Los voluntarios de la fe
LOS VOLUNTARIOS DE LA FE
El reino nazarí de Granada, enfrentado a reinos que ya eran mucho más extensos y poblados (y eso incluía no solo a los cristianos de España, sino a veces también a estados musulmanes de África, pues las alianzas eran inestables) se veía obligado a movilizar ejércitos enormes para las dimensiones de su territorio. Una fuerza de choque, muy numerosa, hecha de zenetes, eran los llamados voluntarios de la fe. Estos hombres, réplica de los cruzados cristianos, a caballo entre el mercenario y el fanático religioso, fueron un contingente muy importante del ejército granadino, aunque su lealtad podía estar más de parte del sultán benimerín que del rey granadino. De hecho, participaron en ocasiones en luchas de poder internas. Estaban comandados por el caudillo de los voluntarios de la fe o, en su idioma, saydy al guza.
Lo que Aznar Téllez vio en el lugar convenido fue a un anciano sentado en mitad de la noche. La cita era al sur del Guadalteba, cerca del río pero a resguardo de posibles miradas gracias a una chopera y a los relieves del terreno. Un viejo, sí. Cruzado de piernas sobre una manta y al amor de una lumbre, con un ajedrez delante y un tazón a mano. Abu Said Utman ben Abi il-Ula, general benimerín al que los cristianos llamaban Ozmín.
Téllez entró en la luz a pie, con el caballo de las riendas. Ya el sonido de cascos debía de haber avisado al anciano. Sobre todo porque esa noche el viento estaba en calma. Pero el viejo no levantó la cabeza ni dio muestras de haber oído nada. Envuelto en manto blanco, tocado con turbante verde, bebía con parsimonia qahwa[4], esa infusión negra a la que tanto se había aficionado en los últimos tiempos. Tenía los ojos puestos en una partida de ajedrez ya empezada.
Se llevó el tazón a los labios. Movió un peón.
—Ven. Ven al fuego, que la noche está fría. Te puedo ofrecer qahwa caliente.
Había hablado en dialecto zenete. Su visitante ató su montura a un matorral, antes de arrimarse a la fogata. Se retiró la capellina de malla y echó una ojeada a su alrededor. Todo estaba quieto y ni una hoja se movía. Pero seguro que por ahí próximos, a solo unos pasos, estaban los guardas de Ozmín, bien atentos al menor de sus gestos.
—Se agradece el calor del fuego en una noche así. En cuanto al qahwa, prefiero abstenerme, gracias.
—Nunca me lo aceptas. No tendrás miedo de que eche en él un bebedizo y ate así tu voluntad a la mía, ¿verdad?
—No, saydy. Mi voluntad está atada a ti por lo que me has pagado y por lo que sabes sobre mí. Es solo que no me gusta el sabor del qahwa.
—Sabor, sabor… no es cuestión de paladar, hombre. A mí me gusta tanto como el manjar más fino. Pero hay algo más que eso. El qahwa me da vida. Me ayuda a estar tan activo como cuando tenía muchos menos años.
—Entonces, cuando llegue a tu edad me lo plantearé. Entretanto prefiero rehusar, si no te parece descortesía.
—Toma asiento.
Téllez se desciñó despacio el cinto de armas. Había una manta dispuesta en ángulo recto con la del anciano, a su mano izquierda. Se sentó con las piernas cruzadas y aguardó. Crepitaba la hoguera y cantaban los grillos en la oscuridad. El viejo contemplaba la partida.
Había algo irreal en toda esa situación. El veterano general a solas en plena noche, muy cerca de la margen sur del Guadalteba. ¿A qué esa extravagancia? Ozmín era ya muy anciano. Tal vez esta fuese tan solo una de esas manías propias de su edad. O tal vez no. Ese hombre llevaba la guerra y la intriga en la sangre. Se había dedicado en cuerpo y alma a ellas desde hacía décadas, y era un maestro a la hora de manejar todos los recursos. Y eso incluía a las situaciones. Ya tenía en cuenta eso el cristiano, que no estaba dispuesto a dejarse impresionar por toda esa escena nocturna.
A su vez, el bereber conocía de sobra a ese castellano de ojos verdes y rencores acumulados. Había prestado buenos servicios cuando era mercenario del rey de Tremecén, espiando para los benimerines. Una jugada que ahora se repetía en el cerco de Teba, con resultados igual de sustanciosos.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —preguntó sin alzar la cabeza.
Téllez contuvo el gesto de llevar la mano a la herida que le surcaba el rostro, medio oculta por la barba.
—Una disputa.
—¿No había prohibido don Alfonso toda pendencia entre cruzados?
—Esto fue un altercado de borrachos que acabó con un poco de juego de hierros.
—Ay, el vino… —Abarcó con la mano el tablero—. Mueve.
Téllez observó adusto la disposición de las piezas.
—¿Esta es tu idea de una partida justa? Está ya empezada y has tenido tiempo de estudiar todos los posibles movimientos.
—He hecho más que eso. He estado jugando contra mí mismo, poniéndome en el lugar de ambos jugadores. Cuando guerreas, es útil meterse en la piel del enemigo y preguntarte qué harías de estar en su lugar. Eso ayuda a prever no solo sus acciones, sino también las posibles consecuencias de las tuyas propias.
—Razón de más. No será una partida justa.
—Tampoco he dicho que lo fuese. En eso consiste la guerra. En lograr que la guerra sea como una partida desigual… desigual a tu propio favor, claro. Mueve.
Aznar Téllez desplazó una torre negra sin rechistar. Ozmín movió otro peón blanco, antes de despegar los labios.
—Ya que hablamos de guerra… ¿qué noticias me traes?
—Los de Teba hicieron una salida nocturna contra la bastida que estábamos armando en la cara norte. Fue todo un éxito.
—Eso ya lo sé, hombre. Las llamas se veían a leguas de distancia. Cuéntame algo que yo no sepa.
—La torre ha quedado inservible. Es un montón de maderos carbonizados. Tendrían que empezar de nuevo y los de dentro mataron a no pocos artesanos. Así que a la premura en tiempo se le uniría la escasez de carpinteros. Supongo que descartarán el levantar otra nueva.
—Esas sí que son buenas noticias.
—También te agradará saber que en la escaramuza murió Lope Núñez de Montenegro.
—¿Ese no era la mano derecha de Castro, el conde gallego?
—El mismo. Su mayordomo. Era él quien dirigía las labores de asedio en la práctica. Su señor le había encomendado la protección de la bastida en construcción.
—Defendiéndola murió. Que Dios le premie.
Bebió otro sorbo de brebaje negro.
—¿Y cuáles son las malas noticias?
Ahora fue Téllez el que movió una de sus piezas, antes de preguntar con cautela.
—¿Por qué supones que las hay?
—Si te lo explicase, sabrías tanto como yo. Pero el caso es que hay también malas noticias, ¿no es cierto? Pues dámelas.
—En la salida nocturna cayó uno de tus adalides. El que dirigió a los jinetes que mataron al conde escocés.
—¿Aslam al Ghabra? ¿Muerto?
—Encabezó la salida. Consiguió con creces sus objetivos, pero él lo pagó con la vida.
—Que Dios le premie también. Era un hombre valiente aunque temerario. Y los temerarios no suelen llegar a viejos. En todo caso, su muerte no fue en vano.
Téllez movió un peón negro.
—No, saydy. Y tengo otras nuevas que te agradarán más. Los ánimos están muy bajos en el campo cruzado. La resistencia de Teba, el acoso de tus jinetes, la muerte del conde escocés, la pérdida del relicario… todo eso ha hecho mella. Y ahora se le ha sumado la quema de la torre de asalto, lo que supone la frustración de los planes que tenía don Alfonso.
—Todo eso está muy bien. ¿Pero tantas pequeñas victorias sumadas han tenido alguna consecuencia real?
—Juzga tú mismo. Don Alfonso tuvo hoy una entrevista con el maestre de la Orden de Cristo. Una plática a cara de perro. Los de Cristo desean retirarse y el rey ha llegado a ofrecerles oro para que no lo hagan.
—¿Qué ocurre? ¿Han surgido disensiones entre castellanos y portugueses?
—No es eso. Pero la Orden de Cristo había apalabrado su presencia en la cruzada por un mes. Ese periodo es el que les pagó de sus propias arcas don Dionis de Portugal. El mes ha pasado y los de Cristo no están por la labor de seguir en el asedio.
»Creo que no ven claro que toda esta campaña llegue a buen término. No se trata de los gastos, porque ya te digo que el rey don Alfonso les ha ofrecido oro y el maestre ha rehusado. No están a gusto en esta campaña.
»Son quinientas lanzas, saydy. Quinientas, y no lanzas cualquieras. Caballeros y pardos. Veteranos bien armados y aguerridos. Muchos de ellos antiguos templarios.
—Esa sí que es una buena nueva. —Se pasó la mano por las barbas—. ¿Cuál es la mala que lleva aparejada?
Téllez rompió a reír en esta ocasión.
—¡Cómo eres, saydy! Bueno, los ánimos de los cruzados estarán por los suelos, pero eso no va con don Alfonso. Cuantos más reveses sufre, más se encona. Está hecho un caldero de ira. Ya que no hay tiempo para construir más ingenios, ha ordenado a los que tenemos que aumenten la cadencia de tiro, y a los de a pie que estrechen el cerco…
—Ya, ya. No me extraña. Es hombre tiene alma de pedernal. Si lo acaricias, te raspas los dedos. Y si lo golpeas, solo consigues sacar chispas.
Desplazó un alfil.
—¿Qué hay del relicario?
—Sigue dentro. Ya te he dicho que han estrechado el cerco. Si los de dentro tratan de sacarlo, se arriesgan a que los cruzados los capturen y lo recuperen.
—Ese relicario tiene que salir de Teba, no importa el riesgo.
Se abstrajo en el tablero. Jugaron varios movimientos en el silencio de la noche. Habló por último Téllez, usando ahora el título en árabe del anciano general:
—Saydy al guza, ¿por qué es tan importante para ti ese relicario?
—El relicario en sí mismo no me importa nada.
—¿Entonces?
—En la guerra ocurre lo mismo que en el ajedrez. Cuando mueves una pieza provocas una cadena de acontecimientos cuyas consecuencias solo se hacen evidentes varias jugadas más tarde.
»Matar al conde escocés y quitarle el relicario fueron buenas jugadas. No solo fue un golpe a la moral de los cruzados, sino que nos sirvió también de cebo para don Alfonso.
»Sí, amigo. Don Alfonso es un batallador, un conquistador dispuesto a vencer al precio que sea. Y eso se puede usar contra él. Su orgullo le escuece porque ha perdido el relicario. En su ira ya se ha vuelto contra servidores leales. Hay que conseguir que ese orgullo suyo le lleve a cometer más imprudencias. Por ejemplo, atacar en masa con sus tropas contra Teba.
Se acarició nuevamente la barba.
—El problema está en que mi plan solo se cumplió a medias. La caballería cruzada reaccionó con mayor rapidez de lo que yo había supuesto. Aslam tuvo que refugiarse en Teba. Y eso nos ha dejado a todos en una situación muy difícil.
»El relicario está en Teba. La tormentaria de don Alfonso machaca día y noche los muros. Mi jugada puede volverse contra mí, porque la presencia del relicario es un acicate para atacar con denuedo. ¿No lo ves? Es preciso que lo saquemos de ahí dentro. Así se aliviará la presión.
—Saydy, ¿es ese el único motivo por el que deseas el corazón?
—¿Cuál si no?
—Corren rumores por el real castellano. Se dice…
—Habla claro.
—Se dice que tienes a magos del desierto a tu servicio. Que harán magia con el corazón, porque fue el de un rey victorioso. Magia que te conseguirá la victoria.
—Magia, magia… Yo creo en Dios y confío en mi espada. Ese corazón de un rey muerto me servirá para encadenar al de otro vivo gracias al orgullo del segundo, no mediante ninguna hechicería.
Desplazó una torre. Sin darse cuenta, Aznar Téllez se paseó la yema de los dedos por la herida de la mejilla. Estudió unos instantes el tablero y resopló.
—Tú ganas, como casi siempre. Tengo que regresar a la orilla norte.
Asintió el bereber sin levantar la cabeza.
—Sí. Márchate. Tengo que pensar, replantear mi estrategia a partir de lo que me has contado.
—¿Mandas algo antes de que me vaya?
—Ya te haré llegar mis instrucciones. Pero entretanto quiero que hagas correr chismes por el real castellano. Hay que sembrar la duda, los recelos, la confusión.
—Eso dalo por hecho. Sé cómo hacerlo.
—Sé prudente. Muy prudente. Los rumores son armas poderosas. Un solo infundio en campamento enemigo puede ser más destructivo que un incendio.
—Pero los rumores son asimismo armas difíciles de manejar sin cortarse los dedos. Y no quiero recibir la noticia de que tus pedazos descuartizados cuelgan a la entrada del real. Te quiero vivo. Eres una pieza clave en mis planes.