Ozmín

OZMÍN

Abu Said Utman ben Abi il-Ula, conocido en las crónicas cristianas como Ozmín, fue uno de los grandes generales de Granada en el declive de este reino. Comandante de las fuerzas de norteafricanos que luchaban al servicio de Granada, guerreó durante décadas contra los cristianos y también participó en las luchas dinásticas del reino nazarí. Su mayor victoria fue la conocida por los cristianos como el desastre de la Vega, en el que perecieron los infantes don Pedro y don Juan, así como los dos hermanos de María Henríquez, entre otros muchos hombres de armas castellanos. Fue en realidad el propio Ozmín quien, en atención al elevado rango de los dos prohombres muertos, presidió la guardia de honor que veló los cadáveres en la Alhambra.

Ya viejo y enfermo, acudió con toda la caballería disponible en auxilio de Teba; no le fue posible forzar el levantamiento del asedio y, vencido en batalla y habiendo perdido los bagajes por el saqueo de su real en Turón, hubo de retirarse y abandonar a la fortaleza y a su comarca a su suerte. Murió pocas semanas después.

Solo Aznar Téllez llegó a Ozmín. Sus hombres tuvieron que quedarse a distancia. Los dejó atrás sin temor a que tuvieran un altercado con los zenetes. No en vano eran todos veteranos de los tiempos de Tremecén, hechos a los moros y a sus costumbres, y conocedores de sus idiomas. De hecho, mientras aguardaba sobre su caballo a que el general le atendiese, les oyó a sus espaldas hablar y cambiar chascarrillos en bereber.

Tieso sobre la silla bajo el castigo del sol de la tarde, se permitió un relajo luego de ese viaje de pocas leguas que se le había hecho interminable. Entrecerró los párpados. Lo envolvían los relinchos, los tintineos de metales, y el aire estaba lleno de olor a caballo. Pasó un pájaro con las alas extendidas y, sin nada mejor que hacer, siguió con los ojos su vuelo hacia el sur.

Cuando por fin le llevaron hasta Ozmín, lo encontró muy desmejorado. Ya en sus reuniones nocturnas no tenía buen aspecto. Pero ahora, a pleno sol, parecía un cadáver ambulante. Un casi moribundo que vistiese como un caudillo de guerreros y cabalgase corcel soberbio de arreos lujosos.

El castellano pudo ocultar a duras penas su pasmo. Era como si muchos años hubieran caído de golpe sobre el maestro de los voluntarios de la fe. Tal vez así había sido, por culpa del fracaso en Teba. Parecía que la pérdida de la ciudadela había apagado esa hoguera del alma que a veces mantiene a algunos hombres con vida.

Luego se le ocurrió que quizás siempre había estado así, envejecido y enfermo. Que la diferencia estaba en que ahora lo veía a la luz de la tarde, a caballo y entre hombres fuertes de armas, y no a la luz mentirosa del fuego, que tanto distorsiona y esconde.

Fuera como fuese, lo que no había abandonado a Ozmín era esa forma de hablar suya, entre sentenciosa y sarcástica. A sus espaldas tenía la sierra. De ahí bajaba un viento que a la noche sería frío. Viento que agitaba los mantos de los voluntarios de la fe, así como los preciados pendones verdes que el propio sultán otorgó a Ozmín en su día, por su fe y por sus hazañas.

—¡Aznar Téllez! —Pronunció su nombre como si estuviera en los patios de su casa y él fuese un visitante llegado por sorpresa—. Bienvenido. Hoy no puedo ofrecerte ese café que siempre me desdeñas.

—Así no tendré que rehusarlo, saydy.

—Tampoco tengo ajedrez. No se puede jugar a lomos de caballo. —Sonrió de forma desvaída—. No deja de ser una buena metáfora de la situación. Porque la partida ha terminado.

Meneó la cabeza, cubierta de casco envuelta en turbante verde.

—Esta partida al menos ha concluido con la pérdida de Teba. La gran partida sigue. Esto solo ha sido una jugada en el torneo que juegan los reyes de España y África. En ese tablero yo solo soy una pieza más. Una de tantas.

Movió otra vez la cabeza.

—Esta ha sido mi última jugada, como pieza y como jugador. Después de servir y jugar durante muchos años, estoy a punto de ser apartado del tablero por la mano del jugador más grande: Dios Todopoderoso.

Como para remarcar esa sentencia, una ráfaga les alcanzó susurrando. Hizo flamear pendones y mantos. Alborotó el verde de Ozmín y, por un pestañeo, Téllez pudo ver que, bajo esa prenda holgada, el anciano iba sujeto a su silla mediante correas anchas. Amarrado para que no se cayese del caballo.

Comprendió entonces que aquellos encuentros en la oscuridad no habían sido caprichos de viejo sino artimañas. Una forma de ocultar —gracias a la oscuridad, el fuego, el estar sentado en una manta— que su estado de salud era tan malo que no podía ni tenerse en pie.

—Tú tampoco tienes ninguna utilidad como pieza para mí, ya que mi juego ha terminado.

Téllez sintió de repente frío en la columna, pero el viejo lo miró con ojos apagados.

—No me entiendas mal. Me limitaba a señalar un hecho. No tienes nada que temer. A ti te esperan otras partidas, a mí no. Esta ha sido la última y me habría gustado salir del tablero con una victoria. Aunque, al fin y al cabo, ¿qué es la muerte sino derrota? No importa que nos espere el paraíso, solemos luchar con denuedo para seguir respirando en este mundo áspero.

El fugitivo callaba, pensando para sus adentros que el viejo algo desvariaba. Este puso los ojos en la lejanía.

—Sí, Aznar Téllez. Si eres listo y te acompaña la suerte, podrás jugar más partidas, unas veces como pieza de reyes y señores, otras como jugador de las tuyas propias. A menudo, ambas simultáneas.

El castellano, que estaba sudado bajo el jubón, asintió mudo. Esa parquedad hizo volver al viejo de muy lejos.

—Te alabo el coraje, amigo. Lo has demostrado estas semanas y me has prestado grandes servicios. Otra cosa es que no hubiese suerte. Perdona las divagaciones de este viejo. Me apago, el alma se me quiere salir del cuerpo y las derrotas rara vez nos hacen más grandes.

»¿Qué os trae con mulos y bagajes? ¿Os han descubierto? Pierde cuidado. Me ocuparé de que pases el Estrecho y obtengas un buen oficio con el sultán, sin que tengas que renegar de tu fe.

Téllez inclinó la cabeza, cubierta con capellina, a modo de homenaje. Negó luego.

—No, saydy. Vengo a prestarte un nuevo servicio. Aunque es verdad que para ello he tenido que salir a escape del real y eso nos ha puesto en evidencia.

—¿Qué servicio es ese?

—Te traigo eso que tanto hemos buscado.

—¿Me traes la victoria?

Al soltar ese sarcasmo, por un momento los ojos se le encendieron con el viejo fuego. El renegado no pudo por menos que apreciar el espíritu bravo de aquel anciano a las puertas de la muerte.

—Ojalá, saydy. Pero no está en mi mano. Sin embargo…

Con un gesto que tenía algo de malabarismo, sacó de bajo su sobreveste de cruces negras un cofrecillo al extremo de una cadena rota.

Los ojos del anciano volvieron a iluminase como rescoldos de una hoguera casi extinta avivados por un golpe de aire. Alargó una mano temblorosa. Téllez arrimó su caballo al del caudillo para ponerle el relicario en la palma, sin que ningún guarda hiciese gesto de detenerlo.

El viejo observó aquella caja de plata lacada ahora en la palma de su mano.

—El corazón de un rey. Cuéntame.

Téllez hizo recular a su caballo antes de contestar.

—Hubo que sacarlo a la desesperada. Tus zenetes, los que mataron al conde escocés, huyeron de Teba al ocaso. Pretendían abrirse paso luchando hasta el Guadalteba, atravesarlo y unirse a ti. Yo estaba en contacto con ellos gracias a mensajes en saetas…

—Tengo poco tiempo. ¿Cómo ha llegado a tus manos?

—Ya te he dicho que fue una salida a la desesperada. Ninguno lo consiguió. Creen los cruzados que perecieron todos y me parece que es cierto, porque veo que no habías recibido noticias de todo esto.

»Había acordado con ellos que dejarían caer el relicario dentro de un saco, a algo más de un tiro de ballesta de Teba. Mis hombres y yo solo tuvimos que recogerlo mientras los demás batallaban.

—¿Solo? Fue una acción arriesgada.

—En sí misma no mucho. Pero tanto desde las almenas de Teba como algunas de nuestras patrullas nos vieron. Por eso hemos tenido que salir a escape, antes de que alguien llegase a la conclusión de que dos y dos son cuatro.

Ozmín asintió, relicario en mano. Una nueva ráfaga agitó vestimentas, gualdrapas, pendones. Se interesó Téllez:

—¿Qué harás con él ahora que por fin lo tienes?

El maestro de los voluntarios de la fe volvió los ojos a la sierra, como si quisiera determinar dónde nacía aquel viento. Suspiró.

—Ya nada.

Hasta los bereberes de su guardia cambiaron miradas. Téllez replicó con voz ronca:

—¿Qué dices, saydy? Pero si lo ansiabas.

—Llega tarde. Ya no me vale para nada. Esto y lo que contiene no eran para mí más que un instrumento. De haberlo tenido hace solo dos días, quizá hubiera todavía podido encender el orgullo desmedido de don Alfonso. Conseguir que hiciese alguna maniobra desacertada. Pero ya, ahora…

—Tus jinetes murieron todos, hasta el último hombre, por sacarlo. ¿Qué hay de esas vidas sacrificadas?

El viejo se encrespó, ahora echando fuego por los ojos hundidos.

—¿Y qué hay de mi honor, también sacrificado? Así es la guerra. Me muero, Aznar Téllez. ¿Crees que no hubiese preferido caer en la batalla el otro día? Morir contra el infiel. Una muerte digna del caudillo de los voluntarios de la fe. Pero tuve que conformarme. Mi último servicio a mi fe, al sultán y a Granada ha sido asumir una derrota.

»Hago lo que debo. Mis jinetes hicieron también lo que debían. Sacaron el relicario a costa de sus vidas, ignorantes de que no valía ya nada. Mala suerte. En todo caso, murieron libres y a caballo, con las armas en la mano y luchando por la fe, en vez de hacerlo esclavos en las minas.

Téllez no replicó nada, sabiendo que había sido un error ese reproche. Era consciente de la proximidad de los guardas, de los destellos del sol en sus lanzas. Enojar a hombres como Ozmín solía ser buena forma de pisar la antesala de la muerte.

—En cuanto a ti…

Dejó la frase en suspenso como si reflexionase. Téllez volvió a bañarse en sudor. ¿Y si este caudillo a las puertas de la muerte decidiera librarse de un testigo que podría manchar su memoria? Él mismo había reconocido en alguna ocasión que todo este asunto del corazón le parecía poco honorable.

—Me has servido bien, con astucia y valor.

—Gracias, saydy.

—Te prometí grandes recompensas. Es hora de que cumpla lo acordado.

De nuevo el sudor en regueros. Los jefes moros eran en ocasiones muy crípticos. Lo de «grandes recompensas» podía en ese contexto significar casi cualquier cosa, incluida la liberación de las miserias de esta vida.

Pero los temores de Téllez eran vanos. Ozmín tendió la diestra. Entre sus dedos, al extremo de la cadena, el relicario bailoteaba.

—¿Qué significa esto, saydy?

—Ya te he dicho que a mí ya no me sirve. No lo quiero. No deseo profanar las reliquias de un rey lejano y muerto. ¡Cógelo!

Téllez arrimó otra vez su caballo al del general, para que este dejase caer la pieza en su mano enguantada.

—A ti te servirá de mucho si sabes usar la cabeza. Es un gran tesoro. Piensa.

Ahora fue el cristiano quien contempló con ojos achicados la cajita lacada en su palma. El viejo apostilló con voz cascada.

—Un gran tesoro, Aznar Téllez. Un gran tesoro. Pero recuerda que, como bien avisan los cuentos, todo gran tesoro lleva aparejada una maldición.

El otro alzó la mirada.

—¿A qué te refieres?

—En tu mano tienes el corazón de un rey. Gracias a él podrás colmar uno de los dos grandes deseos que albergas en tu propio corazón. Pero solo uno y a costa de renunciar para siempre al otro.

Gracias a ese relicario puedes rebrotar a tu linaje en Castilla. Solo tienes que regresar y entregárselo a don Alfonso. Seguro que un zorro como tú podrá dar una explicación aceptable sobre su partida y regreso. Y don Alfonso te colmará de honores y mercedes.

»O puedes usarlo para vengarte. Venganza, hombre sin linaje. Esa que tanto has deseado. La que te envenena desde hace tantos años. Si escamoteas a don Alfonso el corazón, quedará cubierto de oprobio. La vergüenza manchará a tus enemigos y tú estarás vengado.

»Medítalo. Decide. ¿Qué deseas más? ¿Un lugar en Castilla o la venganza?

Hizo un gesto fatigado.

—Ahora vete, amigo. Los dos hemos cumplido y aquí acaba todo. No nos veremos más. Toma tu decisión y que Dios te dé sabiduría.