Espada jineta
ESPADA JINETA
Espada de una sola mano, de hoja recta, con dos filos y caras acanaladas para hacerla más ligera. Sus arriaces o guardas eran en forma de U y el pomo solía ser esférico u ovoide. Fue introducida en España por los zenetes, adoptada de ellos por los nazaríes de Granada y de ahí pasó a los cristianos.
—Te pido disculpas, señora, por presentarme en tu tienda de esta guisa.
Esa fue la expresión que usó un Blaylock con cada vez mayor soltura en el castellano de frontera. Y la excusa la formuló a santo de haber acudido a la carpa de María Henríquez casi como si volviese de un combate, con jubón de cuero y algo polvoriento de las cabalgadas.
—¿Disculpas? No, señor. No tienes que pedir perdón por tu atuendo. Eres hombre de armas y esto es un asedio. Me parecería mal lo contario. Me disgusta ver a hombres junto a las cavas vestidos como si fueran a dar un paseo por los patios del alcázar de Sevilla. Si salen los moros como la otra noche, ¿qué contragolpe van a dar así vestidos?
—Tienes razón, señora.
—Cúbrete, por favor.
En respuesta a esa invitación, el visitante se tocó con el bonete azul de pluma blanca. Al menos había podido sustituir la cofia de armas por ese gorro. Porque lo cierto era que no tenía otra ropa que ponerse y no podía dejar de sentirse azarado al reparar en la riqueza del atuendo de la anfitriona. Vestido negro con brocados y el pelo negro recogido con agujas. Sin velo pese al juramento, que después de todo había sido hecho respecto a mostrarse en público y no había dicho nada de en privado.
En todo caso, había un gran contraste entre sus ropajes y el hierro y cuero del escocés. Aunque no se había sorprendido este de eso. Ya conocía de sobra hasta qué punto los castellanos gustaban del boato. Una inclinación que les llevaba a gastar todo lo que tenían en ropas, armas, ornatos.
Escatimaban, a cambio, en mobiliario y comodidades. Era como si viviesen de cara al exterior, pura fachada. Y María Henríquez no era la excepción. Su tienda estaba amueblada sin lujos. Arcones que hacían también las veces de mesas, asientos de viaje, lámparas de barro, vajilla de madera. Ni camas se veían, así que ella y sus criadas debían de dormir en yacijas desmontables.
El único detalle lujoso ahí era un instrumento de cuerda. Uno muy hermoso, de caja panzuda, que colgaba de uno de los postes.
—Juana, no te quedes ahí parada. Vino, mujer.
La vieja se incorporó de su asiento para servirles tinto en dos tazones de madera. La anfitriona alzó el suyo.
—A tu salud, señor. Que el Señor te dé honores y te mantenga salvo.
—A la tuya, señora. Por la recuperación de tu padre y la reparación de las ofensas.
Un relámpago pasó por los ojos oscuros de María. Chocaron con formalidad los tazones antes de beber. Blaylock contuvo el impulso de chasquear la lengua, porque el vino era fuerte y de regusto áspero.
Ella le mostró un asiento, antes de recogerse el vuelo de la falda para ocupar otro vacío.
—Y bien, ¿qué se te ofrece, señor?
El visitante se tomó unos latidos antes de responder. Bebió un sorbo, sintiendo sobre los muslos el peso del envoltorio de tela de saco que había acarreado hasta esta tienda. Ella se mostraba cortés, pero trasmitía una sensación casi de hielo. Algo en su tono, en la forma en que le miraba y movía las manos, le causaba la impresión de estar sentado frente a un casi enemigo.
—Antes de nada, quisiera saber cómo está tu padre. Nos conocimos el día que fuimos a Teba, a negociar con su alcaide.
—Te agradezco el interés. Mejora poco a poco, a Dios gracias. Ya sabes que despertó, pero está paralizado y apenas se le entiende lo que habla. Sin embargo, nos asegura don Simuel Abenhuacar que mejorará con el tiempo.
—Me alegro. Tu padre es apreciado en el real.
—No por todos.
Esa respuesta afilada provocó un silencio. Blaylock dio otro sorbo a su tazón al tiempo que paseaba la mirada por la tienda. Olía a hierbas aromáticas ahí dentro. Volvió a reparar en el instrumento colgado del poste.
La anfitriona observaba a ese extranjero tan alto, de barbas tan rubias y manos grandes. No andaba él del todo descaminado al intuir hostilidad, porque no podía evitar ella un ramalazo de antipatía contra el visitante. Sentir que estaba ante uno de los responsables indirectos de la caída en desgracia de su padre. Si esos escoceses hubieran viajado a Tierra Santa con el corazón de su rey, como era su intención primera…
—Venía también a ver si podía hablar con Jufre Vega. Pensé que le encontraría aquí.
—Estuvo, pero se marchó hace un rato. Es un hombre de hábitos solitarios.
El escocés asintió. Puso los ojos en las motas de polvo que danzaban en un rayo de luz. Uno que se colaba por un resquicio entre dos costuras de las lonas de la tienda.
—Quería agradecerle que me salvase la vida anoche.
—Eres muy considerado. Descuida, se lo diré de tu parte.
—Hay algo más.
Blaylock dejó el tazón sobre un arcón próximo para tomar con las dos manos el envoltorio de arpillera que tenía sobre los muslos. Se incorporó cuan alto era. Y María vio asombrada que, de bajo las vueltas de esa tela basta, surgía una espada jineta. Una de factura magnífica, en vaina de cuero fino y pedrería.
—¿Pero qué nos traes, señor?
—Anoche, Vega mató al adalid de los jinetes benimerines refugiados en Teba. No solo me salvó la vida, sino que me hizo un favor. Lo último que quisiera es haber caído bajo las armas del mismo moro que causó la muerte de fir James.
»Esta era su espada. Yo mismo se la quité al cadáver. En buena ley, le pertenece a Jufre Vega como botín de guerra.
Ella se incorporó de forma tan brusca que casi sobresaltó al visitante. Dejó su tazón en el primer lugar que encontró, antes de tomar el arma que le tendían. Con ella en las dos manos, miró directo a los ojos claros del otro.
Se asombró él de la fuerza de su mirada. Se asombró también de que luego bajase esos ojos oscuros al arma. De que desenvainase con lentitud. De que blandiese en alto esa espada de filos rectos y arriaces en forma de U. De que tendiera la hoja para cortar aquel rayo de luz que se colaba, para así observar los destellos de sol sobre el metal pulido.
—Excelente espada, señor. Digna de un gran adalid.
La envainó igual de despacio. Volvió a mirar a los ojos del visitante. Se permitió una sonrisa altiva.
—¿Te sorprende que sepa de espadas, señor? Soy una mujer de frontera. Pero tú no sabes, claro, qué significa criarse en la frontera.
Él recogió su cuenco de vino. Sonrió con amabilidad por encima del borde.
—Yo también nací en la frontera, señora. En mi frontera. La de Escocia con Inglaterra. —Bebió—. Tienes razón, no sé qué significa criarse en tu frontera. Pero sí sé lo que significa hacerlo en la mía. Cosa que a tu vez tú no sabes.
Ella se echó un poco para atrás.
—Por supuesto, señor. No era mi intención ofenderte.
—No lo has hecho.
—Juana. Más vino, mujer. —Le mostró la espada—. Este es un presente grande. Eres muy generoso. No sé cómo vamos a corresponderte.
—No tenéis que hacerlo, ni tú ni Vega ni nadie. Es de Vega por la ley de la guerra. Me salvó la vida, acabó con el responsable directo de la muerte de mis compañeros. ¿Qué menos que traerle lo que es suyo?
—Eres un hombre honorable.
—Procuro hacer lo que debo. Eso es todo.
Ahora fue Blaylock quien brindó, esta vez con un simple alzar de tazón.
—Pero, si crees que debes corresponderme, te pediría que intercedieras cerca de Vega. Porque me trae un tercer motivo. Esta mañana oí cómo obtenía permiso del rey para levantar una hueste de a caballo. Quisiera unirme a ella.
Ella, espada en zurda y cuenco en diestra, lo miró una vez más, directo a los ojos.
—¿Por qué? Tú ya estás con los cruzados escoceses.
—Sí. Pero ellos tienen ahora que reservarse. Su primer deber es el de custodiar los restos de fir James, y los del relicario cuando lo recuperemos, en el regreso a Escocia. No participarán en más combates, a no ser que se vean abocados a ello, como pasó anoche.
—¿Acaso tú no compartes esa obligación?
—Yo era pariente y deudo de fir James. Uno de sus escuderos, diríais aquí. Debí haber muerto a su lado, pero las fiebres me tenían en cama. Mi honor está también en juego y fir Kenneth de la More ha intercedido por mí. Es… vosotros diríais que es el decano de nuestra cuadrilla. Ha conseguido que el consejo de caballeros me dé licencia para buscar de forma activa el relicario. Por eso quiero unirme a Vega.
Ella se llevó el tazón a los labios. Pero en lugar de beber se mordisqueó el pulgar, como pensando.
—Uno más de a caballo nos vendría bien. Sí. Muy bien. La hueste de Vega ha de ser de bandera y no de pendón partido como la de ese malhechor de Téllez.
Blaylock sonrió.
—Me alegro de que pienses que puedo ser útil, señora, aunque sea para hacer bulto.
Ella se sonrojó ante la sonrisa del otro.
—Disculpa. No quería decir eso. Tu valor y tu pericia con las armas quedaron acreditados de sobra anoche. Y el gesto que acabas de tener muestra que eres un hombre honorable. Si tu deseo es unirte a la hueste, dalo por hecho.
—Es mejor que antes hables con Vega.
—Soy yo la que paga la manutención de la hueste. Algo tendré que decir, ¿no? En todo caso, te aseguro que Vega no pondrá ninguna objeción.
Fue a descolgar aquel instrumento de cuerda panzudo que colgaba de un clavo en un poste para poner en su lugar la espada.
—Vi cómo la mirabas antes. ¿Sabes qué es?
—Una guitarra morisca. Ya he visto que se toca mucho por aquí.
—Es popular entre los hombres de armas, sí. Un hidalgo frontero no lo es de verdad si no sabe de música y poesía tanto como de hierros y caballos. ¿Sabes tú tocar, señor?
Sonreía de nuevo con frialdad. En respuesta, Blaylock le mostró otra sonrisa amable. Ya se iba acomodando al carácter al parecer algo espinoso de la anfitriona.
—¿Tocar? Nací con un laúd en las manos, señora.
—Una afirmación altanera. Y una guitarra morisca no es un laúd.
—No creo que me costase mucho dominar sus cuerdas. Allá en mi frontera también sabemos tanto de música como de guerra.
Ella, la guitarra en una mano y la espada en la otra, volvió a sonreír.
—En esta frontera, afirmaciones como esas hay que demostrarlas.
—También en aquella. Cuando gustes. Quedo a tu disposición para cuando lo estimes más conveniente.