por primera vez María entre dientes, como el que contiene el dolor.
Paloma entonces comenzó a soltar la cuera de armar.
—Fuera de aquí, Caldera maldito.
El veterano salió de buena gana, con los guanteletes en la mano. Porque si las palabras y los gestos matasen, él ya habría muerto ahí dentro como pasado por un centenar de flechas. Refunfuñaba al cruzar la entrada. ¡Como si encima tuviese él la culpa del empeño de su ahijada!
Rayaba a oriente. Se acercaba ya el día. Soplaba un viento gélido, muy propio de la última noche. Agitaba en la oscuridad los pendones y hacía resonar las lonas y los cueros de las tiendas.
Martín Abarca se encaró con él al tiempo que se frotaba las manos.
—Una noche larga, ¿eh?
—Y tú que lo digas, amigo.
—¿Sanará? —se interesó Juan de Beaumont.
—Claro que sanará, joven. No tiene nada roto y se repondrá rápido. Ha sido sobre todo el susto.
Se echó el aliento en las manos ahuecadas.
—Pues sí que hace frío, ¡rediós! Juan, procura estar a mano. Tal vez tengas que volver a vestirte de Jufre Vega.
—Como tú mandes.
—Será mejor que te quedes en la almofalla. Mira, vete a mi tienda y duerme un rato. —Se giró a Abarca—: Vete a acostar tú también.
—¿No quieres que me quede de guardia?
—No creo que sea necesario.
Echó una mirada de fastidio a su espalda.
—Después de todo, ahí dentro están esas dos locas. Pobre del que se atreva a entrar sin permiso.