Calderos

CALDEROS

El caldero era símbolo de nobleza y riqueza. Significaba que aquel que lo ostentaba en sus pendones era un hombre lo bastante poderoso como para dar sustento a la hueste que le seguía. De ahí que el caldero fuese uno de los emblemas que el rey de Castilla concedía a un notable cuando le hacía ricohombre, el rango más alto en la nobleza. Es por eso también que solo el rey lucía un pendón con no uno sino tres calderos.

Jufre VEGA observaba recostado en su partesana. Observaba también don Pedro Fernández de Castro, «el de la guerra», aunque él con los puños en las caderas y los labios prietos.

Otro tanto hacían los de la hueste negra que estaban con ellos, así como los oficiales y guardas del ricohombre. El único que hacía gestos y hablaba era Martín Abarca. Señalaba con una vara, ahora a la fortaleza, luego al campo de sitio y después al suelo, donde había dibujado un mapa a base de líneas, chinas y palitroques.

Estaban en lugar alto, desde el que tenían buena vista del punto que sufrió la salida nocturna de los defensores. Soplaba aire de agosto que les cortaba a veces el aliento de puro ardiente. Agitaba las plumas negras del almete de Vega, estremecía las barbazas de los hombres de armas, hacía ondear sobre sus cabezas los estandartes de Castro: el cruzado, el de los seis discos azules, el del caldero.

Los ojos de todos seguían a la vara. Apuntaba a la bastida carbonizada, a las murallas, luego de vuelta al mapa en el suelo. Hasta ellos llegaba el fragor de los ingenios y de los movimientos de tropas. Desde su posición, podían ver cómo una tropa de moriscos aliados, con jaquetas rayadas y pañuelos en la cabeza, corrían como gamos entre matojos y peñas, buscando apostaderos favorables desde los que hostigar con sus ballestas a las almenas.

Abarca cesó en su perorata. Palo en mano, se volvió hacia el ricohombre de sobreveste blanca con cruz negra. Este le observó con el ceño fruncido, como si no supiese bien qué pensar. Pasó varias veces los ojos del campo de asedio al mapa en el polvo. Torció el gesto, puso la mirada en las torres de Teba.

—¿Traición?

—A la vista salta, señor.

Abarca se quitó la cofia para pasarse la mano por los cabellos sudorosos. Sí que hacía calor ahí arriba, a la solana. Pedro Fernández de Castro se volvió hacia el campo de asedio con los brazos en jarras.

—Eres convincente, navarro. No esperaba una explicación tan atinada por parte de un simple hombre de armas. Y no te tomes a mal mis palabras.

El hombrón se atusó la barba con los dedos entreabiertos.

—Me interesa la guerra de asedio, señor, y no la guerreada. Ando en cabalgadas hasta que pueda servir en algún castillo.

—Ya. Cuando esto acabe, vete a hablar con alguno de mis oficiales. Ya veremos qué puede arreglarse.

—Te lo agradezco mucho, señor.

Unos pasos más allá, el de Sangarrén le pegó un codazo a Blaylock, hablándole al oído.

—¿Qué, amigo Bailoque? ¿Te has quedado en Babia?

—No sé lo que es Babia.

—Que me da la impresión de que no te has enterado ni de la mitad.

El otro compuso una mueca de resignación, con el rostro a la sombra del capacete. No andaba descaminado el aragonés. Se había perdido en aquel diálogo en castellano de frontera sostenido a varios pasos de distancia y con dos acentos muy fuertes. Y del discurso de Abarca no había llegado a entender gran cosa.

—Atiende, hombre. Esas rayas son Teba, nuestras cavas y albarranas. Los palos los retenes y palenques. Las piedritas las patrullas…

—Eso ya lo he visto. Lo que no…

—Aguarda, impaciente. Lo que el amigo Abarca ha tratado de demostrar al señor de Castro es que su mayordomo Montenegro no anduvo falto de diligencia. La bastida estaba defendida de sobra. Había escuchas y patrullas por todos lados.

—¿Y a qué nos lleva toda esa explicación?

—A que es imposible que un grupo tan nutrido llegase tan lejos sin ser detectado. No puede ser que tantos hombres de armas se presentasen al pie de las carpinterías sin que nadie diera la alarma.

—Imposible no es. Ocurrió.

—Sí. Pero no gracias a la habilidad de los de la salida ni tampoco por azar. Alguien debió de guiarles por entre los escuchas, lejos de los recorridos de las patrullas nocturnas.

—¿Y si mandaron a unos pocos por delante…?

—¿Pero no ves que Montenegro había dispuesto una verdadera red de vigilancia? Una red, sí, lista para atrapar a cualquier pez que quisiese pasar por ella. Para encontrar un paso, degollando escuchas y evitando retenes, los moros habrían tenido que emplear toda la noche. Montenegro era perro viejo en materia de asedios. Cambiaba posiciones y patrullas cada dos días.

Como si hubiera oído los cuchicheos a sus espaldas, Castro se giró para estudiar el mapa en la tierra. Se golpeó de repente la palma de la mano con el puño cerrado, con sonido restallante por los guanteletes.

—¡Traición!

El exabrupto fue tan brusco que sobresaltó a todos los presentes, en mayor o menor medida según el temperamento de cada cual. Jufre Vega, que había estado contemplando una de las torres cuadradas de Teba, se giró, partesana en mano. Habló con esa voz metálica suya:

—Traición. Sí. Alguno de los nuestros informa a los de dentro. Tal vez también al ejército de Ozmín que acecha al otro lado del río.

Uno de los oficiales de Castro quiso mediar.

—Los espías son parte de la guerra. También nosotros tenemos unos cuantos en campo enemigo…

—Ya. Pero los suyos parecen mejor informados. Me parece que hay que «agradecerles» a ellos no solo la pérdida de la bastida, sino también la de más de una de nuestras cuadrillas montadas. Quién sabe si no serán responsables también de la muerte del conde escocés y de la pérdida del relicario.

Castro se giró una vez más a contemplar el campo.

—No especulemos. En eso no eres imparcial, Jufre Vega, porque esa pérdida causó la desgracia de tu pariente Henrique Gamboa.

—Como gustes, señor. En todo caso, tenemos que preguntarnos qué buscaban los traidores propiciando esa salida nocturna.

—¿No es evidente? Destruir la torre de asalto antes de que estuviese acabada.

—Sí, señor. ¿Pero solo eso?

—¿Qué si no?

Vega golpeó con la contera de su partesana en el suelo.

—¿Me permites que te hable con sinceridad?

—Adelante.

—Tal vez, además de privarnos de la bastida, buscasen crear disensiones entre el rey y tú. Me has dado permiso para hablar con sinceridad. Por eso me atrevo a decirte que corren habladurías sobre la negligencia de Montenegro. Negligencia que Abarca te ha demostrado que no es tal.

Señaló al mapa con la partesana.

—Pero se habla de ello. Se habla hasta demasiado. Es como si alguien estuviese esparciendo chismes y rumores.

—¿Y qué ganan enemistando al rey contra mí?

—Crear una excusa para levantar el asedio sin mácula para don Alfonso. Los ánimos están bajos, Teba resiste y tú tienes enemigos poderosos. Enemigos que aprovecharán una coyuntura desfavorable para ti.

»Si consiguen influir en don Alfonso en tu contra… si nos retiramos, siempre se te podrá achacar a ti el fracaso. Aducir que dirigiste mal las labores de asedio y que no fuiste capaz de proteger la bastida. El honor de don Alfonso quedaría así a salvo de lo que sería de hecho una gran derrota, puesto que esto es una cruzada.

El ricohombre, siempre de espaldas, ladeó la cabeza para murmurar.

—Atinada reflexión la tuya.

Varios de sus oficiales comenzaron a hablar a la vez. Aprovechó el de Sangarrén para comentar por lo bajo:

—Lo mismo le ocurrió al maestro Gamboa. No importa los servicios prestados a este rey y a su padre, el que quedase medio impedido, el haber perdido a sus dos hijos varones… El rey descargó en él cualquier culpa por la muerte de tu señor el conde para lavarse él las manos.

—No es el mismo caso. Un noble no es igual que un hombre de armas.

El aragonés se echó a reír en sordina.

—Claro que no. Y menos este, que es el señor más poderoso de Galicia y uno de los más grandes de toda Castilla. Pero ya lo acaba de decir Vega. Como a todo hombre encumbrado, no le faltan los enemigos igual de altos. La cosa se está poniendo fea y alguien tendrá que cargar con las culpas si todo se estropea. Y camino de ello llevamos. Los caballeros de Cristo se marchan.

Blaylock inclinó un poco más la cabeza tocada con capacete.

—¿Los portugueses? ¿Está confirmado?

—Como que hoy hace un calor del infierno. Don Alfonso no ha conseguido retenerlos y hoy mismo dejarán la cruzada. Otro golpe más para la moral.

El escocés no replicó nada. Quinientos de a caballo al mando del maestre de la orden. Muchos de ellos antiguos templarios, pues el rey de Portugal había creado esa orden para acogerlos en ella cuando el Temple fue disuelto por el papa. Y, como decía el de Sangarrén, no era solo la pérdida de una fuerza de primera. Era una brecha en el sentimiento de cruzada que, mal que bien, aglutinaba a ese ejército de huestes dispares.

Pero Castro y Vega estaban hablando de nuevo. Volvió el escocés a lo inmediato y, mientras reajustaba su mente al castellano, se perdió las primeras frases del segundo.

—… es evitar otro golpe parecido o peor. Y para ello tenemos que preguntarnos en qué forma y por dónde podría venirnos ese golpe.

—Ya que planteas el acertijo, dame tú la solución.

Vega se giró para apuntar a Teba con su partesana, las plumas negras del yelmo estremecidas por el aire cálido.

—Ahí dentro está el relicario, señor. Si consiguen sacarlo, si llega a manos de Ozmín…

Dejó la frase en el aire y justo por eso todos entendieron mejor que si la hubiese rematado. Eso sería otro clavo en el prestigio de Castro y un nuevo mazazo para la moral de la cruzada.

El ricohombre asintió, todavía de espaldas y con los ojos puestos en el campo de asedio.

—Eres un hombre misterioso y supongo que por eso hablas siempre de forma algo oscura. Pero, si tienes algún plan, es hora de que lo estudiemos.