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Mister Walters entregó un pañuelo a Blas Otero y otro al doctor Villalba. También les indicó dónde ponerlos. Luego, sobre ellos, se ubicaron los dos tenientes: Costa y Quesada. Les dieron las armas. El teniente Juan Ramón Costa era un hombre joven, no tendría aún veinticinco años. Aferró su pistola y se colocó de perfil.

Tiene miedo de morir. Finge lo contrario: se comporta como si el coraje lo impulsara. Pero hay algo que lo aterroriza: que yo levante mi brazo antes que el suyo, que apunte certeramente mi pistola y le hunda una bala entre los ojos. Por Dios, teniente Costa, ¿acaso no ve que ni siquiera me he colocado de perfil? ¿Que mi mano derecha apenas sostiene el arma, que bastaría un leve gesto para dejarla caer? ¿Que permanezco expuesto ante usted, de frente, abierto? Coraje, teniente, no vacile. Eleve su arma, apunte cuidadosamente y después no falle. Sólo eso le pido.

El teniente Julián Quesada murió sin intentar defensa.

Durante el viaje de regreso, el doctor Forrest miró a través de la ventanilla del coche. El sol del otoño era tenue pero cálido.

—Triste suerte la del teniente Quesada —dijo—. Era un mal día para morir.

Benjamín Villalba encendió un largo cigarro inglés.

—Ninguno es bueno —dijo.