Adalid y almocadén
ADALID Y ALMOCADÉN
Adalid y almocadén son términos, en general, sinónimos y designaban a jefes de huestes. Sin embargo, en ocasiones parece que el segundo término se reservaba más bien a aquellos que capitaneaban compañías de peones. El primero se usaba más con los que dirigían unidades de a caballo.
En la oscuridad, recrujían los cordajes, los cabrestantes, el maderaje de los ingenios. Entrechocaban con estruendo los brazos contra los travesaños, se gritaban los ingenieros. Olía a fuego, a quemado, y los proyectiles en llamas volaban incendiando la noche. Se estrellaban con fogonazos contra las murallas de Teba. Muchos las rebasaban para caer como maldiciones en el recinto exterior, ahí donde se refugiaban los habitantes de las alquerías con sus enseres y ganados.
La noche retumbaba de golpazos, resonar de metales, voces de guerra. Al resplandor de una media luna amarilla, grupos de ballesteros batían con sus descargas las almenas. Desde arriba los defensores replicaban, cubriendo con sus tiros de ballesta a los que apagaban los focos de incendio.
Para Juan de Beaumont, que nunca antes había estado en un asalto nocturno, la experiencia resultó espantosa. Era como estar en el infierno. Un infierno hecho de sombras, llamas, silbido de virotes, olor a chamusquina, bolas de fuego que volaban como cometas de condenación.
Intimidaba pese a que esa noche la hueste negra no participaba en el ataque contra las murallas. Un asalto que no buscaba tanto abrir brecha como agotar a los de dentro. Aunque el rey don Alfonso no debía de descartar una posible entrada, pues era sabido que grupos de almogávares y moriscos aliados rondaban las murallas mientras los contingentes mayores atacaban al amparo de sus escudos.
Justo sobre eso le murmuraba al oído Martín Abarca a su primo, tanto para instruirle como para distraerse en esa espera en la oscuridad.
—… con clavijas de madera. Por eso atacan en redondo y por tantos puntos. Si encuentran un hueco desguarnecido, se acercarán, meterán las clavijas en los huecos entre los mampuestos y subirán. Y si logran llegar arriba…
Puso Beaumont los ojos en la ciudadela alumbrada por la luz de la luna y los tiros incendiarios.
—Hay que tener valor.
Aludía a lo fácil que debía de ser fallar en la oscuridad. Meter mal una clavija y, al colgarse de ella o pisar, precipitarse al vacío. Pero Abarca lo entendió en otro sentido.
—No es cuestión de valor y sí de valer. Porque hay que valer para ese empeño. No pueden esperar piedad si les sorprenden. Si no los flechean o degüellan, acabarán colgados de las torres.
—¿Y aun así…?
—El rey ha ofrecido galardones sustanciosos a quienes logren hacer pie en los adarves. Y los hombres han venido a ganar oro y honores.
Sonrió pensativo en las sombras.
—Galardones. Eso es lo que esta noche pueden ganar. Y, en su defecto, quizás la muerte, que libera a todo hombre de preocupaciones y fatigas.
Se sorprendió Beaumont ante esa reflexión. No era algo que a él se le hubiese pasado ni de lejos por la cabeza. Y no se trataba de que su primo tuviese muchos más años que él. No los tenía. Pero siempre había tenido aspecto de mayor, gracias a su gran tamaño y barba cerrada. Y a su gusto por darle vueltas a las cosas. Por algo, siendo adolescente, los otros muchachos le llamaban «el abuelo»…
Pero al parecer se libraba un combate a su mano derecha. Oían con claridad el griterío y el clangor de armas. También lo habían advertido ya otros de la hueste, que estaban entre las sombras, a pie y con los caballos de las riendas.
Blaylock, tras atar su bayo a un matorral, se acercó hasta el de Sangarrén. Señaló con el pulgar en dirección al estruendo del combate, pues los relieves del terreno solo les permitían oír y no ver.
—¿Una salida nocturna?
—Seguro.
—Tienen valor. En pleno ataque de nuestras tropas se atreven a salir.
—Valor o astucia. O las dos cosas a la vez.
—¿Astucia por qué?
—Mira, escocés. El peso del ataque recae esta noche sobre gentes allegadizas, no sobre las huestes del rey, las milicias urbanas o las tropas de las órdenes militares. La mayor parte de ellos son compañías de desarrapados, mal armados y peor dirigidos por almocadenes de baja estofa.
Se echó atrás la capellina de malla, se rascó la barba dura.
—Los de dentro lo saben. Seguro. De alguna forma se han enterado y por eso han salido. Esta noche van a beber los cuchillos, amigo.
No se animó a replicar el escocés. Era cierto que en la cruzada había muchos desposeídos en busca de botín o un pedazo de tierra. Hombres de a pie, llegados algunos solo con una lanza. Gentes a los que los fronteros tildaban con desdén de «allegadizos».
Crecía el estruendo del combate. Pasó un proyectil incendiario, iluminando los cerros a su paso. Pensó Blaylock en esa afirmación de que los de dentro de alguna forma habían sabido del bajo nivel de las tropas que atacaban esa noche.
Por suerte, ellos no tomaban parte en todo eso. Estaban apostados en una de las sendas al sur de la fortaleza. Todo ese terreno escabroso estaba entrecruzado de caminillos. Al fin y al cabo, aquella ciudadela que con tanta tenacidad resistía era el centro de una población dispersa en alquerías. Poblados ahora desiertos, porque sus habitantes habían tenido tiempo de huir o refugiarse ahí dentro.
Si la hueste negra acecha entre las sombras, junto a la senda, era por acuerdo con don Pedro Fernández de Castro. Los argumentos de Abarca habían sido bálsamo para el orgullo magullado del ricohombre. Tras convencerle de la actividad de espías enemigos en el asedio, le había demostrado que había un número limitado de puntos por el que unos jinetes podrían escapar del asedio. De evadirse aprovechando justo momentos como ese, hechos de noche, confusión, combate.
A partir de ahí, había sido fácil conseguir que situase escuchas y retenes en esos puntos. Todos hombres fieles, capaces además de tener la boca cerrada, porque no convenía que los espías sospechasen que su existencia había sido descubierta. Era por eso que ellos mismos cerraban esa noche uno de los pocos caminos posibles.
Dos figuras salieron de entre las sombras. Greñuda una, con casquete hemisférico la otra. Dobla de Oro y Fierros.
—¡Malditos! —respingó Gome Caldera—. Me habéis dado un susto de muerte.
Y no era el único que se había sobresaltado, porque aquellos dos eran sigilosos de verdad. Sin inmutarse, habló el ballestero almogávar:
—Vienen por el camino.
Los hombres se congregaron de inmediato alrededor de esa pareja. Jufre Vega se adelantó, las plumas negras del almete ondeando al resplandor de la luna.
—¿Quién viene? Sé más preciso.
—Al oído, una veintena. De a caballo pero se acercan desmontados. Vienen de Teba y traen algunos peones por delante.
De golpe sintió Blaylock calor en el cuerpo. Jinetes tratando de abandonar a hurtadillas Teba, aprovechando el fragor del combate nocturno. ¿Acertaba entonces Abarca? ¿Serían benimerines tratando de sacar el relicario?
Caldera estaba dando órdenes, con la anuencia de Vega.
—Vosotros dos a las cuestas y aprestad las ballestas. Tú a ese lado. Tú al otro. —Se giró a los de a caballo—. Montad. Vamos a esa zona en sombras. Aprestad las armas y procurad tener tranquilos a vuestros caballos.
Se situaron en una zona donde, gracias a las laderas y a la posición de la luna en el cielo, estaban ocultos en un estanque de negrura, al punto de que casi no se veían unos a otros. En esas tinieblas resonó la voz metálica de Vega:
—Aguardad a mi voz de ataque. Sobre todo y al precio que sea, que no pase ni uno.
Y tras eso, ya no hubo más palabras de nadie. Se quedaron allí, sobre los caballos, en la oscuridad. A ratos sonaba un casco contra el suelo, el resoplido de alguno de los corceles. Alguna vez pasaba un proyectil en llamas, lejos. Los hombres esperaban en sombras, acariciando a sus monturas para que no se pusieran nerviosas. Por suerte, el escándalo de la lucha —ese mismo con el que contaban los benimerines para salir inadvertidos— enmascaraba los relinchos ocasionales y el tintineo de los metales.
Apareció una figura en la senda. Luego otra y después todavía otra más. Iban de un lado a otro, desconfiados. Ojeadores locales que tal vez regresasen a Teba, una vez hubiesen logrado sacar de ahí a los jinetes.
Por azar o algún error de los ingenieros, una bola de fuego pasó volando muy cerca, iluminándolo todo a su paso. Al resplandor, Blaylock acertó a vislumbrar a los atajadores moros. Flacos, secos, con pañuelos anudados a la frente y ballestas en las manos. Fue un instante. Luego la luz se alejó y esos hombres volvieron a convertirse en sombras.
Pero se habían parado en seco. Tal vez alguno había visto algo al resplandor del fuego viajero. O tal vez fue solo que quedaron deslumbrados. Fuera como fuese, alguno de los dos ballesteros que los acechaban decidió que era mejor no arriesgarse.
Blaylock llegó a oír el silbido de la flecha. Una de las siluetas se desplomó sin un lamento. Un chascar de dedos más tarde cayó otro. Ese lo hizo aullando como un perro escaldado. Su compañero, en lugar de devolver el tiro, echó a correr dando berridos de alarma. Y de más atrás le respondieron gritos, acompañados de un resonar de metales inconfundible. Los enemigos estaban montando en sus caballos.
—¡A ellos! —rugió Vega.
A la par que daba esa voz, se lanzaba ya a la carga por la senda, seguido por Caldera con la bandera negra. Y con ellos todos los demás, entre gritos de guerra y estruendo de cascos.
En lo que a Blaylock le pareció un suspiro, chocaron con los moros, que llegaban cargando para tratar de forzar el paso.
La colisión entre las sombras fue tremenda. Gritos, relinchos, campaneo de las armas al chocar contra escudos y cascos. Jufre Vega, que por haberse lanzado a la carga el primero iba un par de cuerpos adelantado, cruzó lanzas con un enemigo. La suya encontró el cuerpo del benimerín y lo pasó de lado a lado. La de este topó con el escudo enlutado del de negro. Saltó la vara en pedazos, pero consiguió arrancar a Vega de su silla.
Blaylock azuzó a su bayo. Creyó ver cómo Caldera interponía su montura para proteger al adalid caído. Pero el escocés no pudo llegar a ellos porque se tropezó con una sombra al galope y de frente. Consiguió desviar a su caballo. Evitar a toda costa choques de frente, eso le habían enseñado en esos días. Su lanza alcanzó a la adarga del africano, en tanto que la del otro pasaba por encima de su hombro. El golpe le quebró la vara, pero hizo caer no solo al jinete, sino también al caballo enemigo, con una gran voltereta que quizás aplastó al primero.
Arrojó el trozo de asta para empuñar a toda prisa su espada jineta. Esa misma que días antes le había clavado a un enemigo como los que ahora tenía delante. Pero ya los africanos reculaban y volvían grupas en confusión. Ignoraban que eran más que los cruzados y, además, habían chocado en total desventaja. Porque los de la hueste negra venían cargando y con arrancada, en tanto que ellos acababan de montar y estaban casi parados sobre sus caballos. Eso había hecho que al primer envite más de uno se fuese al suelo.
Galopaban ya de huida a través de las sombras. Llevaban de las riendas las monturas de varios compañeros heridos, y a algunos incluso les sostenían por el brazo o la espalda, para evitar que cayesen.
Caldera bramaba:
—¡No les persigáis! ¡No les persigáis!
El propio Blaylock, que había hecho amago de ir en pos de los fugitivos, tiró de las riendas. Miró a su alrededor, entre las sombras de luna, aturdido tanto por lo feroz como por lo fugaz del enfrentamiento. Luego arreó a su caballo para acercarse ahí donde ya Caldera y su vecino Ruiz, descabalgados, ayudaban a incorporarse a Vega. Debía de estar aturdido por el porrazo de la caída, porque no hacía otra cosa que decir:
—Mi caballo. ¿Dónde está mi caballo?
—Aquí, adalid.
Juan de Beaumont salió de las sombras con el alazán de las riendas. Entre Caldera y Ruiz le ayudaron a montar. Observó Blaylock mientras sacudía el brazo derecho. Lo sentía entumecido por el impacto de su lanza contra la adarga. Y no era el único que tenía alguna herida o lesión menor.
Claro que peor parte se habían llevado los benimerines. Pues eso eran, en efecto, a juzgar por sus ropajes. Hasta tres yacían muertos, despatarrados en el polvo del camino. Y a alguno más podían haber matado, porque muy mal iba alguno de los que se llevaron con el caballo de las riendas.
Volvió a la carrerilla Dobla de Oro, con las greñas negras ondeando. Venía mohíno, porque había salido en pos de los caballos descabalgados, pero al parecer no había logrado coger a ninguno. Oyó Blaylock decir a Fierros con sorna:
—Vaya, amigo. A lo que veo, tampoco esta noche conseguiremos caballo.
Muy cerca, el de Sangarrén se echó a reír ante la ocurrencia. Puso su caballo a la par que el del aragonés.
—¿No debiéramos haberles perseguido?
—No. Qué locura. Con esta oscuridad y en este terreno, lo único que conseguiríamos sería lastimar a nuestros caballos o rompernos nosotros la crisma. Galopar en estas condiciones queda para los que tienen que hacerlo para salvar la vida, como esos amigos con los que acabamos de medirnos.
—Ya.
Caldera dio una voz, emprendieron ya ellos también la retirada, no fuese que los de dentro mandasen ballesteros por los cerros. Blaylock se aproximó a Jufre Vega, que cabalgaba casi doblado.
—¿Cómo te encuentras, adalid?
—Quebrado —fue la respuesta escueta a través de la visera calada.
—Vamos —medió Caldera—. Apuremos. Tienen que verte esa caída.
—¿Llevaba alguno el relicario? —se interesó, a pesar de sus dolores, el enlutado.
—Es posible. Cruzaste lanzas con su adalid, creo. Iba al frente, como tú. Le dejaste arreglado, pero entre varios cuidaron de que no cayese al suelo. Así que tal vez lo llevaba él. Pero, de ser así, no hemos logrado recuperarlo.
—Pero hemos impedido que lo sacasen.
—Eso sí. —El veterano meneó la cabeza en la oscuridad—. Apuremos. Vamos a avisar a los de don Pedro de Castro para que sitúen a ballesteros en la senda. Nosotros por esta noche ya hemos cumplido.