Pendones de hueste

PENDONES DE HUESTE

Los pendones eran un elemento de gran importancia, tanto para identificar a las huestes como para trasmitir señales en la batalla. Su uso estaba regulado, y, de hecho, Alfonso X el Sabio, en sus Partidas, dejó cuenta de cómo eran y quién podía usar los distintos tipos de pendones.

En lo que respecta a las huestes de a caballo, su forma y tamaño dependía de la cantidad de jinetes alistados. Así, si eran hasta cinco, la hueste tenía derecho a utilizar un pendón acabado en dos puntas o partido. Cuando se acudía con entre diez y cincuenta de a caballo se podía enarbolar bandera, que era más larga que ancha. De cincuenta a cien, ondeaban los pendones posadores, que eran agudos hacia el extremo. Aquellos que aportasen más de cien, así como las órdenes militares y las milicias concejiles, enarbolaban la señal cabdal, que era un estandarte cuadrado y con farpas (ondulaciones al extremo). El pendón cuadrado y sin farpas era exclusivo del rey.

—¿Quién? ¿Quién es ese sarnoso que se ha burlado ante todos de la desgracia de mi padre?

María Henríquez había guardado la compostura todo el camino hasta sus tiendas. El rostro velado, la espalda muy recta, caminando con pasos medidos entre los guardas con la librea de Castro. No había esperado menos de ella Gome Caldera. No sería propio de la hija de Henrique Gamboa ponerse en evidencia en público.

Tampoco le sorprendió que reventase de rabia no bien cruzó la entrada de su tienda. Estalló como un tonel de pólvora, con fogonazo y estruendo. Los ojos oscuros le echaban chispas mientras manoteaba ante el rostro del veterano.

—¡Ha infamado a mis hermanos muertos! ¿Quién es ese? ¿Por qué? ¿Cómo se atreve?

Caldera cambió de sitio la única lámpara que lucía en la carpa, no fuese que los aspavientos iracundos de María la derribasen y tuvieran un incendio. Sus propios gestos eran calmos de manera deliberada. Conocía a esa mujer desde que la alumbró su madre. Sabía que el único antídoto posible contra sus arrebatos era el sosiego. Solo estaban presentes ellos dos y una de las criadas, Juana, que se mantenía prudente en una esquina. La otra, Paloma, velaba en esos momentos en la tienda de Gamboa el Viejo.

—Se llama Aznar Téllez.

—¡Ya sé cómo se llama! ¡Él mismo me escupió su nombre a la cara! ¿Pero quién es? ¿Qué tiene con los de mi linaje?

Caldera no respondió de inmediato. Dejó pasar un poco de tiempo con la excusa de servirse un poco de vino en jarrillo.

—Hazme un favor. Cálmate un poco.

—¡Que me calme! ¿Por qué tengo que calmarme?

—Para que pueda contarte lo que deseas saber.

Ella le hizo caso a su manera. Se despojó bufando de la cofia. Caldera dio un sorbo al vino. Observó al titilar de la lámpara ese rostro hermoso, teñido ahora de cólera.

—Ese es hijo de Tello Rojas, que era caballero bueno de Écija. En cuanto al porqué de su odio… Tello Rojas era un banderizo de don Juan el Tuerto y tuvo un mal encuentro con tu padre.

—Ah. —Arrojó ella la toca sobre un arcón para girarse a prestar más atención.

—No voy a entrar en detalles. Yo estaba aquel día allí. Baste decir que apresamos a Rojas cuando llevaba un mensaje a los banderizos de don Juan. Tu padre lo mandó matar en el acto. Los ahorcamos a él y a dos de los suyos a la vera del camino, como a forajidos.

»Ese mensaje que llevaba fue la perdición no solo de él, sino de todos los suyos. Su linaje fue extinto y la familia lo perdió todo. Dos de los hijos se fueron a Portugal con la madre y no sé qué habrá sido de ellos. Este Aznar pasó a África y sirvió durante largo tiempo al rey de Tremecén[2].

»Regresó hará un par de años a Castilla. Aquellas alteraciones, las revueltas de don Juan el Tuerto, son cosa del pasado. Al rey le viene bien contar con hombres de armas bragados. Y este Téllez experiencia tiene, eso no se le puede negar.

»Se unió a la cruzada con una hueste de pendón partido. Un hatajo de canallas, pero hay que reconocer que saben de la guerra. Yo los ahorcaba a todos, pero no les voy a negar el coraje. Han prestado buenos servicios como atajadores. Han pasado a explorar muchas veces al sur del río, arriesgándose a una muerte terrible en caso de captura.

Dio otro trago, más que nada para tener tiempo de observar a María en la penumbra. Le estaba sucediendo algo que ya había visto otras veces antes. El rostro de la dama era ahora una máscara. Una careta hermosa de rasgos armoniosos y labios llenos. Ahí seguían los destellos de ira en sus ojos oscuros. Pero ahora su cólera era como vapor que se enfría. Se enfría pero no desaparece. Se hace vaho que churretea la piedra.

—Así que un pendón partido…

—Tres de a caballo más él. Malandrines. Gente de hierro fácil y malas intenciones. Todos compinches suyos desde los tiempos de Tremecén.

María se acercó al arcón sobre el que estaba el cántaro de vino. Con un gesto indicó a Juana que no se molestase. Se sirvió ella misma en una jarrilla.

—He jurado ante todos que ese perro va a pagar por sus babas y ladridos.

—Descuida. No bien acabe la campaña…

—¡No! No sería buena hija de mi padre si me quedase de brazos cruzados mientras ese malandrín se pavonea por ahí, sin castigo por las ofensas a mi linaje.

—María…

—No, no y no.

Caldera se guardó de hacer más réplicas. No había nada que hacer. El vapor de la ira se había convertido en hielo. Ella bebió un sorbo, se mordisqueó el pulgar.

—¿Sabes, padrino? Estoy pensando…