Almete
ALMETE
Yelmo desarrollado a lo largo de los siglos XIV y XV. Supuso un gran avance porque no solo cubría por completo la cabeza, sino que además, al proteger cuello y hombros, hacía descansar el peso del hierro sobre estos últimos y no de forma directa sobre el cráneo. Un tipo muy popular y antiguo era el de visera en pico de gorrión por su forma de morro puntiagudo que ocultaba y protegía del todo la cara.
Nadie podía negar los gastos hechos ni los esfuerzos realizados. Habían desbrozado y desempedrado unos terrenos próximos al real, cerca del camino. Habían levantado allí tablados, cadahalsos y toldos. Habían marcado pistas con gallardetes de colores vivos al extremo de colores vivos. Y ahora, mientras los ingenios seguían castigando las murallas de Teba, caballeros acorazados cruzaban lanzas al galope, con resonar de cascos y de hierros.
El escocés Blaylock, al sol junto a los toldos, asistía al torneo. Una vez más, no podía por menos que asombrarse de hasta qué punto los españoles —fueran del reino que fuesen— eran amigos de gastar su hacienda en atavíos y apariencias.
Galopaban caballeros de sobrevestes negras sobre corceles de gualdrapas también negras, tal como era preceptivo en los torneos funerarios. Negros eran los pendones que ondeaban en la brisa cálida. Los yelmos habían sido desprovistos de adornos y los escudos se portaban invertidos, todo según las estrictas normas.
Contendían los de a caballo entre nubes de polvo y estruendo. Y bajo los toldos se sentaban el rey de Castilla, los ricoshombres, los nobles españoles y extranjeros, los rangos altos de las órdenes militares. También los jefes de los escoceses. O más bien sobre todo ellos, pues las justas eran a mayor gloria de sus compatriotas muertos. Muertos de cuerpo presente, ahí a un lado, en andas de cobertores negros.
A John Glendoning, Blaylock, le cupo el honor de guardar esas andas. Por eso ahí estaba el joven, aguantando la solana, sin casco ni cota de malla pero con escudo y martillo de armas. Caía el sol a plomo. El sudor le resbalaba en regueros bajo el jubón. El polvo áspero se le agarraba a la garganta y él iba de un lado a otro para aliviarse del bochorno.
Esos paseos le permitían ver en ángulo a los notables sentados a la sombra. Todos vestidos para la ocasión. Los maestres con sus hábitos, los nobles con tabardos, unos blasonados y otros con las cruces negras de la cruzada. Don Alfonso se ataviaba no a la morisca, como solía hacer en privado, sino con tabardo acuartelado, con dos castillos y dos leones bordados. Y otra vez ceñía corona, cosa que solo hacía en ocasiones señaladas.
Nuevos caballeros cargaban entre revuelos de telas negras. Chocaban lanzas contra escudos invertidos. Saltaban en pedazos las astas entre las aclamaciones de los que se agolpaban contra las vallas. Ondeaban los estandartes negros. Retumbaban apagados los tambores, con redoble lento.
Por la zaga del pabellón salieron Kenneth de la More y Alan Cathcart. El primero alzó un dedo para indicar a Blaylock que nada de formalismos.
—Salimos a estirar un rato las piernas. Tanto tiempo ahí sentados, manteniendo la compostura, le dejan a uno entumecido.
Echó una mirada de soslayo a las andas.
—Espero que el amigo James esté disfrutando del torneo. Al fin y al cabo, es en su honor.
Blaylock, acostumbrado al humor extraño del noble, se limitó a ladear la cabeza.
—Creo que le habría gustado más poder participar.
—Seguro.
De la More se volvió para observar cómo otros dos caballeros cargaban desde los extremos, lanzas en ristre.
—Me pregunto qué pretende don Alfonso con tanto despliegue y tanto fasto.
Los contendientes chocaron con estrépito. Uno salió despedido de la silla y aterrizó de espaldas, con sonido tremendo de golpazo. Acudieron algunos sirvientes a recogerlo. Alan Cathcart torció el gesto.
—¡Vaya caída! Pobre hombre.
De la More le echó una mirada ausente mientras lo sacaban entre muchos, porque con la armadura debía de pesar lo suyo.
—Creo que de momento no ha muerto nadie. Aunque hay bastantes heridos y algunos de consideración.
—Buenas lanzas que se podían haber aprovechado mejor en la batalla. —Cathcart se giró hacia Blaylock—: ¿Tú qué dices? ¿Por qué organiza todo esto el rey de Castilla?
—No soy quién para opinar. Pero supongo que don Alfonso quiere honrar la memoria de fir James. Y también de paso, supongo, bruñir su honor.
De la More le palmeó en el hombro.
—Buena apreciación.
—Procuro tener los oídos abiertos, fir, tal como me mandaste. Y eso es lo que he escuchado junto a los fuegos.
—Es muy posible. Pero creo que debemos tener en cuenta a más elementos. No dudo de que don Alfonso esté escocido en su honor. Es joven y acostumbrado a que se haga su voluntad. Pero también tiene consejeros astutos. Perros viejos. Me da que esto es cosa de ellos. Con ello tratan de ganar tiempo.
—¿Tiempo, fir?
—Tiempo, joven. Tiempo para conseguir que caiga esta maldita fortaleza de Teba y poder recuperar el relicario. O yo no conozco a los hombres o este rey sacrificaría a todo su ejército con tal de poner a salvo su reputación. Todo esto es una forma de alargar nuestra estancia e impedir que nos marchemos con los cuerpos y sin el relicario.
Se rascó la mejilla.
—Eso suponiendo que de verdad no haga doble juego. Que pretenda recuperar el relicario, pero no para nosotros, sino para su pariente lejano Edward…
Se quedó mirando más allá de la pista del torneo con los párpados entornados y la boca fruncida.
—Joven, ¿sabrías decirme quién es ese de a caballo?
Blaylock volvió la cabeza. Al otro lado de la pista, por detrás de los espectadores, pasaban dos jinetes. El de delante era uno de sobreveste negra, a lomos de un alazán de gualdrapas negras. Portaba lanza y se cubría con un almete de pico de gorrión, adornado con penacho de plumas negras.
Al primer vistazo, por ese color, supuso que sería uno que acudía al torneo. Pero no. Justo las plumas lo desdecían, porque en los torneos funerarios era preceptivo despojar a los yelmos de penachos o cimeras. Y del borrén de su silla colgaba un escudo triangular de fondo leonado, cruzado por barra[3] negra. Un escudo enlutado.
Observó con ojos achicados para protegerlos del sol. Ese jinete enlutado y el que con él iba cabalgaban despacio, indiferentes a lo que pudiera estar ocurriendo en el torneo. Al revés que los espectadores, que ni se habían dado cuenta del paso a sus espaldas de esos dos, absortos como estaban en los choques.
Y el que cabalgaba junto al enlutado era nada menos que Gome Caldera, el hombre de confianza del maestro Gamboa. Caldera, del que decían que había abandonado el real al día siguiente del altercado entre su ahijada María y Aznar Téllez. Algo que había desatado una tormenta de rumores y suposiciones. Y hete aquí que regresaba dando escolta a un extraño jinete de rostro cubierto y escudo enlutado.
—No sé quién puede ser, fir. Pero me parece que no viene al torneo.
El añoso De la More se ajustó el cinto de armas con sonrisa aviesa.
—Te preguntaba por su identidad. Qué le trae aquí te lo puedo yo decir aun sin conocerle de nada. Fíjate en cómo cabalga. No mira ni a izquierda ni a derecha. Observa las armas que porta. Ese no viene al torneo, no. Pero tampoco a la cruzada. Ese es un vengador, joven. Sangre es lo que viene buscando.