El fonsario y la tormentaria

EL FONSARIO Y LA TORMENTARIA

Fonsario era la denominación que recibía todo el entramado de fosos y cavas que defendía a un castillo o a una ciudad. También podía llamarse así la trama de cavas y minas abiertas por unos sitiadores para expugnar y a la vez defenderse de salidas. Tormentaria es un antiguo término, heredado de los romanos y muy explícito, que designa al conjunto de la maquinaria de guerra empleada para atacar unas murallas.

Se ponía ya el sol. Menguaba con rapidez la luz en el interior de la tienda. María Henríquez encendió una lámpara de barro, antes de regresar junto al camastro de su padre. Se sentó para tomarle una mano entre las suyas.

—Estuvieron todos los grandes, padre. Todos. Fue una misa magnífica. ¡Qué pena que no hayas podido asistir!

Los ojos acuosos del doliente giraron para encontrarse en los oscuros de su hija. Chisporroteaba la mecha de aceite. Danzaban las sombras por las esquinas de la tienda. Ella le limpió la baba que le caía por las comisuras de la boca. No sabía hasta qué punto entendía lo que le hablaba y le tenía sin cuidado. Había abierto ya los ojos. Había regresado de la oscuridad. Y eso era más de lo que esperaba cuando llegó el día antes al real, muy de mañana.

Yacía el maestro de ingenios bocarriba. Respiraba con fatiga, movía los ojos, tragaba ya purés y sopas. En esos extremos había sido tajante don Simuel Abenhuacar. Mientras un enfermo respirase y pudiera ingerir alimento, cabían esperanzas.

No había nadie más en la carpa. Había mandado ella salir a sus dos criadas, para poder estar un rato a solas con él. Hacía solo un rato que regresara de la gran misa de difuntos por los escoceses y tenía mucho que contarle.

—La misa la ha oficiado el obispo de Sevilla y le auxiliaban otros siete obispos. Siete, padre. Pocas veces se ha visto algo así.

Le soltó muy despacio la mano. Se la colocó en el lecho junto al costado para poder tener ella libres sus propias manos y quitarse la toca.

—Ni que ese duque escocés hubiera sido un rey. De caballero bueno para arriba, no faltaba nadie.

Libre del tocado, comenzó a cepillarse el pelo negro sin dejar de hablar.

—¿Sabes? Yo era una de las pocas mujeres presentes.

Eso era verdad solo en parte. Era cierto en lo que tocaba a las mujeres llamadas «de calidad». A aquellas con derecho a trato de respeto y asiento en ceremonias semejantes. Mujeres así rara vez pisaban los campamentos de guerra. Pero al fondo y a los lados, de pie, mezcladas con la soldadesca, sí que estuvieron busconas, cantineras, acróbatas. Porque nadie quiso perderse una ceremonia de tanta pompa.

Misa al aire libre. Un cielo sin una sola nube. Calor sofocante. Obispos, capellanes, acólitos con ropas talares de brocados; las de las grandes ocasiones. El rey ceñía corona y los maestros vestían los hábitos de sus órdenes. Los ricoshombres, los nobles, los oficiales mayores, los caballeros; todos lucían sus mejores galas.

Sí. Fue una eucaristía con el boato de las raras ocasiones. Una misa mayor oficiada según el rito mozárabe por expreso deseo del rey. Y, para poner el contrapunto a los cánticos, los rezos, a los momentos de silencio recogido, un rumor lejano y constante de maquinaria de guerra, de golpazo de proyectiles de piedra contra las murallas de Teba.

No quiso el rey dar tregua ni siquiera durante la misa. Y como esta se había celebrado en uno de los cerros próximos a la fortaleza, María pudo desde su sitio divisar las cavas abiertas en la tierra, los ingenios enormes junto a los que los hombres se afanaban como hormigas. El vuelo de los bolaños. El ondear de pendones rojos y verdes en lo alto de las torres.

Don Alfonso de Castilla cumplió lo pactado entre Gamboa el Viejo y el alcaide al Tujibi. Mandaron a Teba una recua de mulos con pellejos de agua. Dos por cadáver en vez de uno. Una altanería muy propia de ese rey. Pero no bien las acémilas hubieron regresado con los cuerpos envueltos en sábanas, toda la tormentaria castellana reinició sus disparos con furia.

El rey, sañudo, quiso ordenar un gran ataque contra el parecer de sus oficiales. Estos, al menos, consiguieron que no lanzase a sus huestes al asalto directo. Pero manos de ballesteros avanzaron a resguardo de paveses de cruces negras sobre fondo blanco para batir las almenas con descargas de virotes. Al tiempo, cabrillas, trabucos, trabuquetes, espingardas y todo tipo de ingenios arrojaban bolaños, rocas, bolas incendiarias.

Bajo la tormenta de piedras, saetas y llamas, los ingenieros abrían cavas al resguardo de las gatas. Y, tras las primeras líneas, los carpinteros se afanaban en construir una bastida. Una muy alta. Una torre móvil para el asalto. Aún era solo una armazón sin terminar que en su momento recubrirían de cueros. Con ese ingenio enorme pensaba el rey dar una embestida definitiva por la cara noroeste de Teba, la más accesible.

Mientras sacerdotes y acólitos cantaban misa, a María se le iban los ojos a ese artefacto inconcluso. A los artesanos que hacían equilibrios sobre el entramado de vigas. Tanto esfuerzo por un cofrecito de plata lacada que llegó desde la lejana Escocia al cuello de un duque ya muerto. Un relicario que pesaba en el alma soberbia del rey más que toda una cruzada bendecida por el papa. Pesaba más que todas las armas, armaduras e ingenios de su ejército.

Pesaba al punto de haberle hecho variar la estrategia del asedio. Don Alfonso había mandado desplazar tropas, levantar palenques, instalar campamentos y puestos de guardia todo en la redonda del castillo. Pretendía así cerrar el cerco e impedir que pudieran sacar el relicario de Teba. Eso al precio de alargar sus líneas, dada la gran superficie de la ciudadela y su posición entre cerros. Algo que debilitaba al ejército cruzado.

Su padre resolló. Fue un estertor, como de ahogo momentáneo. Se le escapó a ella un reniego.

—¡Cochino relicario!

—¡Niña! No digas eso.

Esa reconvención la sobresaltó tanto que dio un bote en el asiento. Casi se le cayó el cepillo de la mano. Tan ensimismada estaba que ni oyó entrar en la tienda a Gome Caldera. Se giró en la silla. El veterano, asomado por entre las lonas de entrada, la observaba con mueca de disgusto.

—Me has dado un susto de muerte. ¿Cómo entras en la tienda de una dama sin anunciarte?

—Di una voz, pero ni me oíste. —Entró del todo—. ¿Has cenado?

—No tengo hambre.

—Entonces acuéstate. Duerme algo.

—Es pronto.

—Ni el sueño ni el hambre saben de horas. Desde ayer no has parado un instante. Acuéstate.

—No. No quiero despertarme en noche cerrada. No hay nada más triste que quedarse en cama desvelada, dándole vueltas a la cabeza mientras todo el mundo duerme.

Echó una mirada a su padre, que había cerrado los ojos. Se incorporó.

—Él sí duerme. Vamos a dar un paseo.

El otro compuso una mueca de disgusto.

—¿Qué paseo ni que…? Está anocheciendo. Es mala hora, si es que alguna es buena para que una mujer de tu condición se pasee por un campamento de guerra.

Ella, sin hacerle caso, había desechado el cepillo para ponerse de nuevo la toca. Se echó a reír con fiereza mientras se la aseguraba.

—He estado los tres últimos años recluida en un convento. Ya que me ha sacado de mi retiro el mal de mi padre, deja por lo menos que me dé un poco el aire.

Echó una ojeada a Gamboa. Seguía con los ojos cerrados y respiraba de forma bastante más regular. Sí, se había dormido. Acabó de anudar las cintas de la toca.

—Me he pasado la vida oyendo hablar de la guerra. Primero a mi padre y a sus compadres. Luego también a mis pobres hermanos. Después a mi difunto esposo. ¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra! Pues ya que estoy aquí, quiero ver cómo es de verdad. Verlo con estos ojos míos y no a través de las palabras de otros.

Caldera se atusó las barbas rojicanas con mueca de desagrado. Palmeó el puño de su espada lobera.

—Como gustes, tozuda. Mientras acabas de arreglarte, voy a reunir a unos cuantos…

—No. No molestes a nadie por mí.

—No pienso dejar que salgas sola. Ni tu condición ni el ser hija de quien eres es aquí escudo. La soldadesca no respeta nada.

—No tengo intención de pasear sola. Tú te sobras y bastas para guardarme. ¿Qué mejor guarda que la de uno de mis padrinos?

Pillado por sorpresa, el veterano no pudo esconder una sonrisa halagada. Volvió a palmear la empuñadura de la espada, ahora con talante bien distinto.

—Habrías sido buen adalid, niña. Sabes rendir a los hombres. Bueno, no se hable más.

Así fue cómo hombres de armas y artesanos, seguidoras del ejército y traperos, congregados alrededor de calderos y sartenonas, fueron testigos del paso de esa pareja insólita por entre las tiendas. Iban despacio, la una devorando detalles para ella nuevos y el otro circunspecto, atento a cualquier mal encuentro. Ella de saya y tocado pardos, con el velo alzado. Él añoso, de cabellos y barbas rojizas sembradas de canas, con jaqueta de paño leonado, cofia de cuero y espada al cinto.

Crepitaban las fogatas, burbujeaban los guisos. El cielo era violeta y las pocas nubes estaban teñidas de arrebol. Ella preguntaba. Él respondía y de soslayo vigilaba a los soldados, que a su vez observaban a hurtadillas a la dama.

No le gustaba a Caldera que llevase el velo alzado, mostrando el rostro a esa gente baja. Pero tampoco se animaba a decirle nada. ¿Para qué? No en vano la tuvo en brazos de recién nacida, ni pasó ella de niña casi tanto tiempo en el patio de la casa de él como en el de la suya propia. De sobra conocía los filos de su carácter. Llamarle la atención en ciertas cuestiones era la mejor forma de lograr que se encastillase en ellas.

Bien sabía María que no era recatado el caminar a cara descubierta en un lugar como ese y entre gentes así. Justo por eso lo hacía, a manera de desafío. Y Caldera era consciente de ello.

Así fue cómo los hombres de armas del rey, los de los grandes señores, las milicias concejiles y las cuadrillas de fortuna tuvieron la única ocasión de contemplar, aunque fuese a la luz pobre del crepúsculo, los ojos brillantes y los labios jugosos de la hija de Gamboa el Viejo.

Labios ahora algo fruncidos. Ojos que no se paraban en nada pero que tomaban nota de todo. De las cuadrillas que pasaban con los caballos al paso. De los centinelas que deambulaban con lanzas, lámparas y esquilas. De las agrupaciones de tiendas, cobertizos y sombrajos. Olía a guisos, a humanidad, a estiércol. Ladraban los perros, los vigías voceaban sus avisos y junto a las lumbres sonaban guitarras y cantares.

Con el último resplandor del día pululaba por el real toda la fauna humana de aquella cruzada. Fronteros y allegadizos, caballeros y vagabundos. Castellanos, aragoneses, portugueses, navarros, hasta moriscos aliados. Cruzados llegados de Francia, de Inglaterra, de Alemania… Unos se apuraban en busca de cena y descanso, otros de jarras de vino, partidas de dados, mujeres de alquiler.

Pasó un carromato cargado de heridos. Daba botes en los baches y las ruedas traqueteaban. Se le ocurrió a ella que esa carga humana debían de ser caídos en el ataque contra las murallas. De esa idea pasó a pensar en su padre, que dormía en su yacija un sueño primo hermano del de la muerte. Hizo chirriar los dientes.

—Todo esto por un cofrecito más pequeño que una perdiz.

—A veces la importancia de las cosas no se corresponde con lo que abultan.

—¿Qué tiene ese maldito relicario? ¿Qué lo hace tan importante?

En la ya casi noche el veterano Caldera se detuvo. Se giró hacia ella.

—María. ¿Me estás diciendo que no sabes lo que contiene?

—¡Y yo qué sé! Las reliquias de algún santo escocés, supongo. Si tanto desconsuelo sienten por su pérdida, les podemos regalar alguna de las nuestras. Desde luego, huesos de santo no es lo que nos falta.

Caldera frunció el ceño.

—Niña, no hables así. No te lo consiento. Eso es casi blasfemia. Recuerda que eres una dama de Estepa, no un ballestero a sueldo. Parece mentira que salgas de un convento.

—Eso es porque no sabes cómo son los conventos por dentro.

—No, ni quiero saberlo. Y te equivocas sobre el relicario. No contiene restos de ningún santo. Guarda el corazón de don Roberto el Brus, difunto rey de los escoceses.

Ella le miró atónita en la oscuridad.

—¿Pero qué estás diciendo? ¿El corazón de un rey?

—No me digas que no lo sabías.

—Es la primera noticia que tengo.

—No es posible. Pero si la historia está en boca de todos.

—Estará. Pero como tú mismo acabas de recordarme, acabo de salir de un convento. Ese mismo convento del que Ruiz fue a sacarme hace tres días. Pocas noticias del mundo llegan intramuros.

Caldera meneó la cabeza con disgusto.

—¡Dios! ¡Qué enredo tan absurdo! —resopló—. ¿Pero quién podía imaginar que…?

Ni se le había pasado por la cabeza que la hija de su compadre no supiese cuál era el contenido del relicario. No obstante, una vez que caía en ello, resultaba casi obvio. Recluida en el convento, aislada, no había sabido de algo que fuera estaba en boca de todos. Y en esos tres días no se había preocupado de nada que no fuese la salud de su padre.

Reanudaron su paseo a la penumbra ya de las fogatas.

—Vamos a ver, María. Te cuento. Hubo una guerra entre los ingleses y los escoceses, que no aceptaban como rey a Eduardo Primero de Inglaterra. Don Roberto el Brus…

—Eso sí lo sé. No he estado en el convento toda la vida. Lo que no sabía era que el rey Roberto hubiera muerto.

—Dios se lo llevó de lepra el año pasado.

—¿Y cómo ha acabado aquí su corazón?

—Eso trato de explicarte, pero tú no haces más que interrumpirme. El rey Roberto no tenía el alma muy limpia y él era consciente de ello. Cargaba con muchos pecados, entre ellos el de haber hecho matar a un rival dentro de una iglesia. Había jurado acudir a la cruzada para expiar así sus culpas. Parece que era su intención sincera, pero, por desgracia, la lepra le impidió cumplir su promesa.

»El año pasado, ya moribundo, temeroso de que sus pecados y la falta a su juramento le privasen de la salvación eterna, pidió que le sacasen el corazón después de muerto. Que lo llevasen a la cruzada para poder cumplir lo jurado.

»Así lo hicieron sus leales. Sacaron el corazón y lo guardaron en un relicario de plata lacada. Ese relicario que ahora está en poder de los moros. Se lo confiaron al duque Jaime Dugel. La llave se la dieron a don Simón Locarque, otro noble escocés que aún sigue con vida y con el que me ha dicho Ruiz que os cruzasteis cuando llegabais ayer al real. Uno el relicario y otro la llave. Pero era el duque el que estaba al mando de la hueste. ¿Oíste alguna vez hablar del duque?

—No creo.

—Era un grande en su tierra, tanto por el poder que tenía como por sus hazañas. Fue uno de los adalides de la lucha contra los ingleses. Un hombre bravo. Un héroe para los suyos.

—De esos los hay a puñados por aquí.

Caldera sonrió en la media luz de las fogatas. Esa altanería de mujer frontera…

—No, María, no. Si la mitad de lo que cuentan es cierto, era de esos hombres que no abundan en ninguna parte. Sobre todo porque lo dicen también los ingleses, de los que era enemigo encarnizado. Era uno de esos caudillos a los que los hombres siguen a ciegas. Un caballero valeroso, sin temor a la muerte ni miedo a las fatigas.

—Ni que hablaras de un santo.

—De santo tenía poco. Dicen que los grandes hombres suelen ser despiadados. El duque Jaime lo era, desde luego. Cuando oía hablar de sus actos, no podía evitar pensar en nuestro señor el rey don Alfonso. Valiente, batallador, pagado de su honor, esforzado… y también de ánimo cruel y acciones terribles.

En su paseo habían trazado una suerte de elipse, de forma que regresaban ya sin pasar por los mismos lugares. A mano izquierda, tras una línea de tiendas, se alzaba resplandor de fuegos. De ahí detrás surgía un mar de fondo hecho de voces, gritos, risas, cantos. Caldera echó una mirada breve en esa dirección, antes de proseguir.

—El duque era uno de los oficiales de toda confianza del rey Roberto. Por eso portaba en persona el relicario. Y por eso peleó en su defensa hasta el último aliento.

—No entiendo por qué los granadinos han devuelto los cuerpos pero no el relicario.

—Muy sencillo: porque no lo tienen. Los benimerines que se lo arrebataron al duque se refugiaron en Teba. Y ahí la mitad de la guarnición es bereber. El alcaide…

Dejó la frase en el aire al percibir que ella se había distraído con el resplandor y el ruido que surgían tras aquella línea de tiendas. Vio sin sorpresa cómo se desviaba. Era inevitable. Acarició el pomo de su espada, al tiempo que se ahorraba un bufido de contrariedad.

—Ya sabes lo que pasa con las tropas benimerines. Se supone que son aliados y que están a las órdenes de los oficiales del rey de Granada. Pero en la práctica solo obedecen a sus jefes. Se negaron a desprenderse del relicario y el alcaide de Teba no pudo persuadirles.

—¿Qué buscan con eso esos infieles? ¿Un rescate?

—Ojalá, porque entonces el remedio sería fácil. Don Alfonso pagaría sin rechistar. Pero me temo que lo quieren conservar como trofeo de guerra. El corazón de un rey cristiano que fue a la cruzada por deseo de su dueño, y que capturaron en batalla.

Habían rebasado las tiendas. Al otro lado tenía lugar un banquete nocturno en abierto. Mesas largas de manteles toscos, hogueras, antorchas y gran número de hombres agolpados alrededor de cántaras de vino y fuentes de viandas, entre vocerío, brindis y cantos.

—¿Qué celebran esos?

—Celebrar, nada. Es un banquete funerario en honor de los escoceses muertos.

—¿Ah, sí? Vamos a echar un vistazo.