Guitarras
GUITARRAS
Había en esa época dos tipos de guitarras. Una era la guitarra latina, antecesora directa de lo que ahora llamamos guitarra española. La otra era la guitarra morisca, a caballo entre la anterior y el laúd, con caja en forma de pera y clavijero en forma de hoz. Fue muy popular en ese siglo en España. Después su uso declinó y acabó por desaparecer, desplazada del todo por la guitarra actual.
Con la espalda muy recta y las manos sobre el regazo. Con la cabeza ladeada, pero solo lo justo para demostrar un interés cortés. Así la habían educado y así se sentaba María Henríquez. Tan quieta como una estatua, escuchando cómo el escocés Blaylock cantaba a los sones de la guitarra morisca.
De nuevo esa noche soplaba aire. Brisa suave que avivaba brasas, que hacía ondear el velo y las mangas bobas del vestido negro de la dama. Al amparo de ese velo de encajes, además de oídos prestaba ella ojos a ese extranjero que guitarreaba al resplandor del fuego.
Nunca habría creído que fuese tan buen intérprete, al punto de que había conseguido prendarle con su cantar. Y aún más que su voz o sus habilidades como guitarrista le habían fascinado las propias manos. Manos grandes de hombre de armas o de campesino. Tan grandes que parecía imposible que fuesen capaces de arrancar aquella música a la guitarra morisca. Máxime cuando el instrumento le era extraño.
Pero ahí estaba, tocando con las uñas y no con una púa. Rasguñaba las cuerdas, sacaba melodías perfectas. Y también era buen cantor. Uno de esos a los que la voz le cambia de registro al cantar. Le salía honda, resonante, con una cualidad bronca que la hacía agradable y distinta.
Pero ya menguaba en su canto. Iba apagando poco a poco los sones de la guitarra. Remató su canción. Cayó un silencio largo sobre ese círculo de luz del fuego. Blaylock se quedó con la cabeza ladeada, las manos sobre el instrumento. El resplandor le alumbraba media cara. El aire nocturno estremecía la pluma blanca de su bonete azul.
Habló por fin María en tono neutro:
—Tengo que reconocer, señor, que no tocas nada mal.
Blaylock, con la cabeza todavía inclinada, se permitió una sonrisa calma.
—No soy de los que fanfarronean. Y ya te lo dije. Soy bueno con el laúd. Me pareció que esta guitarra morisca no iba a resultar tan diferente y así ha sido. No es tanta la complicación.
—Probablemente para ti no. Pero la tiene y mucha. Los hay que nunca llegan a dominar la guitarra morisca.
—Me parece que no es mi caso.
—No, no lo es.
Volvió a sonreír con amabilidad el escocés. Acarició el mástil pulido del instrumento. Sus afirmaciones no eran del todo exactas, pero se iba a cuidar muy mucho de revelárselo a la dama.
Porque, a raíz de aquel intercambio algo espinoso de frases en la tienda de ella, había procurado frecuentar las hogueras de primera hora de la noche. Esas en las que hidalgos, soldados y frailes ambulantes tocaban y cantaba al oscurecer. Así, además de prestar oídos a cualquier rumor interesante, había podido observar cómo se tocaba la guitarra morisca. Más que eso, porque hasta había logrado que en alguna ocasión le dejasen una y le enseñasen algunos de sus trucos.
Ella seguía en la misma postura, con las manos siempre sobre el regazo, el velo negro ondeando a cada soplo de aire.
—Esa canción… ¿es de tu tierra?
—De donde nací. Sí.
—¿Y eso en lo que cantabas que era? ¿Escocés?
—Inglis.
—¡Ah! ¿Inglés?
Blaylock alzó por fin la mirada para ponerlo en los ojos oscuros bajo el borde de la pieza de encajes negros.
—No. Inglés no. Eso es lo que hablan los ingleses. Inglis. Es lo que hablamos en mi tierra.
—¿Un inglés que no es inglés? ¡Qué curioso…!
—No le veo la curiosidad. ¿Acaso no habláis aquí un castellano de frontera que es muy diferente al que hablan los castellanos de Castilla?
—Es verdad. —Pareció como si sofocase una risa—. Y, ya que sale el tema, ¿te entiendes bien con los de la hueste?
—Con unos mejor, con otros peor.
Pasó él los ojos al fuego y ella cambió muy despacio de postura. Comenzaba a llevar la conversación a donde quería.
—¿Qué opinión te merece a ti Jufre Vega? Como adalid, me refiero.
Blaylock tocó un par de acordes antes de responder, como si reflexionase al compás de los sones de la guitarra.
—A mí me enseñaron a no discutir ni sobre mis mayores ni sobre mis superiores.
Tocó otra nota.
—Pero, ya que eres tú y esta es una conversación privada, te diré que es bueno con las armas y que parece también bueno dirigiendo a los hombres. Pero se le ve un poco verde, como dicen por aquí.
Ella sonrió. Una sonrisa intuida tras el velo.
—¿Verde? ¿Lo dices porque se sobresaltó con los descabezos de moros? Sí. Me lo contó Caldera.
—Sí. Por eso y por algún otro detalle.
—A Jufre le pasa un poco lo que a mí. Por razones ajenas a su voluntad ha estado alejado del mundo un tiempo.
—¿Quieres decir que ha salido de un convento?
—No puedo darte detalles. Es un tema sobre el que he jurado guardar silencio.
Asintió el escocés e inclinó la cabeza para tocar otro par de notas.
—¿Y sobre ti, señora? ¿Tampoco puedes dar detalles?
—Todos los que quieras conocer, si es que no te aburres. Yo sí he estado en un convento, como entiendo que ya has oído. Me he pasado ahí los últimos años.
—No pareces mujer de clausura. Y no quiero con esto parecer irrespetuoso.
Ella volvió a sonreír.
—Más que irrespetuoso eres de buen ojo. No. No soy mujer para la clausura.
—¿Entonces…? —Otro acorde de la guitarra.
—Mi esposo cayó prisionero hace algo más de tres años en una escaramuza. Yo me encerré en un convento a esperar su regreso. Por desgracia, murió cautivo antes de que pudieran rescatarle.
—Siento oír eso.
—Así es la vida en la frontera, señor.
Esa había sido otra de esas respuestas altaneras tan propias de ella. Solo que en esa ocasión el hielo fue momentáneo.
—Hace ya de eso un año, pero decidí permanecer en el convento. No es un lugar en el que fuese feliz, pero había sufrido tantas pérdidas que…
Se detuvo por un instante. Pareció como si hubiese pensado que estaba siendo demasiado confidente y cambió de nuevo de registro.
—El caso es que me sacó del claustro la dolencia de mi padre. Por eso te he dicho que en más de un sentido me parezco a Jufre.
El escocés rasguñó la guitarra morisca. Pasó una ráfaga de aire que aventó una bocanada de chispas.
—En tal caso, los tres compartimos algo. Yo también estuve en un convento.
—¿Un buen mozo como tú? ¡Pero qué desperdicio para las armas de tu tierra!
—Me enviaron de pequeño y con pocos años era un chico más bien enteco.
—¿Enteco tú? —Ahora rompió a reír de forma abierta—. ¡Imposible!
Sonrió él en respuesta, inclinado sobre la guitarra.
—Pues lo era. Flacucho, escaso de cuerpo. Ya ves qué bromas gasta la vida. No sé si se debió a que con los frailes se comía mucho mejor, pero lo cierto es que estando con ellos di el estirón. En el convento tuve no solo puchero. También aprendí a leer, a escribir y a hacer cuentas. Eso en mi tierra es un gran privilegio. Es un lugar duro y áspero, castigado por las guerras fronterizas y civiles.
—Esta tierra también es dura, señor. Aquí vivimos guerreando todos contra todos.
—Cree en mi palabra cuando te digo que Escocia es más pobre que Andalucía. Pocos hombres de armas han tenido ocasión de aprender a leer, a escribir, a todo eso que aquí se considera prenda indispensable de hidalgo.
»Allá pocos se pueden permitir los paños, los bordados y las alhajas que aquí son bastante más cotidianos.
Sonrió, la cabeza siempre inclinada sobre el instrumento.
—La prueba está en que aquí los hay que, sin ser ellos nadie, se burlan a nuestras espaldas de las forma de vestir de mis compañeros y yo. Se ríen, dicen que somos unos desarrapados…
—Es la primera noticia que tengo. Pero si alguien se atreve a eso en mi presencia, haré que le den de palos.
—Gracias, pero no será necesario, señora. Si eso ocurre, tan solo pídele que me lo diga a la cara. Yo sabré darle la réplica adecuada sin necesidad de intermediarios.
Ella le observó a la luz del fuego, ahí, pasando los dedos por el mástil, la caja, las cuerdas.
—Bien respondido, señor. ¿Y por qué saliste del convento?
—Porque yo también perdí hermanos mayores y tuve que ocupar su lugar. —Otra de esas sonrisas suyas sosegadas—. Ya ves, señora, que la vida es muy parecida en toda frontera. Está hecha de azares, pérdidas, mudanzas…
Tocó una vez más. Unos sones suaves que quedaron vibrando en la noche. Se incorporó.
—Con tu permiso, debo retirarme. Es muy grata tu compañía, pero mañana me espera cabalgada.
Ella asintió al tiempo que se levantaba también. Recobró la guitarra morisca de manos del otro, que afirmó.
—Buen instrumento, señora. Hermosa factura, excelente sonido. Te agradezco que me hayas dejado tocarlo. Me ha hecho feliz volver a tocar y confío en que me permitas repetirlo.
—Con gusto, señor. En esta almofalla eres dos veces bienvenido, porque un buen instrumento solo lo es de verdad cuando está en buenas manos.