El real, la almofalla y el alfaneque

EL REAL, LA ALMOFALLA Y EL ALFANEQUE

Real es uno de los nombres que recibían los campamentos militares en la Edad Media. Sobre todo se aplicaba a aquel en el que estaba plantado el pabellón del rey, si este participaba en la campaña, o de no ser así donde estaba la tienda del general al mando. Almofalla se llamaba a la agrupación de las tiendas de una hueste en guerra. Alfaneque era un nombre para tienda grande y, en particular, la del rey o general.

La ira del rey de Castilla, don Alfonso el Onceno, era a veces como hierro fundido. Roja, abrasadora, humeante. Otras, en cambio, parecía hielo que de puro frío quema. En todo caso, era siempre muy de temer. Y la ira estaba ahora ahí, agazapada al fondo de sus ojos claros. Como un león al acecho, presta a saltar a la menor provocación.

Se mostraba el rey parco de gestos y comedido en las frases. Nada de eso engañaba a Lope Núñez de Montenegro, que estaba acostumbrado al trato con los poderosos. Esa contención le alertaba sobre el verdadero estado de ánimo del soberano, tanto como sus idas y venidas por el pabellón. También la forma en que movía las manos. Y su voz en exceso calma.

Sí. La ira estaba ahí. Una tormenta que podía desatarse por culpa de una sola palabra imprudente. Montenegro había visto a hombres perder oficios y honores, y hasta la vida, en circunstancias similares.

También Henrique Gamboa —Gamboa el Viejo— presenció en su día sucesos así. Y por eso ahora que era actor y no testigo, ahora que era su destino el que estaba en el fiel de la balanza, medía con sumo cuidado lo que decía.

—Alteza, los escoceses estaban advertidos. Les habíamos explicado las tácticas y añagazas más comunes en nuestras guerras. Se las habíamos explicado a todos. Y no una, sino varias veces.

El rey se detuvo en su deambular por la carpa regia. Observó al maestro de ingenios con sorna sombría.

—¿No será entonces que los instructores no hicieron su trabajo como debían?

Gamboa —flaco pero recio, de grandes barbas entre rubias y canas, y rostro renegrido por los soles del asedio— guardó silencio unos instantes. Los oficiales reales y los ballesteros de maza observaban sin osar casi ni pestañear. Se podía oír el vuelo de las moscas.

—Os juro por mi fe que no fue el caso. Yo en persona me ocupé de ello. Les instruí sobre las armas, las señas y las tácticas de nazaritas y benimerines. Les mostré cómo se lucha a la jineta. Les expliqué el tornafuye.

»Para estar seguro de que lo entendían sin equívocos, busqué intérpretes. Dos escoceses que sirvieron en las guerras de tu padre, don Fernando, que en paz descanse. Dos que luego se asentaron en Sevilla…

Asentía el joven rey como distraído. Con eso daba a entender que escuchaba, no que estuviese convencido. Enlazó las manos a la espalda para retomar su paseo por la tienda. Los presentes seguían cada paso con los ojos. Caminaba despacio, como el que reflexiona.

Vestía aljuba blanca y bonete colorado. Así, a la morisca, solía ataviarse en la intimidad, tanto por gusto estético como porque las prendas holgadas le eran cómodas. Se acercó a una mesa de campaña para servirse vino con sus propias manos. Se llevó la copa de metal a los labios.

—Entonces, ¿cómo es que ha ocurrido este desastre?

Gamboa el Viejo volvió a demorar la respuesta hasta el límite de lo prudente. Se frotó las manos y de sus mangas se alzaron motas de polvo. Venía del asedio. Por eso se había presentado ante el rey con cota de malla y cofia de cuero. Por eso estaba cubierto con el polvo de las cavas.

—Es difícil de precisar, alteza. Pero, por lo que cuentan los testigos, jinetes que trataron de auxiliarles, creo que el duque Dugel fue víctima del exceso de ímpetu de algunos de sus caballeros.

Don Alfonso detuvo el viaje de la copa a los labios. Con ella en alto, casi como en un brindis, se giró para clavar la mirada en su interlocutor.

—¿Qué dices? Mira, maestro Gamboa, que no es momento para acertijos.

—Desde luego que no, alteza. Discúlpame.

Cambió el peso del cuerpo a su pierna sana.

—Una patrulla avistó a una partida benimerín a este lado del Guadalteba. Quería atacar por sorpresa a uno de nuestros rebaños. El duque Dugel y los suyos estaban cerca y fueron a cerrarles el paso. Se produjo una escaramuza. Los benimerines cedieron y huyeron. Los escoceses les persiguieron y…

—Y esos malditos infieles les hicieron el tornafuye. Ya, ya.

Apuró de un trago, antes de posar la copa sobre la mesa con golpe seco.

—No me cuentes lo que ya sé, maestro de ingenios. Quiero que me digas por qué cayeron en esa trampa tan obvia si les habías explicado el tornafuye.

Montenegro se percató de que Balboa volvía a dilatar la respuesta. Supuso que el buen hombre tendría la boca seca. A él le ocurriría lo mismo de estar en su pellejo.

—Alteza, el duque era un caudillo experimentado. Entendió a la primera mis explicaciones.

—De poco le ha servido.

—El duque se percató de la trampa. Varios de nuestros jinetes le vieron detenerse a tiempo. Por desgracia, su cuadrilla se había desorganizado. La persecución debió de encender la sangre y nublar el juicio a esos hombres.

»Dicen que cada cual iba por su cuenta, según la rapidez de su caballo. Se cegarían con las ganas de abatir enemigos. No debieron de estar atentos a nada más allá de la punta de sus lanzas. Ni siquiera a las señales del duque.

»Los más fogosos y los de caballos más rápidos se vieron flanqueados. El duque, al verlos en apuros, volvió grupas para acudir en su ayuda. Y los que estaban con él le siguieron, claro.

Una pausa, otro cambio de pierna.

—Así ocurrió todo. —Se frotó de nuevo las manos callosas, como si tuviera frío—. Podría decirse que murió por culpa de algunos de sus caballeros. No por la suya. Pero tampoco por la nuestra.

Don Alfonso se escanció otra copa de vino para acercarse acto seguido a las puertas de su pabellón. Los ballesteros de maza allí apostados alzaron los visillos. Entró a raudales luz de sol y una bocanada de aire cálido que estremeció los ropajes de los presentes e hizo temblar los pergaminos sobre las mesas.

El rey se detuvo en puertas, al resol. Con la copa en la diestra, se quitó el bonete, como para disfrutar de la brisa en la frente. Solía pararse justo en ese lugar porque desde ahí tenía buena vista no solo del real, sino también de la fortaleza de Teba.

Los de dentro, en cambio, no veían más que un rectángulo de cielo azul sin nubes. Y contra él la figura del rey, con su aljuba blanca ondeando en la brisa y los cabellos rubios al sol.

—¿Estás dispuesto a jurar que el duque no murió porque nosotros descuidásemos el avisarle de las argucias del enemigo?

—Por la santa cruz. Por mi fe y sobre una ballesta. Estaba avisado.

—¿Y jurarías que los nuestros no le desampararon en el peligro?

—Juraré. Nuestras cuadrillas acudieron sin demora. Hemos tenido bajas y podrían haber muerto todos ahí, porque había muchos más benimerines de lo que cabía esperar. Por suerte, llegaron más de los nuestros. Pero los moros eran tantos y luchaban tan fieros que no pudimos rescatar a los escoceses ni vivos ni muertos.

El rey bebió con parsimonia, siempre de espaldas.

—Ha sido mala suerte que hubiese tantos infieles hoy a este lado del río.

—Una desgracia, alteza.

—¿Pero por qué habría tantos?

—Tal vez preparaban un ataque desde varios puntos. Uno diferente del acostumbrado. Nuestras cuadrillas de a caballo están distribuidas para frenar incursiones de cierto tamaño. Un ataque masivo nos habría causado gran daño.

—Puede que tengas razón. Tendremos que corregir eso.

—Alteza, de ser así, ese combate inesperado desbarató los planes enemigos.

—Puede. En ese caso, los escoceses no habrían caído en vano.

Inmóvil, copa en mano, observaba la enorme fortaleza asediada.

—En fin. Está hecho y no tiene remedio. Que conste en las crónicas que no hemos sido responsables de esta pérdida aciaga.

Montenegro suspiró para sus adentros aliviado. Conocía bien al rey. O al menos lo conocía todo lo que se puede conocer a un monarca joven, batallador, colérico y nada dado a la contención. Por sus palabras, cabía pensar que no habría represalias contra Gamboa ni contra los de a caballo que estaban en el campo durante el desastre.

No obstante, sus frases siguientes indicaban que el peligro seguía ahí. Las pronunció a pleno sol, con los ojos clavados en Teba y de espaldas a los suyos.

—No tenemos culpa, pero sí deberes. El duque vino en misión sagrada. Por cumplirla se unió a nuestra cruzada contra el infiel. Luchando en ella ha muerto. La muerte siempre corteja al caballero que lo es de armas y no de patios y salones. Pero para nosotros sería una gran deshonra si no pudiéramos mandar a Escocia su cadáver.

Una pausa.

—Su cadáver y, por supuesto, también lo que custodiaba.

No se había dirigido a nadie en particular. Nadie por tanto respondió. En el pabellón solo se oía el susurro de telas en la brisa cálida y el vuelo de las moscas. En ese silencio, sus palabras finales cayeron como tajos sobre el poste de entrenamiento.

—Maestro de ingenios Gamboa, a ti te encargué instruir a los escoceses. Admito aquí, ante todos, que cumpliste con diligencia. Ahora te encomiendo el rescate de los cadáveres de los cruzados escoceses. En especial el del duque. Y también del relicario. Respondes ante mí de ello.