Trenta-u

EL RETORN A LA COMISSARIA, sense sirena i en silenci, va ser sepulcral. Només en aparcar el cotxe i apagar el motor, en Quesada va gosar dir:

—I això abans de Nadal.

L’Hilari li va donar uns copets a l’espatlla.

Amb simpatia.

L’única cosa bona de dos dies amargs era la notícia de la seva futura paternitat.

—M’han fet llàstima, però no són del tot innocents —va dir.

—No, és clar. I tampoc no és el mateix parir la teva filla que tenir-la una setmana i caiguda del cel, per més que els dolgui.

—M’ha impressionat la senyora Miravet quan ho ha resumit tot amb aquelles tres paraules: «amor de mare» —va sospirar l’Hilari. I ho va repetir—: «Amor de mare». Això sí que és una força de la natura.

—Jo pensava en la meva dona i en mi, en aquests dos anys buscant quedar-nos embarassats, i en el que vam parlar vostè i jo —va exhalar en Quesada.

—Vinga, anem a veure si ja han portat en David. Ara mateix és tot el que ens queda, excepte buscar l’agulla anomenada Pilar Heredia Sánchez al paller de la nostra manca de dades.

—Aquesta monja bé prou que esborrava pistes i empremtes —va assentir el seu company amb un aire esquerp.

—Bé, almenys hem tingut sort amb el registre de la germana Amàlia i la coincidència en les llistes de l’hospital. Això i que tot hagi passat durant els darrers dies, que només hi hagués una nena…

—I que l’assassí del capellà i el metge digués «la trobaré» en comptes d’«el trobaré».

Els arxius amb les fitxes policials eren a la planta baixa. Així, els possibles testimonis d’un delicte no havien de passejar-se per les dependències de la Central. S’asseien en una de les taules i giraven fulls i més fulls plens de cares, si l’una poc recomanable, l’altra encara menys, si més no la majoria. Molts duien impreses al rostre les marques dels interrogatoris o les seqüeles accidentals de les persecucions a què havien estat sotmesos.

També les seves agitades vides.

Ni tan sols van arribar al passadís.

La Míriam es va materialitzar davant d’ells, com sorgida del no-res, o pitjor encara, com si hagués travessat la paret de cop. Va prescindir d’en Quesada. Es va centrar exclusivament en l’Hilari.

Era una bona noia, però quan es posava nerviosa o estava alterada…

—Inspector! —va dir ella tremolant—. El comissari l’està buscant com un boig!

—El comissari? Que no era a casa seva engripat?

—Està engripat, però no és a casa seva! Finalment ha vingut! Caram, que tres morts són molts morts, i si a més són capellans i monges…!

—Em vol veure ara?

—Que no sent com crida? —va preguntar la Míriam.

Van parar atenció, però no. L’Hilari gairebé va estar a punt de somriure.

No ho va fer.

En aquell moment, el que menys que menys li venia de gust era parlar amb en Pablo García.

Va intentar semblar tranquil.

—Quesada, malgrat que sé que és improbable, miri a la guia telefònica i truqui als Heredia que hi trobi. Potser tindrem sort, com en el cas de les germanes Soldevila.

—Sí, senyor.

—Anem, Míriam —va dir a l’única aprenenta d’agent que hi havia per allà.

En Pablo García tenia alguna cosa més que pinta d’engripat. Semblava acabat de sortir d’una autòpsia fallida. Ulls enfonsats, vermellosos, amb dos o tres quilos menys, els escassos cabells esbullats i la cara molt pàl·lida, malgrat que la febre solia provocar l’efecte contrari.

Això sí, el seu mal geni es mantenia intacte.

O pitjor.

¡Soler! —li va cridar tan aviat com va entrar al seu despatx.

¿Comisario?

No es va posar dret. O no podia, perquè les cames li fallaven, o preferia no arriscar-se gaire i controlava els esforços. Duia una bufanda cargolada al coll i el to de veu era molt nasal. A la taula, rebregats, un parell de mocadors, un inhalador i un tub d’aspirines al costat d’un got d’aigua mig ple.

¿Qué coño está pasando, Soler? —el va increpar amb un dit acusador.

¿Quiere la versión larga o la corta?

¡Quiero los cojones, coño! —va retronar ell, gairebé fins a ofegar-se—. ¿Una monja, un cura y un médico? ¿De qué va esto? ¿Alguien ha declarado una guerra o qué?

Es más sencillo que eso, comisario. —L’Hilari es va asseure davant d’ell, preveient que no el deixaria marxar així com així—. Y sabemos quién lo hizo y por qué lo hizo.

¿En serio?

.

Va semblar que en Pablo García es calmava.

Només una mica.

Deme la versión corta —va dir el comissari, deixant anar una glopada d’aire.

L’Hilari va triar les seves paraules.

La monja se llamaba María de la Paz Sunyol, de las Hijas de la Caridad. Trabajaba como asistente social en un par de clínicas, atendiendo, sobre todo, a mujeres embarazadas antes y después de los partos. Era una fanática religiosa dispuesta a hacer su propia justicia. ¿Jóvenes pecadoras embarazadas? Al infierno. ¿Matrimonios católicos sin hijos, y mejor con posibilidades? Al cielo. Fue así como montó una red perfecta con el padre Amancio Galobart, párroco de una iglesia llamada San Justo, y los doctores Marcelo Sugranyes, responsable de la clínica de la Purísima, y Claudio Pons, de la del Buen Pastor. Hay más implicados, abogados, personal del cementerio, pero vamos a ceñirnos sólo a los que acabo de mencionarle. —Va fer una primera pausa—. La hermana María captaba a muchachas embarazadas, jovencitas a veces adolescentes, prostitutas, incluso mujeres que ya tenían varios hijos y se veían incapaces de sostener a uno más. Es decir, mujeres con problemas frente a una maternidad. La forma de captarlas era diversa. El boca a boca o el secreto de confesión. En este último caso, una joven hablaba con el cura y éste la ponía en contacto con la monja. Los partos se hacían en las dos clínicas y los padres adoptivos ya esperaban la entrega de sus hijos. Si había más demanda que bebés, a muchas mujeres, incluso casadas, pero casi siempre pobres o sin mucha cultura, se les decía que su hijo había muerto en el parto.

¿Habla en serio? —el va aturar el comissari.

Absolutamente, señor. Y si una madre insistía en ver a su pequeño, a pesar de todo, tenían un cadáver congelado en la nevera y le decían que ése era su niño. En una de las clínicas el mes pasado se declararon treinta y siete muertes, la mayoría por otitis. No hay registros de que estén enterrados en fosas comunes del cementerio, y en cambio sí tenemos una lista de los nacimientos y las adopciones de los dos últimos años, aunque la hermana María llevaba más de veinte haciendo esto.

¿De dónde han sacado esa lista? —va preguntar esbalaït.

Una monja que ayuda a la hermana María tuvo la ocurrencia de llevar la cuenta.

De acuerdo, siga —va dir el comissari, mostrant-se completament calmat.

Una muchacha llamada Pilar Heredia Sánchez, de unos dieciocho años, creo que madre soltera, debió de arrepentirse a última hora de su decisión de dar a su hija en adopción. Pero la hermana María ya le había prometido a un matrimonio una niña. Cuando nació el bebé, puede decirse que se lo arrebataron de las manos. Tal vez le hablase de que era mejor, que no fuese tonta, que no se echase atrás… Eso todavía no lo sé, pero el caso es que la niña cambió de manos ese mismo día. El médico de la clínica escribió en el registro que la madre era la adoptiva, como si la hubiese parido ella. Pilar se arrepintió, o si la sedaron y despertó más tarde, reaccionando, empezó a reclamarla. Tampoco conozco esta parte. Ayer por la mañana la muchacha se presentó en el piso donde vivía la hermana María, le pidió que le devolviera a su hija, le suplicó que le dijera dónde estaba, y la hermana María no sólo le dijo que no, sino que «Dios la había castigado». Pudieron suceder dos cosas: que Pilar la empujara, víctima de su desesperación, o, nada descartable, que la monja tropezara y cayera, descalabrándose por las escaleras. Y hasta aquí el drama de ayer —va concloure ell, prenent-se un moment de respir.

Coño, Soler —va remugar en Pablo García, prostrat a la seva cadira.

Ayer dimos con una monja que había vivido con la hermana María. Lo que nos contó nos puso los pelos de punta, a Quesada y a mí. También hablamos con la que la asistía ahora, que fue la que nos dio ese registro, lleno de nombres, cientos de nombres. Tantos que, si tuviéramos que empezar a investigar esa parte, nos faltarían años.

¿Y lo de hoy, esas dos muertes? No me diga que la chica ha cogido una pistola y se ha tomado la justicia por su mano.

La muchacha buscaba a su hija, no matar a nadie. El que ha asesinado hoy al cura y al médico ha sido un hombre, de veinticuatro o veinticinco años. Creo que el novio de la chica y, en cualquier caso, el padre de la criatura.

¿Pero por qué?

Yo lo veo así —va dir l’Hilari—. Pilar mata accidentalmente a la hermana María, pues la vieron huir con cara de pánico. Está sola. No ha conseguido su objetivo: recuperar a su hija. Entonces se lo cuenta a él, asustada, y ese hombre decide recuperar a la niña como sea. ¿Por qué pasan veinticuatro horas? No lo sé. A lo mejor no viven juntos y tarda en localizarle. El padre se mete de lleno y sin contemplaciones. ¿Quiénes estaban en el asunto, además de la monja? El sacerdote con el que se confesó Pilar y el médico que la asistió en el parto. El hombre ha ido a ver al cura, pero éste no sabía nada de la adopción. Le ha matado para que no avisara al médico…

Eso indica desesperación —el va tallar el comissari.

—va acceptar l’Hilari—. Matar a un sacerdote así es lo que parece. Va a la clínica de Marcelo Sugranyes, consigue su objetivo, saber el nombre de los padres adoptivos, y también le mata, por venganza, tal vez, pero más para que no les avise. Acto seguido se presenta en casa de esa familia y se lleva a la niña.

¿Se ha llevado a la cría? —va saltar en Pablo García.

Venimos ahora de la casa.

Joder… —va dir força abatut—. ¿Encima un secuestro?

Yo no diría tanto.

¿Por qué?

Esas personas adoptaron a esa niña ilegalmente. Sólo se llevó lo que era suyo.

¡No me joda, Soler!

Mire, comisario. Esa monja era una hija de puta, aunque ahora todos digan que era una santa. Ayer estuve en un piso escondido lleno de jóvenes embarazadas, unas sin medios, y otras, hijas de personas influyentes, allí escondidas a la espera de dar a luz. El tinglado que tenía montado era de aúpa. Tanto la madre de la niña como ese hombre han hecho lo que cualquiera haría por un hijo.

¿Hasta matar a un sacerdote y una monja?

Hasta matar a un sacerdote y una monja. Por lo menos él.

¿Tan desesperado está ese tipo?

No lo sé. Se lo preguntaré cuando le coja.

¿Le cogerá?

.

¿Cómo?

No lo sé, pero lo haré, señor.

En Pablo García el va travessar amb una de les seves mirades glacials.

Feia mesos que l’Hilari havia d’aguantar aquella humiliació.

Massa mesos.

¿Alguien más sabe todo esto?

No.

Pues que no lo sepan.

Ningún periodista publicaría algo así. Se lo impedirían.

¡Faltaría más! ¿Sabe lo que significaría este escándalo?

¿Que cientos de mujeres empezarían a buscar a sus hijos y los reclamarían en los tribunales, cosa factible habiendo un registro?

Soler, no me vaya de Quijote, ¿quiere?

Sé que ningún juez le meterá mano a este caso, y más si muchos de los nombres de los padres adoptivos son de gente conocida, políticos, empresarios, militares… Pero lo cierto es que, además de las adopciones consentidas, a decenas de madres se les dijo que sus hijos habían muerto, y no es verdad. La hermana María se los robó. Les cambió la vida a todas esas personas, madres y niños.

Para su bien, claro. No lo haría al tuntún.

L’Hilari va serrar les dents.

Li preguntava com podia ser una sola persona jutge de tants destins?

Potser, si ho feia, acabaria defenestrat d’una vegada.

En Pablo García es va inclinar damunt la taula. El seu aspecte no havia millorat precisament amb el relat dels fets.

¿Tiene esa lista?

.

¿Aún la necesita para la investigación?

.

¿Me la entregará cuando termine?

Claro, comisario.

Va semblar que amb això en tenia prou.

¿Cómo espera encontrar a esos dos, sobre todo al hombre? —va preguntar el seu superior, portant l’interrogatori a la seva recta final.

Hay un testigo que le vio matar al padre Amancio Galobart. Espero que esté abajo, examinando las fichas, por si hay suerte y le tenemos fichado. Si no es así, la buscaremos a ella, aunque sólo tenemos su nombre. No hay más datos en la clínica.

Bien.

L’Hilari es va aixecar per anar-se’n al més aviat possible.

Soler —el va aturar el comissari.

¿Sí?

No li va agradar gens la seva mirada.

Estoy pensando en volver a juntarle con Martín Peláez.

El va envair una suor freda.

¿Por qué?

Porque no es bueno que haya bandos entre nosotros, en el departamento, ni siquiera en la comisaría. Somos un equipo. Nadie les pide que sean amigos, pero sí que trabajen juntos. Ésa es su responsabilidad. Una vez se ha exculpado a Peláez del accidente de ese chico, las aguas han de volver a su cauce.

Les paraules «accident» i «exculpat» se li van clavar a l’estómac. Li van venir nàusees.

He formado un buen tándem con Ernesto Quesada, señor —va objectar ell, buscant la millor defensa possible davant aquell despropòsit.

¿Cuestiona mi autoridad para saber lo que es mejor?

No la cuestiono, pero se lo pido por favor: no lo haga.

Soler…

Por favor.

En Pablo García va moure els llavis formant una ganyota de disgust. La grip devia fer-li la guitza. Però encara més que un dels seus homes no l’obeís cegament.

No devia sentir-se prou fort per discutir.

Resuelva este caso —va dir secament—. Hablaremos cuando lo haya hecho.

Sí, señor.

Va abandonar el despatx del comissari amb els punys tan estrets que se li van clavar les ungles als palmells de les mans. Les mandíbules també li formaven un biaix de noranta graus a banda i banda del rostre.

—Cabronàs de merda… —va xiuxiuejar.

Li havia parlat d’«equip»?

Llavors per què li donava sempre a ell els casos més problemàtics?

Va baixar a la planta baixa sentint-se més impotent que furiós. L’Ernest Quesada era amb en David, més calmat, assegut pacíficament mentre passava les pàgines amb les fotos dels fitxats. Semblava prendre-s’ho amb calma, ja que els mirava un per un, malgrat que l’assassí tenia un clar senyal d’identificació: el nas desviat. Les fotos, de cara i de perfil, a vegades eren dures, d’altres estremidores, la majoria patètiques.

L’Hilari es va acostar al seu company per parlar-li a cau d’orella.

—Quant fa que és aquí?

—M’han dit que gairebé mitja hora. On era vostè? Encara amb el comissari?

—Sí.

—Res de nou?

—No —va mentir—. Els crits de sempre.

—Caram, però si fins i tot tenim identificat l’assassí.

—S’ha llevat del llit engripat i tot. Està de molt mala llet.

En Quesada es va fixar en el testimoni.

Girava un altre full amb la més gran de les parsimònies.

—No crec pas que identifiqui ningú —va dir apesarat.

—Per què?

—Perquè seria increïble que estigués fitxat. No tenim mai aquesta mena de sort.

—Ningú no té una pistola si no és un delinqüent, o n’aconsegueix una sense contactes als baixos fons. Què hi ha de les trucades als Heredia de la guia telefònica?

—En Ruiz ja s’hi ha posat. He baixat per estar amb en David, per si de cas. Tot i que s’hi pot passar hores, aquí. Ara pujo.

—Entesos.

Es van adonar tots dos alhora que en David s’havia quedat quiet.

Molt quiet.

Mirava atentament una fotografia.

El testimoni de la mort del pare Amanci Galobart hi va posar un dit al damunt.

Exactament sobre el nas tort de l’home que acaba d’identificar.