Tocar madera
TOCAR MADERA
Esta costumbre de tocar la madera para espantar a la mala suerte proviene de una bula papal. Durante las batallas, les resultaba peligroso a los caballeros cristianos santiguarse, ya que al llevar la mano a la frente exponían las axilas a los tiros de ballesta sarracenos. Por ese motivo, se dictó una bula que permitía sustituir el santiguarse por tocar la madera de las sillas de montar, ya que era ese el material de la Santa Cruz. Con el paso del tiempo, ese acto se convirtió en un gesto supersticioso para ahuyentar a la mala suerte y el maleficio. Tal vez siguió el mismo proceso que el exclamar ¡Amén!, ante un estornudo, debido a la creencia de que al estornudar podían colarse por la boca los demonios.
La fogata era de maderos viejos y restos. Olía mal, pero a su calor se apretujaban los borrachos. Se calentaban las manos en las llamas y se pasaban cuencos de vino picado. Justo al límite del resplandor había un carromato parado; uno de pellejos de vino custodiado por varios hombres fuertes. El vehículo de uno de esos vinateros ambulantes que rondaban por el real vendiendo vino malo.
Si había parado y había casi una treintena de hombres bebiendo, era porque esa noche convidaba Avellaneda, el lugarteniente de Aznar Téllez. Vino de ínfima calidad, mezcla de los posos de otros pellejos. Pero a los que nada tenían en la bolsa, esa bebida les sabía a gloria.
Sin embargo, lo que debiera ser celebración se había ido trocando en lamentos, denuestos y quejas ásperas. Eso al menos es lo que vieron varios muchachuelos que se acercaron a curiosear. Algunos de aquellos mismos pillos de campamento que tan buenos servicios habían prestado ya a Abarca y que iban como sabuesos siempre a los talones de los hombres de Téllez.
Hablaba un hombre largo y seco, de barbas grandes y pocos dientes, que vestía jubón de cuero claveteado.
—Al final, ¿qué somos aquí? Nadie, nada.
Se expresaba con una suerte de resignación, contrapunto a la ira sorda y el rencor de otros. Un segundo hombre, este macizo como un buey, le quitó el cuenco de vino antes de darle la réplica.
—Nada no. Los de a pie como nosotros somos a la guerra lo que los perros a la mesa. Nos dejan lo que cae del plato.
—¿Qué dices? Más nos valiera. Al menos a los perros les echan los huesos.
Recobró el cuenco para apurarlo con avidez, como si estuviera muerto de sed. Acudieron un par de taberneros con más recipientes llenos, porque Avellaneda había apalabrado dos pellejos grandes con la orden de que no faltase vino en ningún momento.
Bebían, y con el vino les salían el veneno y los agravios. El flaco, cuenco en mano, declamaba casi:
—Ayer, ayer, ¿no acudimos con presteza a la batalla? Marchamos al encuentro de la caballería enemiga. Hombres de a pie, en desventaja pero sin miedo. Y al llegar, ¿qué nos esperaba? Nada. ¿Qué sacamos de la jornada? Algún martillo de armas, algún cuchillo perdido, lanzas rotas y caballos muertos a los que cortar tajadas para no morirnos de hambre. Eso fue todo.
Bebió más.
—Los de a caballo guerrearon. Saquearon el real de Ozmín, volvieron cargados de despojos y con cautivos. Para ellos, todo. Para nosotros, nada, excepto burlas.
Los presentes mascullaban, escupían ofensas, discutían y se daban unos a otros razones para estar disgustados. Alguien se llegó al flaco para darle más vino. Avellaneda lo palmeó, riendo, en el hombro.
—Un hombre entrado en años como tú debiera saber ya que todo en esta vida hay que ganárselo.
El otro le lanzó una mirada aviesa, pero no dijo esta boca es mía. Después de todo, Avellaneda era el que convidaba. Uno de los mocosos que acechaba le dio un codazo a otro para murmurar:
—Téllez no está aquí.
—Da igual, tonto —contestó su compinche, igual de por lo bajo—. Si Avellaneda está invitando, es porque Téllez se lo manda.
Un tercero les empujó antes de llevarse el dedo a los labios y señalar, porque el flaco volvía a hablar y era difícil oírle por los muchos presentes y sus conversaciones solapadas.
—¿No hicimos méritos, amigos? Marchamos a la batalla…
Avellaneda se echó a reír por encima del runrún de voces.
—Eso ya lo has dicho. Y también has dicho lo que importa. Que no conseguisteis nada.
Volvió a reírse y, como un prestidigitador, sacó de repente una cimitarra de factura hermosa a la luz de la fogata.
—Mirad, mirad. A nosotros nos pasó ayer algo parecido a lo vuestro. Nos enviaron a proteger las líneas de asedio. Se ve que esos torpes no son capaces de defenderse ellos solitos. Nos pasamos la jornada en una posición en la que no podíamos esperar más ganancia que la muerte, si los zenetes atacaban en masa.
Blandió la cimitarra, de forma que el resplandor del fuego corrió por la curva de la hoja.
—¿Creéis que esta espada la gané ayer defendiendo las cavas?
Ahora todos los borrachos le prestaban atención. Avellaneda volvió a enarbolar la cimitarra.
—¿Por qué estoy yo aquí invitando mientras vosotros os lamentáis, y no al revés? Porque nosotros, los de Aznar Téllez, en vez de resignarnos a nuestra suerte, salimos a campear después de la batalla. A eso se le llama «ganarse la suerte». A la suerte hay que buscarla. En vez de echarnos a descansar, salimos y obtuvimos buena recompensa.
Arrebató el cuenco al flaco sin dientes. Dio un trago y apuntó al carromato.
—¡Más vino! Si se acaba, abre otro pellejo. Que no falte. —Se encaró con los concurrentes—. Yo también he pasado penurias. Sé compartir cuando tengo.
Apuró.
—Mal os irá si os sentáis a esperar a la buena suerte. Uno tiene que buscársela.
Llegaron los empleados del vinatero con más cuencos. Los presentes se arremolinaron a su alrededor. Uno de los borrachos, que había salido a orinar, regresó con tanta prisa que arrolló a los muchachos. Farfullando reniegos, repartió pescozones al paso.
—Creo que ya hemos visto bastante —murmuró uno de los chicos, mientras se frotaba el cogote.
—Sí. Esos no nos van a dar ni un sorbo de vino.
—No. Vámonos ya, a ver qué podemos sacarle al navarro.