Buenos
BUENOS
Aplicado a las personas tenía el sentido de calidad y no de bonachón, como ahora. Por ejemplo, los caballeros buenos eran aquellos hombres que sin ser caballeros poseían un caballo. De hecho, al cabo de tres generaciones de mantener caballos de guerra, podían acceder al rango de hidalgo. De igual forma, bueno podía ser un apelativo elogioso. Así, en la Gran Crónica de Alfonso el Onceno, al referirse a la defensa enconada de los moros en la brecha del muro de Teba se dice: «E a tales fueron los moros desa vegada por ganar honra y prez, que olvidaron la muerte e estuvieron en aquel lugar a guisa de buenos. E los christianos daban se allí grandes cuchilladas con ellos».
Consternado quedó el hidalgo Juan de Lira al saber que el relicario no estaba en Teba. Tan mala cara se le puso que el alcaide al Tujibi, que fue quien le dio la noticia, no pudo evitar un ramalazo de compasión. Compasión que enseguida hizo extensiva a sí mismo. Era conocida la dureza con la que don Alfonso trataba a aquellos que frustraban sus deseos o le llevaban malas noticias.
Meneó la cabeza mientras repetía despacio en castellano de frontera:
—Puedo rendir el castillo. Puedo entregar las armas y los alimentos que nos quedan. Todo eso está en mi mano. Pero no puedo devolveros el relicario, ya que no está en mi poder. Nunca lo estuvo, pero ahora no sé ni qué ha sido de él.
Lira suspiró antes de responder con voz igual de lenta en el mismo idioma. Esa lengua de buhoneros y soldados le resultaba todavía menos familiar que al granadino.
—¿Cómo es posible, alcaide?
Estaban los dos ante las puertas de la ciudadela, al pie del camino y a la sombra misma de las torres. Pero los defensores no habían abierto los portones claveteados. El alcaide, con solo dos guardas, había salido por la zona del derrumbe para negociar. De hecho, Lira, cuando llegaba —en compañía de un alférez que portaba pendón de leones y castillos, para indicar que negociaba en nombre de don Alfonso—, lo vio mientras bajaba haciendo equilibrios sobre los cascotes sueltos.
Fueron los granadinos al alba, antes de que los del asedio pudieran reiniciar su machaqueo de bolaños contra las murallas, o lanzar otro asalto devastador, los que tremolaron estandartes desde las torres, a la par que hacían sonar a todo pulmón los añafiles. Pendones rojos, estandartes de Granada. Luego, ya seguros de haber llamado la atención de los sitiadores, varios mensajeros salieron a pedir tregua y parlamento.
Por eso Juan de Lira, hidalgo al servicio de Pedro Fernández de Castro, había acudido a negociar con instrucciones precisas. Por desgracia, una de ellas era la entrega inmediata del corazón del difunto rey de los escoceses. Algo que el alcaide negaba tener en su poder.
—Ayer, a última hora de la tarde, una hueste zenete salió de mi castillo. Imagino que estarás al tanto.
Esa expresión casi hizo sonreír al gallego.
—¿Al tanto? Señor, armaron una que despertaron hasta a los muertos. Causó tal alarma que levantó a todo el real. ¿Cómo no voy a estar al tanto? Tras todo un día de guerra, una anochecida de guerra también.
—Bueno. Si es por guerra, esos ya no darán más. O eso supongo por lo que vi desde la muralla. ¿Salió alguno con vida?
—Creemos que no. Pero ¿quién sabe? Oscurecía y se dispersaron, así que tampoco pondría yo la mano en el fuego de que no quedase alguno.
—Convendría que el rey don Alfonso mandase a sus mejores montaraces a rastrear. Debéis estar seguros de que ninguno pasó. Ellos tenían el relicario en su poder y me da que no lo dejaron atrás al marcharse.
El otro lo miró de medio lado.
—Eso que dices es sensato y ya se ha hecho. Pero ¿por qué nos lo aconsejas?
—Porque, cuanto antes vuelva el relicario a sus legítimos custodios, tanto mejor nos irá a todos.
—En eso te doy la razón. —Se permitió una sonrisa seca—. ¿Qué podemos hacer ahora?
—Habla con tu señor. Que él interceda ante don Alfonso.
—Lo haré. Pero que sepas que registramos hasta al último zenete muerto. Ninguno llevaba el relicario encima. Ha sido un gran desengaño.
Al Tujibi resopló. Se acarició la barba cobriza.
—Dios me guarde. Creí que ya estaría en vuestro poder. Estaba convencido de que esa salida a la desesperada había sido para tratar de sacar el relicario antes de que Teba cayese.
Volvió a resoplar, como hombre que soporta una carga insufrible sobre los hombros. Señaló a la mula del caballero.
—Amigo. Esa bota ¿es de vino o es de agua?
—Vino con algo de agua. Los físicos han desaconsejado el beber agua pura. Dicen que hace enfermar.
—Cuánta razón tienen…
El gallego se llegó hasta su cabalgadura para descolgar la bota.
—Vamos a echar un trago, que se parlamenta mal con la boca seca.
—Venga.
El cruzado dio un trago largo él primero, según las reglas de cortesía. Se la pasó al alcaide, que bebió todavía con más largueza. Lira, al advertir de soslayo cómo los miraban los dos guardas granadinos, indicó con un gesto a su portaestandarte que les convidase de su propia bota.
Al Tujibi bajó el pellejo con expresión de deleite. Se miró la pechera de la túnica blanca que vestía para la ocasión. Chasqueó los labios al ver que habían caído varias gotas.
—Las manchas de vino en la ropa son tan nobles como las de sangre, sea esta propia o ajena.
—Bien dicho.
El de Granada dio un segundo trago antes de devolver la bota a su dueño.
—Se nos acabó el vino. Pero, cuando todavía nos quedaba, teníamos que beber a hurtadillas. Esos voluntarios de la fe, ya sabes, odian el vino. Son demasiado rígidos.
Hizo una pausa mientras Lira bebía.
—Te lo digo como ejemplo de que no había buena relación con esos hombres. Iban a su aire, sin darme cuentas, y de hecho abandonaron Teba sin mi permiso. Se apoderaron a la fuerza de un portillo. Sí, como lo oyes. Redujeron a mis soldados y salieron por las bravas.
Un soplo de aire cálido estremeció su túnica blanca. Dejó caer los párpados, como si la luz ardiente le hiriera en los ojos.
—Fue una solemne estupidez —continuó—. Solo tenían que pedirlo y yo les habría dejado ir de buena gana. Eran buenos guerreros, pero también un quebradero de cabeza. No sabía yo cómo negociar la rendición, estando dentro de mi castillo esos diablos.
Bajó algo la voz, para dificultar que sus escoltas le oyesen.
—Tenía muchos voluntarios de la fe en la guarnición. Pero gran número de ellos murieron ayer en la brecha. Son duros y arrojados, y buscan los puestos de más peligro para ganarse el paraíso. No tuve que mandarlos, que ya fueron ellos de buena gana. Y ayer muchos de ellos encontraron eso que tanto ansiaban.
»Ahora que han caído tantos, y que los de a caballo se han marchado, también directos al paraíso, ahora sí que puedo negociar sin miedo a una revuelta.
—Me alegra oír eso. Todos estamos hartos de este asedio.
—Por eso te juro que me desazona la desaparición del relicario.
—Es un gran inconveniente, vive Dios. No sé yo qué dirá don Alfonso.
—Quiero darte argumentos de peso, para que a tu vez se los expongas.
—Soy todo orejas.
—Que sepa que prestaré toda mi colaboración. Os indicaré cuáles eran los aposentos y las cuadras de los zenetes, por si lo ocultaron allí antes de marcharse. Y ha de saber don Alfonso que todavía me quedan hombres y arrestos si no se acepta mi rendición. Todos perderemos si porfiamos en la lucha.
»Perderé yo, porque Abu Said Utman ha sido derrotado en esta campaña. No puedo esperar ya de él ni auxilio ni alivio. Si me emperro en defender el castillo hasta el final, lo único que conseguiré será que mis hombres y yo acabemos todos muertos.
»En cuanto a vosotros, también tenéis mucho que perder si se alarga el asedio. Te diré qué planes tengo por si don Alfonso no se aviene a una rendición razonable. No defenderemos más la muralla exterior. Ayer ya tuvimos bastante. No malgastaré más hombres en ese portillo. Me refugiaré con los que me quedan en el recinto interior, donde tengo alimentos y agua para algo de tiempo. Y también armas de sobra para las tropas que me quedan.
—Condenarías a muerte a los refugiados de los patios intermedios.
—Razón de más para que quiera negociar. Se acogieron a mi protección y me tengo por hombre de bien. Odiaría verlos masacrados o esclavizados. Pero si no me queda más remedio que abandonarles a su suerte, lo haré a mi pesar. La guerra es así.
»Me defenderé en la fortaleza interior. Daremos batalla. Resistiremos hasta el final si las alternativas son el patíbulo o la esclavitud en las minas. Aguantaremos semanas y vuestro ejército quedará aquí atascado. Sé que andáis escasos de víveres y que hay fiebres en vuestro real. Tendréis multitud de bajas. Y estaréis expuestos a que el sultán Abu el Hassan mande refuerzos desde…
El gallego, bota en mano, alzó la diestra.
—Basta, basta. Creo que te he entendido.
—No tomes mis palabras como bravatas. No deseo morir aquí. Ambos bandos tenemos que perder si seguimos luchando y algo que ganar si negociamos. Lo lógico sería lo segundo.
—Eso opino yo. Y lo mismo diría cualquier hombre sensato.
—Te ruego, pues, que trasmitas estas mismas reflexiones. Yo deseo rendir Teba, salir de aquí con vida y evitarnos a todos males mayores.