Bastida
BASTIDA
Máquina de guerra con forma de torre. Las había de distintos tipos. Unas eran castillos fijos, de madera y cueros, que servían como una suerte de contrafortificaciones durante los asedios. Otras eran móviles, con ruedas, y se usaban tanto para situar en lo alto a ballesteros y batir las almenas como para arrimarlas a las murallas y asaltar los paramentos.
Soplaba esa noche un viento huracanado que hacía estallar a las hogueras en lluvias de pavesas. Las ráfagas avivaban los incendios. Los hombres corrían a través de remolinos de chispas. Se gritaban por encima del rugir del aire. Chocaban armas entre clangor y centellas.
Blaylock era uno de tantos que había acudido al combate a medio vestir, casi a ciegas y sin una idea clara de qué estaba ocurriendo. Se desplazaba al resplandor de las llamaradas con su escudo de estrellas blancas sobre azul y el martillo de armas, muy consciente de ir a cuerpo descubierto. Gracias que había tenido tiempo de calar el bacinete antes de salir en pos de sus compañeros. Porque los cruzados escoceses eran de los que ahora peleaban a la luz del incendio, cruzando golpes con enemigos de cascos apuntados y turbantes.
Ardían tiendas y cobertizos, ardían los carromatos, ardían las pilas de materiales. La gran torre de asalto estaba en llamas. El griterío y el chocar de armas ensordecían, aturdían.
La guarnición de Teba había hecho una salida con éxito notable. Divididos en grupos pequeños, habían logrado escabullirse por entre las patrullas y los escuchas. Y eso que don Pedro Fernández de Castro, «el de la guerra», había mandado toda clase de precauciones e incluso había encomendado a su mayordomo, Montenegro, la guarda de la bastida.
Un enemigo sin casco y greñudo surgió de la oscuridad para arremeter aullando contra Blaylock. Este esquivó a duras penas el golpe de cimitarra, hurtando el cuerpo y echando atrás la cabeza. Ni siquiera tuvo ocasión de responder con su martillo porque el otro siguió su carrera ululando, entre revuelo de rizos. Se le ocurrió al escocés que esos moros luchaban igual a pie que a caballo, tajando y acuchillando al paso.
Buscaba con miradas rápidas a sus paisanos. Su almofalla estaba no lejos de la bastida y todos ellos habían acudido al reclamo del incendio, los gritos y el entrechocar de armas. Medio desnudos, con escudos y aceros. Distinguía a veces a alguno de manera fugaz entre el tumulto y la agitación de sombras y luces. Luego los perdía de vista.
El castillo de madera ardía en toda su altura. Los incursores nocturnos habían logrado su objetivo. En alas de ese viento, el fuego subía rugiente por la armazón de madera. Era ya una atalaya de llamas que alumbraba en redor con rojo agitado.
Y un grito repetido se estaba imponiendo sobre la algarabía.
«¡Han matado a Montenegro! ¡Han matado a Montenegro!».
Eso era lo que voceaban. De boca en boca hasta convertirse en clamor.
«¡Han matado a Montenegro!».
El olor a quemado le llenaba los pulmones. La bilis le subió por la garganta. Viento huracanado, fuego, hierros. Noche de desastre. La bastida en llamas, muchos muertos. Y entre ellos también Lope Núñez de Montenegro, mayordomo de Pedro Fernández de Castro.
Otra ráfaga avivó todavía más el fuego de la torre. Saltaron llamaradas enormes. Volaban nubes de chispas y envolvían a los que combatían cerca. Sin duda que Montenegro había muerto ahí mismo, al pie de la máquina de guerra, tratando de protegerla con su propia vida.
Nuevos golpes de aire, más llamas, continuos estallidos de chispas. Al resplandor avivado descubrió a fir Alan Cathcart trabado en lucha furiosa contra dos moros. Corrió en su ayuda. Como de la nada surgió un enemigo de casco apuntado, envuelto en turbante, y una espada recta. Un benimerín. En esta ocasión, el escocés no intentó esquivar, sino que siguió su carrera para entrar al cuerpo a cuerpo.
Bloqueó la estocada enemiga con el escudo. Le abrió la guardia con el borde de este al tiempo que replicaba con martillazo de arriba abajo. El escocés era más alto y el benimerín, pillado por sorpresa, no alcanzó a bloquear con su adarga. El pico del martillo atravesó el casco del africano con resonar de yunque.
Espada jineta y adarga cayeron de manos yertas. La hoja de acero tintineó contra las piedras sueltas. Blaylock dejó que el cuerpo se fuera al suelo sin soltar su martillo, que se había trabado en el yelmo y el cráneo del enemigo.
Estaba tratando de liberarlo cuando un nuevo oponente brotó de la negrura, como un demonio en los hornos del infierno. Blaylock llegó a ver de soslayo un manto que ondeaba y un casco de damasquinados envuelto en turbante verde. Un adalid. Inclinado como estaba, con el arma bloqueada, no tuvo ocasión de defenderse.
Aunque no del todo. No consiguió detener al filo enemigo con el escudo pero sí desviarlo. Recibió el golpe de plano y el bacinete le salvó la cabeza. Pero aun así el tajo le mandó aturdido al suelo.
El bereber se arrojó contra él ululando, con la espada punta abajo para rematarlo en el suelo. A pesar de que todo le daba vueltas, el escocés consiguió girar panza arriba, pararlo con los dos pies juntos y rechazarlo hacia atrás.
Una nube de chispas los envolvió. El bereber volteó la hoja. Blaylock se arrastró hacia atrás, intuyendo que iba a despernarle a tajos. Pero el otro no llegó a descargar golpe alguno.
Sombra entre las sombras, una figura de negro emergió en la penumbra para alancear por detrás al zenete. Un demonio de la noche, con almete con pico de gorrión y plumas negras, que clavó su partesana en las corvas del africano. Malherido, el adalid bereber quiso girarse para hacer frente al nuevo enemigo. Le falló la pierna, dobló la rodilla y el de negro le clavó su partesana en la garganta.
El benimerín se derrumbó de bruces. Pero antes de que su boca tocase el polvo ya el de negro había desaparecido entre la agitación de llamas y sombras. Ni se paró a constatar si lo había matado.
Blaylock se sentó. Veía doble y borroso. Tanteó con torpeza en busca de su martillo de armas. Alguien le alzó del brazo.
—¡Arriba, hombre!
A pesar de los ojos desenfocados, reconoció a ese gigante, más alto todavía que él. Abarca, el navarro. Suerte que no era otro enemigo. ¿Estaría con el de negro? Tal vez, porque no bien le incorporó salió a la carrera en pos de él. Y a sus talones Juan de Beaumont, que era primo suyo.
A falta de martillo, se inclinó a recoger la espada del bereber que él mismo había matado. Casi cayó de rodillas, de lo mareado que estaba.
«¡Han matado a Montenegro! ¡Han matado a Montenegro!».
El grito resonaba como un redoble de tambor en su cabeza. No estaba en condiciones de combatir. Tampoco parecía necesario. Todo estaba en llamas: toldos, depósitos de madera, cuerda, brea. Llamas, oscuridad, humareda. La torre de madera era una mano de fuego contra los cielos nocturnos. A su resplandor, el campo se mostraba lleno de muertos. Y los moros se retiraban ya entre gritos, cánticos feroces y blandir de armas.
Tosió por culpa del humo. ¿Para qué seguir ahí? Habían incendiado la bastida, habían matado a Montenegro, habían acabado con no pocos artesanos. ¿Qué iban a ganar quedándose que no fuera morir con ellos a su vez?
Con la espada jineta en la diestra, se arrancó con la zurda el bacinete hendido. Al pasar la palma por el rostro lo notó empapado en sudor propio y sangre ajena. Echó una mirada ida a su alrededor. Se había quedado solo a la luz de los fuegos, entre muertos y armas caídas. En medio de su confusión mental, se dijo que tenía que dar las gracias al de negro por haberle salvado la vida.
Pero eso mejor mañana. Mañana. Ahora lo mejor era irse. Ponerse a salvo y descansar. Que alguien le viese ese golpe en la cabeza.