Tornafuye

TORNAFUYE

El tornafuye era una táctica militar usada desde muy antiguo en la Península Ibérica. Consistía en fingir una huida a la desbandada para atraer al enemigo a la persecución, de forma que deshiciese su formación de combate o abandonase sus posiciones. Una vez conseguido esto, los presuntos fugitivos se revolvían contra los enemigos desordenados para aniquilarlos o, rebasándoles, ocupar sus posiciones abandonadas.

Tan pagados de su honor como temerosos de la ira del rey, los navarros de la hueste de Guillermo Ximénez fueron los primeros en acudir en auxilio de los cruzados escoceses. No pudieron llegar hasta ellos. Les cerró el paso una cuadrilla de benimerines que llegaban al galope a reforzar a sus correligionarios. Fue así como en aquel día de polvo, hierro y sed fueron a chocar los navarros y los bereberes, a rienda suelta y con lanzas tendidas.

Para el joven Juan de Beaumont, aquel fue el primer combate digno de tal nombre que libró en su vida. Tuvo la suerte de que en aquella jornada Martín Abarca estuviese cerca y atento a él en la medida de lo posible. Pues Abarca no solo era su primo, sino que también le sacaba unos años y estaba ya curtido en guerra y cabalgadas.

Y fue doble suerte, porque lo que en principio parecía una escaramuza más, otra de tantas entre el real castellano y el río Guadalteba, degeneró con rapidez en batalla campal. Se convirtió en un gran combate al sumarse cuadrillas montadas de ambos bandos. Luchaban a la jineta, al galope. Unos arrojaban dardos al paso. Otros se tiraban lanzadas, estocadas y escudazos al cruzarse. Muchos murieron en aquel día de lanzas cerca del río.

La percepción del mundo había cambiado de forma drástica para Juan de Beaumont. Momentos antes se abría a sus ojos anchuroso. Cerros, arboledas, jinetes que trotaban a lo lejos. Ahora, al cargar contra los bereberes, ese mismo mundo se había constreñido a polvaredas, agitar de hierros, griterío, relinchos, atronar de cascos, clangor de armas.

—¡A ellos! ¡Vuelta! ¡A ellos!

Así bramaba Guillermo Ximénez, lanza en mano. Beaumont pudo ver a través de los velos de polvo cómo su primo Abarca volvía grupas, martillo de armas en puño. Otro tanto hizo él, con su lanza todavía sin quebrar. Y también los demás, hasta treinta, todos juntos para buscar el enfrentamiento de nuevo.

Un enjambre de bereberes acudía en contracarga. En desorden y aullando, con los mantos coloridos al viento. Esos guerreros africanos eran una muralla móvil entre ellos y los escoceses. Les impedían prestarles la ayuda que con tanta urgencia necesitaban.

Al revolverse sobre la silla, Beaumont observó que llegaban refuerzos desde el campo castellano. Pero también lo hacían más benimerines. La lucha iba en aumento, el estrépito de las armas y de las cabalgadas crecía. Y los del bando cruzado no lograban avanzar un palmo. ¿De dónde habían salido tantos infieles? Se le ocurrió que hoy debía de haber más partidas incursoras al norte del río que de ordinario.

Pero no era tiempo de reflexiones. Los navarros cargaban entre gritos de guerra. Beaumont lo hizo inclinado sobre el cuello de su montura; tanto que las crines al viento le acariciaban el rostro. Llevaba la lanza tendida, en busca de algún enemigo. Los benimerines se acercaban con una rapidez que parecía sobrenatural, apuntando lanzas y blandiendo espadas centelleantes. Al mirar más allá de ellos, a través del polvo, Beaumont tuvo la impresión de que muchos escoceses habían sido derribados.

Aquellos extranjeros estaban rodeados por fuerzas muy superiores. Caballeros del lejano norte, ellos y sus corceles iban armados a la pesada. Bueno para cargas masivas en abierto. Pero eran lentos y, si se detenían, estaban perdidos. Justo lo que había sucedido. Estaban bloqueados y los benimerines cabalgaban a su alrededor como avispas furiosas.

Chocaron de nuevo navarros y moros, pero no de frente como la caballería pesada. Un benimerín pasó a gran velocidad a la izquierda de Beaumont. Vociferaba en su lengua y el manto azafranado le aleteaba. Le lanzó un tajo al pasar y el navarro a su vez le sacudió con el filo del escudo.

Ambos se hurtaron al golpe del contrario. Y cada cual siguió su galopada en busca de nuevos enemigos.

Así se combatía a la jineta y en esas tácticas le había entrenado Abarca. A cabalgar sin pausa, a cambiar una y otra vez de dirección, a no arriesgar más de la cuenta, a tratar de herir sin ser herido.

Y sí. Había muchos escoceses ya a los pies de los caballos. Su mismo caudillo, el duque Jaime Dugel, estaba en aprietos. Él podría haberse librado de la añagaza de los moros, porque se percató a tiempo. Pero no quiso dejar en la trampa a sus hombres. No quiso y ahora él mismo estaba atrapado.

En el instante crucial, solo un rato antes, el duque sí que mantuvo los ojos abiertos y la cabeza fría. Los navarros vieron de lejos cómo él y los más próximos refrenaban sus monturas al ver que los bereberes en desbandada se revolvían.

También pudieron más tarde dar fe de que parte de los escoceses, cegados por el polvo o la persecución, prosiguieron sin darse cuenta de que los benimerines giraban por ambos flancos para envolverlos. De que aquel noble de Escocia se lanzó en su ayuda. Y de que los que con él estaban le secundaron.

Y así fue cómo, unos por otros, acabaron todos en la encerrona.

Ya muchos escoceses, auxiliadores y auxiliados, yacían por tierra. Y su caudillo enarbolaba su martillo de armas contra la nube de enemigos que le acosaban a estocadas.

Juan de Beaumont perdió de vista esa escena en su galopada errática. Acudió en ayuda de un compañero en apuros. Su sobreveste blancuzca ondeaba. El sudor le corría bajo el casco y la cota de malla. Las idas y venidas a caballo le daban una visión vertiginosa del mundo, a fragmentos y en ráfagas. Ahora una imagen fugaz de la fortaleza de Teba, allá en lo alto. Luego retazos del combate al galope entre bereberes y cruzados.

La carrera lo alejó del meollo de la lucha. Pegó una lanzada a un bereber que volvía. El otro interpuso la adarga. La vara saltó en pedazos, con tanta violencia que las astillas a punto estuvieron de lacerarle el rostro al navarro.

Mientras arrojaba el trozo que le había quedado en la mano para empuñar su martillo de armas, observó cómo allá a lo lejos venían más jinetes amigos. Ingleses. Inconfundibles sobre caballos enormes, con cruces rojas en escudos y sobrevestes. Caballería pesada que debía de estar de retén y que acudía, paradojas de la vida, en socorro de ese escocés que tanto daño les hizo en las guerras entre Inglaterra y Escocia.

Pero llegaban tarde. Juan de Beaumont hizo girar una vez más a su caballo. A su alrededor los demás navarros hacían lo mismo, entre gritos de guerra y voces de aviso. Delante tenían a casi un pequeño ejército de jinetes bereberes, fieros, desordenados, como surgidos por arte de magia de las piedras. ¿Cómo era posible? ¿Tantos había aquel día merodeando al norte del Guadalteba?

Otra carga. A la zaga de Martín Abarca. A lo más reñido de la lucha. Entre la confusión de jinetes a rienda suelta, de armas agitadas y de nubes de polvo, logró entrever una vez más al duque escocés. Solo ya, luchando contra muchos. Su suerte estaba echada. Los castellanos no habían logrado romper el cerco y los ingleses llegaban tarde.

Beaumont, azuzando a su caballo, repartiendo golpes de martillo y reveses de escudo, esforzándose en vano por llegar a los contados escoceses que seguían sobre sus sillas, presenció a poca distancia el final. El polvo que flotaba, así como ese cabalgar enloquecido, tratando de matar y no ser muerto, dieron a esas imágenes una pátina propia de los sueños, de casi irreales.

Pudo ver cómo el duque Dugel —a pocos cuerpos de caballo pero inalcanzable— soltaba su martillo de armas. Con este oscilando de la muñeca por una correa, se arrancó de un tirón el relicario que llevaba al cuello. Ese famoso de plata lacada, del que no se desprendía ni para dormir.

Lo vio girarse en la silla para arrojarlo por encima de las cabezas de los enemigos que le separaban de los refuerzos castellanos. En aquel instante de armas blandidas, gritos y confusión, el navarro supuso que el duque, sabiéndose perdido, hacía un esfuerzo para salvar al menos ese relicario que había traído en custodia desde su tierra natal.

Pero era mucha la distancia y el escocés estaba herido. Le fallaron el cálculo o las fuerzas. El cofrecillo voló en arco para caer entre los jinetes benimerines. Pero, antes de que tocase el suelo, el duque enarbolaba ya otra vez su martillo. Cargó en solitario. Tan cerca estaba Juan de Beaumont que, por encima del tronar de cascos, hierros, gritos y relinchos, oyó cómo gritaba algo con gran vozarrón. Pero lo hizo en su idioma y el navarro no pudo entender qué dijo.

No llegó al relicario. La nube de jinetes moros se cerró sobre él con algarabía y revuelo de espadas. Juan de Beaumont tuvo que desviar su cabalgada una vez más, a la par que lanzaba un martillazo contra un bereber que trataba de herirle con su espada. Y ya no vio más.

Porque en esa ocasión los navarros no tomaron distancia para un nuevo ataque. Se apartaron en ángulo, conscientes de que los ingleses estaban ya cerca e iban ganando velocidad para una carga masiva.

Ahí asomaban ya por entre las polvaredas, haciendo retemblar la tierra. Desplegados, lanzas en ristre, con pendones de cruces rojas ondeando. Los bereberes de armaduras ligeras nada podían hacer contra esa caballería pesada, aparte de rehuir un choque que sería para ellos catastrófico.

Los moros se replegaban, cedían. Pero se llevaban con ellos los cadáveres, los propios y los de los vencidos. Tenían lo que querían. Habían ganado el día. Y los del bando cristiano, aunque dueños del campo de batalla, habían perdido a los cruzados escoceses. Y con ellos aquel relicario que estos con tanta devoción custodiaban.