Linaje, apellido y escudo
LINAJE, APELLIDO Y ESCUDO
El linaje es un grupo humano formado por individuos con relaciones de ascendencia o descendencia entre ellos. Linaje no es sinónimo de apellido. Varios linajes podían y pueden tener el mismo apellido. Los escudos heráldicos eran propios de un linaje, no de un apellido. Por eso ahora un mismo apellido tiene asociados varios escudos heráldicos, ya que cada uno es propio de un linaje. La atribución general de un escudo a un apellido es moderna y espuria.
En cuanto a los apellidos, en la Edad Media no se seguían las mismas reglas que ahora. Un hijo podía o no adoptar el apellido de su padre, y eran habituales las personas que no tenían apellido en absoluto o que eran conocidas por un mote. A nuestros ojos, el sistema pude parecer un caso, pero a ellos les funcionaba de maravilla.
Los navarros de la hueste de Guillermo Ximénez, que estaban en aquel convite, pudieron después contar cómo ocurrió todo.
Reinaba un jolgorio algo sombrío, como en todo banquete fúnebre. Celebraban a la memoria de los escoceses muertos, a costa de las arcas del rey y de las de algunos ricoshombres, que eran quienes pagaban todo aquello. No habían escatimado ni en luces, ni en viandas, ni en vino. Los esclavos no hacían más que sacar fuentes de hortalizas y carnes, y nunca estaban vacías las jarras.
En esas mesas se apretujaban sujetos curtidos de cicatrices viejas y barbas pobladas, vestidos de cuero y tela áspera, con cuchillos filosos en los cintos. Hombres de armas y fronteros, porque los convidados esa noche eran aquellos que tomaron parte en el intento de auxiliar al conde escocés. Hablaban a voces, cantaban con la boca llena, reían a carcajadas, bebían de cualquier jarra al alcance de la mano.
El navarro Martín Abarca era de los que se había regalado a gusto con el vino. Sostenía que, en casos así, mostrarse parco era ofender a la munificencia de los grandes. Y ahora, con el ánimo caliente por los caldos del sur, explicaba prolijo a Beaumont los principios de la guerra de asedio. A veces mojaba el índice en vino para trazar líneas húmedas sobre el mantel áspero.
—Albarranas —dogmatizaba con voz pastosa—. Tapias albarranas. Ese es uno de los puntos débiles en los asedios castellanos.
—¿Por qué?
—Porque son unos asnos. Se empeñan en no levantar tantas como debieran. Y mira que los expertos aragoneses les insisten en ello. Pero son reacios. ¡Bah! Luego se extrañan de que las salidas por sorpresa de los de dentro les causen tantas bajas.
—¿Pero qué ganan no haciendo…?
—¡Que son unos asnos, te digo! Se empeñan en que el exceso de muros dificulta las maniobras de sus propias tropas. ¡Tonterías! Pero no hay forma de…
Le sacaron de su discurso unas voces destempladas. No eran gritos, pero el tono y las frases estaban acallando poco a poco las conversaciones próximas. Se estaba creando un círculo de silencio que crecía como las ondas de una piedra caída al agua. Mutismo que ahora había llegado hasta los navarros.
—… Bla, bla, bla. Palabrería sin sustancia. Mucho trabuco, mucha cabrilla, mucho maestro de ingenio y mucho artesano genovés. ¿Para qué? ¡Para nada! Aquí estamos, y es la prueba. Atascados por culpa de todos esos charlatanes.
—Ya te dije el otro día que cuidases tu lengua, adalid. Esas son palabras gruesas.
Esa réplica la dio alguien fuera de la vista de Juan de Beaumont. Su primo y algunos otros navarros se estaban incorporando. Hizo lo propio. Advirtió la presencia de algunos hombres con armas de asta y tabardos blasonados con seis roeles azules sobre plata. Guardas de los Castro. Cayó entonces en la cuenta de que la segunda voz era la de Montenegro.
Y ahora, ya de pie, pudo ver que su interlocutor, ese al que había llamado «adalid» era un sujeto de barbas castañas, bonete colorado y postura desafiante.
—¿Quién es ese brabucón?
—Aznar Téllez. Uno al que le sobran los humos.
—¿Es de los del rey?
—Tiene hueste propia. Una de pendón partido. Un manojo de vagos y allegadizos.
Algo acababa de replicar Téllez, y los que con él iban le estaban riendo a carcajadas la gracia. Montenegro de nuevo le paró los pies.
—No te consiento que hables así de Gamboa. Es maestro de ingenios del rey.
—Ya no. El rey le ha privado con deshonor de su oficio. ¿No lo recuerdas?
—Eso es transitorio. Sigue siendo un maestro reputado, con muchos años de servicio.
—¡Bah! ¡Un inútil! Más inútil todavía que la media de los maestros de ingenios. Un viejo lisiado y palabrero que…
No remató la frase. Se giró y lo mismo hicieron otros. Los navarros se enderezaron para ver mejor qué pasaba. Entre los presentes acababa de irrumpir como un torbellino una mujer de ropas y toca pardas. Una joven de ojos oscuros que ardían como carbones al resplandor de las fogatas.
Tan volcados estaban todos en la discusión que nadie se había percatado de la llegada de María Henríquez, que se acercó a ese corro atraída por las voces. Y ahora había entrado de golpe a través de los hombres de armas que la miraban boquiabiertos, pues era como si una furia de ojos oscuros se hubiera materializado entre ellos a partir de la sustancia de la noche.
—¡Tú! ¡Tú! —Se atragantaba con las palabras de pura ira—. ¿Estás hablando de Henrique Gamboa? ¿El Viejo? ¿El de Estepa?
Aznar Téllez se había recobrado ya del asombro. Sonreía con cordialidad falsa, jarra de vino en mano.
—Aciertas.
Pedro Avellaneda, su lugarteniente, más sobrio o más prudente, lo tomó por el codo. Él se zafó de un tirón, salpicando de vino. Hizo una parodia de reverencia, fuese porque estaba borracho o porque esa era su intención.
—Supongo que tú eres María Henríquez, su hija. ¿Has venido a acompañarnos?
—Antes comería con los cerdos.
Se oía el crepitar de las llamas, el canto de los grillos, el vuelo de moscas. Todos observaban, unos cautelosos y otros alertas. Advirtió Juan de Beaumont que en los márgenes de la luz estaban tomando posiciones hombres con armas de asta. Por un instante, el corazón le dio un vuelco, pero luego creyó vislumbrar que al menos uno portaba tabardo con castillos y leones bordados. Alguaciles reales. Alguien debía de haberles avisado de que había problemas.
Mientras, Téllez había encajado el desaire ensanchando su sonrisa. Replicó al cabo de unos instantes de silencio:
—No me has entendido. No eres tú quien nos haría honor en caso de sentarte a mi mesa. Sería al revés.
Otra vez quiso Avellaneda tomarle por el brazo. Y de nuevo se desasió con rabia. Observó Beaumont que el veterano de barbas rojizas canas que acompañaba a la dama posaba la diestra sobre el pomo de la espada. Con calma, no a modo de desafío. Un sosiego que estaba lejos de compartir ella.
—¡¿Hacer honor?! ¿Quién? ¿Un allegadizo de boca sucia a la hija de Henrique Gamboa?
El otro no perdió la sonrisa, aunque su sorna se tiñó de ferocidad.
—Ningún allegadizo. Aznar Téllez, hijo de Tello Rojas, al que el Señor tenga en su seno, es de sangre antigua y bien probada.
El veterano se inclinó sobre la dama. Algo quiso susurrarle al oído, pero ella no le dejó ni acabar la primera frase. Le cortó con un gesto brusco, sin apartar esos ojos como carbones de su interlocutor. Este agitó la jarra de vino.
—Tello Rojas, que no será recordado por tristes fracasos, como ocurrirá con otros. Tampoco su hijo —se golpeó de manera teatral en el pecho con la jarra— será recordado como los hijos de otros, por haber muerto de mala manera, sin ser capaces de proteger la vida de infantes de Castilla que…
Ella perdió la compostura y estalló como el agua que rompe a hervir. Como una hoguera golpeada por el viento. Con un chillido, se giró para agarrar lo que hubiera más cerca. Arrancó la partesana de manos de un alguacil real que se había ido acercando y que, desprevenido, estaba ahora a su derecha. Y con un movimiento fluido, gritando como una furia desatada, se tiró a fondo contra el ofensor.
Téllez, aunque borracho, acertó a esquivar. No del todo, porque la punta del hierro le hirió en el carrillo. Se tropezó con sus propios pies y cayó al suelo bramando de dolor y de rabia. Ella le tiró una segunda lanzada a las ingles, pero él logró rodar por debajo de la mesa.
La inmovilidad estupefacta del primer instante reventó entre gritos, denuestos, estrépito de vajilla rota, volcar de banquetas y carreras. Alguno de los de Téllez arrojó su jarra contra María Henríquez. Pero ella la desvió con la moharra de la partesana, con tanta habilidad como un lancero avezado.
Entre el tumulto de hombres, unos que querían quitarse de en medio y otros que echaban mano a los cuchillos, el propio Téllez surgió del otro lado de la mesa, puñal en mano. La puntada le había abierto el rostro de mentón a sien y no le había dejado tuerto de milagro. Cariensangrentado, saltó rugiendo por encima de la mesa.
María, lejos de amilanarse, le hizo frente con el arma a dos manos, la punta por delante. Su veterano acompañante ya había empuñado la espada. Los hombres de Téllez habían recurrido a cuchillos y banquetas, y algunos de otras huestes les habían secundado. Pese a su mayor longitud, poco iban a poder una espada y una partesana contra una treintena de hojas.
Pero, al mismo tiempo, otros, fronteros en su mayoría, empuñaban armas por María. También Montenegro y sus tres guardas tomaron partido por ella. Y otro tanto hizo Juan de Beaumont, sin pensar siquiera. Enardecido por el vino o por el jaleo, se vio corriendo en auxilio de la dama con un espetón en la mano. Y su acción arrastró a todos los navarros.
Mas, pese a la ira desatada, a los baladros e insultos, a los hierros desnudos, los dos grupos no llegaron a chocar. Porque por entre medias, sin miedo, pese a llegar a manos desnudas, se interpuso una figura enojada que hacía aspavientos con voces broncas.
—¡Atrás todos! ¡Atrás en nombre del rey!
Esos gritos rompieron como un torrente por entre los palmos que separaban a los dos bandos de armas enfrentadas. Y tras ese único hombre desarmado entraron en tromba alguaciles reales con escudos triangulares, partesanas y mazas.
La presencia de los oficiales del rey, con sus señas y sus armas, enfrió los ardores. También ayudó el hecho de que el que iba al frente de ellos era nada menos que Alfonso Fernández Coronel, alguacil mayor de Sevilla.
—¡Abajo las armas! ¡A las vainas!
Unos dóciles y otros remisos, fueron todos volviendo los hierros a los cintos o a las fundas. Todos menos Téllez, que se resistía. Pero los mismos suyos le sujetaron los brazos. Avellaneda le quitó el cuchillo para que nadie pudiera hablar luego de desobediencia.
Coronel observó ceñudo a ese sujeto de rostro y jubón ensangrentado, pero no dijo nada. Se encaró con María Henríquez.
—La partesana, señora.
Ella se la entregó sin rechistar. Él sopesó el arma sin dejar de vigilar a Téllez con el rabillo del ojo. Ese se había puesto contra el rostro un paño que alguien le había alcanzado. Rechazaba a empellones a aquellos que intentaban sacarle de ahí. Coronel golpeó el suelo con la contera de la partesana.
—Por orden del rey, no ha de haber pendencias ni se permitirán duelos hasta que concluya el asedio de Teba. Haya, pues, paz. Que vuelva cada cual a lo suyo.
Se dirigió a María.
—Retírate, señora. Regresa al lado de tu padre.
Ella le miró con ojos ardientes. Luego a Téllez. Pero asintió sin rechistar.
—Eso haré, señor.
Se encaró, sin embargo, luego con los presentes.
—Obedezco porque lo manda el rey. Pero esto no quedará así. Delante de todos vosotros juro que la ofensa que me ha hecho ese mal hombre no quedará sin castigo. Hasta que eso ocurra llevaré luto.
Se bajó de un tirón el velo sobre el rostro.
—Nadie volverá a verle en público la cara a María Henríquez, hasta que mi nombre haya sido vengado.
Coronel se dirigió a Téllez con los labios fruncidos. De reojo, advirtió que Gome Caldera se llevaba a su ahijada de allí. Y que Montenegro con sus guardas les acompañaban. Mejor así, no fuera a haber alguna mala sorpresa entre esas mesas y la almofalla de Gamboa.
—Retírate tú también, adalid. Busca un físico y que te curen esa herida.
—¿Eso es todo?
—¿Quieres más? Me parece que por esta noche ya llevas de sobra.
—Esa, esa… —Por una vez contuvo su mala lengua—. Me atacó. Me pegó una lanzada.
—Doy fe. Lo vi todo y creí que te mataba.
—¿No piensas hacer nada? ¿Cómo cuadra eso con la orden del rey de no armar pendencia?
—Tal vez no entendemos igual qué significa «armar pendencia». Ya te he dicho que lo presencié todo. Oí vuestra discusión. Ofendiste al honor de su linaje. La insultaste a ella a través de los de su sangre. A mi entender, es igual que si hubieses sacado un cuchillo o la hubieses abofeteado. Ella defendió su honor y por Dios que lo hizo bien.
Téllez, oprimiendo contra la mejilla el trapo ya rojo, no se animó a replicar. Así que Coronel zanjó, partesana en mano.
—Si estás en desacuerdo, acude a nuestro señor el rey. Él hará justicia. Pero ten cuidado, no sea que esa justicia no te sea favorable. Mi consejo es que dejes estar el asunto. No remuevas las aguas.
Se desentendió de él para volver junto con los alguaciles reales. Entregó la partesana a su dueño.
—Custodia con más celo tus armas.
El herido, por su parte, ya cuando se marchaba puso un ojo en los navarros. El izquierdo, porque el derecho estaba cerrado de la hinchazón.
—Recordaré vuestras caras.
Eso se lo dijo a Beaumont. Pero fue Abarca el que le respondió con cachaza.
—Es curioso. Eso mismo te iba yo a aconsejar. Que no te olvidases de nuestras caras.