Falsabragas y galgas

FALSABRAGAS Y GALGAS

La falsabraga es muro bajo, aislado y delantero que servía para proteger los lienzos principales de los proyectiles, así como para romper las cargas masivas contra las murallas. Por galgas se conoce a las piedras que ruedan cuesta abajo. El nombre les viene de que bajan dando saltos. En la guerra llamaban así a las rocas que se hacían rodar por los taludes para aplastar a los enemigos que atacaban.

En esa ocasión el aire no estaba en calma. No. De hecho, era como si la misma noche rebosara de furia y bramase. Soplaba un viento frío y rugiente. Sacudía las copas de los árboles, de forma que en la oscuridad se oía entrechocar a las ramas. Hacía danzar a las llamas, aventaba bocanadas de chispas rojas, agitaba el manto del moro y la sobreveste de su visitante cristiano.

De nuevo había convocado el viejo general a su espía a una reunión en la ribera sur del Guadalteba. Otra vez los dos solos al calor de una fogata. Obediente, Aznar Téllez había salido de madrugada con la excusa de atajar cerca del río. Y, tras cruzar las aguas, se había encontrado con que otra vez le aguardaba Ozmín sentado sobre una manta, con café a mano y un tablero de ajedrez delante.

El caudillo de los voluntarios de la fe se había llevado el tazón humeante a los labios. Con parsimonia, con los ojos puestos en la partida de ajedrez. Al baile enloquecido de las llamas, sus rasgos parecían más afilados que nunca. Tanto que no pudo dejar de pensar Téllez en lo que se decía.

Corría más de un rumor acerca de que el general estaba muy enfermo. Bien pudiera ser. Era como si se estuviese secando, como si se consumiera poco a poco, camino de quedarse en poco más que piel y huesos. Y luego estaban todas esas rarezas suyas de los últimos tiempos. Esas reuniones nocturnas a solas, esas partidas de ajedrez que jugaba contra sí mismo…

El viento aullaba. Una ráfaga en especial violenta levantó una explosión de chispas. Alzó los ojos Ozmín a tiempo de ver cómo esas luciérnagas rojas se remontaban efímeras hacia la oscuridad.

—Esta noche andan sueltos los demonios, amigo.

—Sí, saydy.

—Es una señal. Pero un hombre de fe no debe temer ni a los demonios ni al propio miedo.

Bebió.

—Y tú y yo somos hombres de fe. ¿Verdad, amigo?

»Hay algo que siempre me ha intrigado y que aprovecho ahora para preguntarte. ¿Por qué en su día declinaste abrazar la verdadera fe cuando te lo ofrecimos?

—¿Te sorprende?

—Sí, porque, aunque sea de forma oculta, has renegado de tu pueblo. A cambio de oro, nos suministras informaciones que les causan bajas, pérdidas y que pueden llevarles a la derrota.

—Tú acabas de decirlo, es una cuestión de oro contante y sonante.

—Pero, tras los servicios que nos prestaste espiando en Tremecén, si hubieras abrazado la verdadera fe, el sultán te habría dado cargos, honores…

Téllez mostró los dientes a la luz de las llamas, en amago de sonrisa.

—Creo que te estás equivocando respecto a mí, saydy. Y los errores, como tú siempre dices, pueden ser perniciosos.

»Soy leal a mi fe y a mi sangre. Y yo no he renegado de nadie. No he traicionado al rey de Castilla puesto que me considero desnaturalizado. Ya no soy su vasallo ni él es mi señor. Sus esbirros mataron a mi padre, despojaron a mi familia y el propio rey mandó extinguir mi linaje.

»No le debo nada, excepto agravios. Soy libre de servir al rey de Aragón, al de Portugal, al de Tremecén o a tu sultán. Soy un hombre sin solar, sin linaje, sin raíces. Nada debo a nadie.

—Tienes razón. Te había juzgado mal.

El viejo se sirvió un poco más de café caliente, antes de mirar por primera vez a los ojos de su visitante.

—Así que no es el deseo de oro el que alientas, amigo, sino el de venganza.

—Los dos, saydy. Los dos. No son incompatibles. ¿Qué mayor placer que hacer daño al que te lo hizo y además sacar beneficio de ello?

—Puede ser un placer refinado, muy cierto. —Bebió de forma reposada—. Pero me da que esta noche no me traes muy buenas noticias.

—Tienes razón, como casi siempre. A veces me pregunto para qué me necesitas, si pareces saber de antemano lo que tengo que contarte.

—Mis hombres recogen muchos rumores, pero no siempre los rumores son ciertos. Aun así, a veces los hechos hablan por ellos mismos. Mis manos están vacías. No ha llegado a ellas el corazón de ese rey leproso. Así que eso me indica que no han podido sacarlo de Teba.

Otro sorbo de café.

—Pero, por otra parte, no tengo noticia de que don Alfonso lo haya recuperado. Si algo así hubiese ocurrido, lo estarían festejando en el real enemigo por todo lo alto. Así que ese relicario sigue dentro y a salvo.

»Si te refieres a eso, tienes razón. No necesito que nadie venga a contármelo. Para eso ya tengo el entendimiento que Dios me ha dado. Yo lo que quiero es saber los porqués y los detalles.

El otro asintió. Llevaba puesta la capellina de malla, lo que le daba un aire más circunspecto que de ordinario.

—Llevas razón, saydy. Intentaron sacar el relicario hace un par de noches. Conseguí hacerles llegar información acerca de la situación de escuchas y de un ataque nocturno programado. Sé que planificaron la salida con sumo cuidado y que…

—Al grano. Cuando uno es viejo, aprende el valor del tiempo.

—Sí, saydy. Hicieron una salida nocturna contra el tormentario y otra a modo de contraataque contra tropas que se habían acercado a las murallas. Y, al socaire de toda esa confusión, un grupo de tus jinetes bereberes trató de romper el cerco por un lugar en el que parecía posible.

—Parecía, pero no lo fue, entiendo.

—No. Fuese por azar o previsión, lo cierto es que había una hueste apostada en el camino elegido. Se produjo una escaramuza y tus jinetes tuvieron que regresar a toda prisa a Teba. Dicen que en ese enfrentamiento murió el jefe de tus jinetes refugiados en el interior. El que sustituyó a Aslam al Ghabra…

—¿De quién se trata? Su nombre.

—No lo sé, saydy. No es más que un rumor.

—Ya. ¿Y el relicario?

—Tus jinetes lograron salvarlo. Retroceder con él en su poder.

—Entonces, la posible muerte de ese nuevo adalid es irrelevante. Ya me enteraré de su nombre y de si ese rumor es verdad. Dios le premie si ha muerto. Pero, desde un punto de vista estratégico, él y todos los que están en Teba no son más que esto. —Le mostró un peón—. Piezas menores del juego. A veces, con este tipo de piezas, el mayor valor reside en que son sacrificables.

Devolvió con cuidado el peón blanco a su casilla.

—Mi gran problema es que ahora me he visto atrapado en mi propio juego. He arrinconado a don Alfonso, pero yo a mi vez me veo también muy obligado. El relicario está en Teba y justo por ese motivo don Alfonso ataca sus murallas día y noche con furia renovada.

»Solo veo tres salidas a esta situación. La primera es que el relicario siga dentro y los cruzados acaben entrando en Teba, cosa que sería catastrófica para Granada, porque toda esta comarca quedaría de forma irremediable en su poder. La segunda es que tratemos de sacar de ahí el relicario, como se hizo la otra noche. Y eso abre dos opciones.

»Una es que caiga en sus manos, como, por lo visto, estuvo a punto de ocurrir. Eso sería malo, porque elevaría la moral de los cristianos y les daría ánimos para proseguir con su asedio. Otra es que logremos sacar el relicario y que este llegue a mis manos.

—¿Y de verdad cambiaría eso el curso de la guerra?

—Eso solo Dios lo sabe. Pero algo así hundiría todavía más la moral de los sitiadores. Están atorados ante los muros de Teba, comidos de enfermedades, sufriendo el acoso de mis jinetes, escasos de agua y sufriendo reveses.

—¿Crees que algo así sería determinante para hacer que levantasen el asedio?

—¿Quién sabe? Ya se han marchado los portugueses de la Orden de Cristo. Y no hay que olvidar que don Alfonso es joven y soberbio. Si empujado por una mala noticia como esa tuviera la pésima ocurrencia de lanzar a sus tropas en masa o cruzase de forma imprudente el río…

Frunció la boca, meneó despacio la cabeza como para ahuyentar espejismos.

—A lo que importa… Hay que aliviar la presión sobre Teba, sea sacando de ahí el relicario o mediante alguna maniobra.

Aznar Téllez se despojó de los guanteletes para tender las manos al calor de las llamas.

—Hay una circunstancia que debes conocer. La hueste que impidió la otra noche la salida del relicario está al mando del mismo adalid que abatió a Aslam cuando incendiaron la bastida.

Ozmín, con un caballo entre los dedos, alzó la cabeza, con una nueva luz en sus ojos cansados.

—¡Ah! ¿Jufre Vega? ¿El del escudo enlutado?

—Ese mismo. Veo que ya has oído hablar de él.

—¿Cómo no, amigo mío? Necio sería si te tuviese a ti por única fuente de información. Y no lo digo como algo personal, sino como norma.

Recogió su tazón para beber un poco más de café.

—Vaya, vaya. Vega el enlutado. Y dime, ¿acaso les estaban esperando?

—Eso parece. No es normal que una hueste de a caballo esté apostada en mitad de la noche en una senda al sur de Teba mientras se produce un ataque.

—No. Nada habitual. ¿Será que tienen informadores dentro?

—¿Por qué no? El alcaide ya ha colgado a más de uno en lo alto de las torres. Y siempre hay desertores que escapan con informaciones a modo de salvoconducto.

El viejo torció el gesto.

—Volvemos a especular. En todo caso, imagino que ese hecho habrá subido la moral. A los soldados les gustan los héroes.

Téllez volvió a tender las manos al fuego, con gesto hosco esta vez.

—Tú lo has dicho. Jufre Vega es el personaje del momento en el real.

—Algo habrá que hacer al respecto.

—Yo puedo ocuparme, saydy.

—No. —El bereber meneó la cabeza tocada con turbante—. No sería prudente. Un asesinato te señalaría de inmediato a ti. Aparte de que, como te consume el odio contra ese hombre y todos los de su sangre, es muy posible que tú mismo te delatases con algún acto precipitado.

Sonrió ante la expresión cautelosa del otro.

—Sí, amigo. Sé de las cuentas pendientes que tienes con Jufre Vega y sus parientes. ¿Creías que iba a ignorarlo? Olvida el asesinato. Sería una temeridad por tu parte, y por la mía una acción nada honorable. Pronto tendré que dar cuentas a Dios y no deseo cargar con una muerte infame. Jufre Vega es un enemigo de guerra. Ha de caer en buena lid, en lucha cara a cara.

—Entonces, ¿qué tienes planeado?

—De momento, nada.

Ozmín volvió a agachar la cabeza para volcar su atención al juego. Alargó la mano hacia el tablero y el viento rugiente le agitó la manga del manto.

—Nunca hay que precipitarse. Tengo que reflexionar. Estudiar los movimientos posibles y las consecuencias que podría tener cada uno de ellos.

»Y pensar. Pensar. Hay jugadas dentro de jugadas, y esas son las más complejas y valiosas. Es posible mover una pieza de tal forma que, con independencia del destino que corra y de si alcanza su objetivo o no, su acción sirva de apertura a otra jugada de mucho mayor calado.

Desplazó un alfil negro.

—Sí. Se me está ocurriendo… pero tengo que sopesarlo. Pensar con sumo cuidado.