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Fue durante la mañana siguiente cuando Julián Quesada —que había atravesado la noche en el barrio del Tambor, entre la vocinglería de los negros, el vino carlón y las riñas de gallos— se encaminó hacia el Fuerte. Transcurría el mes de noviembre de 1828. El sol desdibujaba la geografía de la ciudad. Los paredones punzó, pintados por obstinadas manos federales, dorreguistas, se tornaban amarillentas y ardían como una fritada espesa.

El teniente, con el paso rápido, decidido, transitó la plaza de la Victoria. Los ciudadanos estaban alborotados. Se reunían en pequeños grupos, chisporroteando. Hablaban en voz muy alta, moviendo ampliamente las manos, como si anunciaran grandes acontecimientos. Las voces llegaban hasta Quesada, pero éste no les consagraba su atención. Ya Benjamín Villalba le había informado sobre los sucesos cuya inminencia —según todos, inexorable— mantenía en vilo la imaginación de los habitantes, agitándoles el habla y los modales.

Cruzó la Recova Vieja y llegó a la plaza 25 de Mayo. Ahora, frente a él, estaba el Fuerte, con sus bastiones y sus puentes levadizos. Allí buscaría al coronel Vicente Lagos, quien, según le asegurara Villalba, tenía una misión para encomendarle.

Una misión. Una tenue señal dibujada en el horizonte. Algo que lo alejara de esta ciudad bullente, del cadáver de Nicasio Costa y sus fantasmales vengadores.

Villalba abundó en recomendaciones durante el regreso. Lucía preocupado. Preocupado por mi suerte, claro está. «No era», me dijo, «la vida de Nicasio Costa la que estaba protegiendo cuando le pedí que no lo matara, sino la suya». Le contesté —tengo mi orgullo, Baigorria— que no se desvelara tanto por proteger mi vida, que yo solo me bastaba para hacerlo.

No le disgustó mi altanería. Quizá, aventuro, era lo que verdaderamente apreciaba de mí. Me palmeó con afecto y luego encendió otro de sus cigarros ingleses. Entonces dijo: «Se avecinan horas de sangre y terror. No le exagero, teniente. Dentro de pocos días, nadie estará seguro en esta ciudad».

Le pregunté por qué me contaba eso. Le pregunté, también, si creía que yo corría algún peligro en especial, más allá del común que corrían todos. Me dijo que Nicasio Costa, pese a sus años, pese a su decadencia física y hasta moral, lideraba una importante parcialidad política, que tenía en ella muchos amigos, y que esos amigos, a partir de la muerte que yo le había inferido, eran ahora mis enemigos mortales.

«Lo matarán», fue su vaticinio sombrío. «Aprovecharán la multiplicidad y confusión de los acontecimientos, y será usted presa fácil para ellos. Su muerte, apenas, se verá como una de las tantas consecuencias —inevitable y justificada, para muchos— de la arbitrariedad de los rebeldes».

Le pregunté por qué no me lo había dicho antes. Me contestó que hubiera sido inútil. Que nada —ninguna advertencia, por terrible que fuera— me habría impedido aceptar ese duelo. Le dije que sí, que era cierto, que me conocía bien. Insistió entonces: «Pero aún no es tarde. Si hace lo que yo le digo, se salvará». También le dije que sí, que haría lo que él me dijera. Que careciendo yo por completo del ánimo y la imaginación para trazar mi destino, aceptaba gozoso que él lo trazara por mí.

—Vengo a ver al coronel Vicente Lagos —dijo el teniente Quesada con una voz firme y casi autoritaria. Enseguida agregó—: Me espera.

Atravesó el patio del Fuerte en busca del despacho que le habían indicado. Un sargento lo hizo pasar y le señaló una silla.

—Siéntese, teniente —dijo—. Ya viene el coronel.

Quesada obedeció. Se quitó el morrión y cruzó las piernas. Sus botas aún brillaban. No recordaba cuándo, pero sabía que al lustrarlas por última vez, lo había hecho con esmero.

No demoró en aparecer el coronel Vicente Lagos. Era un hombre alto y corpulento. Una barba oscura le poblaba una cara en la que bailoteaban dos ojos pequeños pero brillosos, inasibles.

El teniente Quesada se puso de pie y entrechocó sus talones. El sonido rebotó caprichosamente en las paredes. El coronel Lagos meneó su cabeza e hizo un gesto vago con la mano, como si le pidiera que le ahorrara esas estridencias de cuartel.

—Puede sentarse, teniente —dijo—. Y hablemos en voz baja. —Sus ojos brillaron aún más cuando dijo—: Las paredes oyen.

El teniente se sentó y permaneció tieso, con el torso muy erguido, esperando las palabras de ese hombre que —lo sabía— prefigurarían su destino.

—¿Qué edad tiene, teniente? —preguntó el coronel mientras encendía un cigarro y se sentaba cómodamente ante el amplio escritorio.

—Veintiséis años —contestó Quesada. Luego, con voz apagada, agregó—: No soy joven.

El coronel fijó levemente su mirada danzarina en el humo de su cigarro. Como quien saca ciertas conclusiones, dijo:

—Es cierto. No es joven. —Y luego—: Pero, sin embargo, nadie podría decir que no ha vivido más allá de los límites de sus años.

—No le entiendo.

—No importa.

—Preferiría entenderlo.

—Vea, teniente, es muy simple. Por lo que sé de usted, por lo que el doctor Villalba me ha contado, su vida está poblada de acontecimientos inusuales, a veces extraordinarios. Como la muerte del doctor Nicasio Costa, por ejemplo.

—Perdone, coronel, pero yo no llamaría a eso un acontecimiento inusual ni extraordinario.

La cara del coronel Lagos quedó envuelta en una densa nube de humo. Se le oyó decir:

—¿Y cómo lo llamaría? ¿Una aventura?

El teniente se encogió de hombros, despectivo. Entonces preguntó:

—¿Desde cuándo despiojarse es una aventura?

—Ni los años ni la guerra le quitaron la arrogancia, teniente.

—Se equivoca, coronel. Lo contrario es la verdad. Nada extraordinario creo haber hecho con provocar la muerte del doctor Nicasio Costa. Eso es lo que pienso.

El coronel se puso de pie y caminó hasta una ventana. Miró hacia afuera.

—Yo no pienso así —dijo secamente—. Esta ciudad está por volar por los aires. Cualquier acción puede ser fatal.

—Estoy informado, coronel. El doctor Villalba me ha ilustrado abundantemente sobre la situación que impera en Buenos Aires. Además, no soy tonto, he frecuentado el Café de la Victoria y sospecho qué tipo de acontecimientos se avecinan.

El coronel Lagos se apartó de la ventana. Inclinó perceptiblemente su cabeza, como si reflexionara, y luego retornó al escritorio. Se sentó, cruzó sus manos bajo la barbilla y —cuando miró fijamente al teniente Quesada— sus ojos ya no danzaban.

He logrado que me respete. Que sienta el peso y la presencia de mi cuerpo dentro de este recinto. Que no me crea una hoja miserable, víctima de las turbulencias de un destino incierto. Aquí, frente a usted, coronel Lagos, hay un hombre que ignora el futuro rumbo de su vida, pero no por eso se entrega a la desesperación, ni lo paraliza el terror.

—Veamos, teniente —dijo Lagos meneando suavemente su cabeza—, ¿qué espera de mí?

—Una misión. Eso, al menos, dijo el doctor Villalba que usted iba a darme.

El coronel Lagos volvió a encender su cigarro. No hubo tanto humo esta vez. Fue harto visible el brillo de sus ojos cuando los hundió en los del teniente Quesada. Hubo un largo, presagioso silencio. Entonces Lagos preguntó:

—¿Oyó hablar alguna vez del coronel Manuel Andrade?

El teniente vaciló.

—Creo que fue un soldado de valor —dijo después—. Un héroe de las guerras de la independencia.

—¿Fue? —preguntó Lagos—. ¿Ha dicho usted… fue? ¿Cree que ha muerto?

—Es algo que ignoro.

—No es casual. El Ejército ha mantenido apartado al coronel Manuel Andrade durante estos años. No participó en la guerra contra el Brasil, por ejemplo. Y sé que le habría gustado lucirse en Ituzaingó.

—¿Por qué lo apartaron entonces?

—No es algo que nosotros podamos saber, teniente. Aunque usted sí. Usted quizá pueda averiguarlo.

—¿Por qué?

—Porque pasará a integrar sus tropas.

—¿Esa es mi misión entonces?

—¿Esperaba algo más?

—Esperaba regresar al frente. La guerra no terminó aún.

—La guerra está terminada, teniente —dijo con fastidio Lagos—. Dorrego firmó la paz y con ella su sentencia de muerte.

Se levantó con brusquedad. Volvió a acercarse a la ventana. Volvió a cubrirlo el humo de su cigarro. Dijo:

—Dije algo que debía haber callado. Hablé de más. A partir de este momento, escuche mis instrucciones y no haga preguntas. ¿De acuerdo?

Quesada asintió con un firme movimiento de cabeza. Lagos continuó:

—El coronel Manuel Andrade está con sus tropas en el sur, en el Fuerte Independencia. Comanda el Séptimo Regimiento de Caballería. Usted cruzará el desierto para entregarle una carta que yo voy a darle ahora. Queremos mantener informado al coronel sobre la situación imperante. Lo necesitamos. Cuando llegue junto a él, se pondrá a sus órdenes. Su misión, teniente Quesada, consiste entonces en llevar esa carta hasta el coronel Andrade, y a partir de ese momento, en obedecerle. —Lagos volvió a sentarse ante el escritorio y miró a Quesada. Dijo—: Espero haber sido claro.

Quesada asintió en silencio.

Lagos abrió un cajón del escritorio y extrajo dos sobres. Los extendió hacia Quesada. Quesada se puso de pie y los agarró. No volvió a sentarse. Lagos dijo:

—Uno de estos sobres es para el coronel Andrade. El otro es para usted. De éste voy a hablarle, pues del otro, cuanto menos sepa, mejor. ¿No quiere volver a sentarse?

—No, gracias.

—Mejor así. No demoraré mucho. Su sobre, teniente, contiene una breve biografía del coronel Andrade. Ha sido escrita, sin duda, por algún amanuense del Fuerte, deslumbrado por los guerreros de la Independencia. No es, sin embargo, excesiva. No creo que cuente nada que en verdad no haya ocurrido. La encontré en la foja de servicios del coronel Andrade y la reservé para usted. Podrá mitigar las inclemencias del viaje con su lectura. Y, sobre todo, podrá conocer algo del hombre que lo espera en ese desierto.

El teniente Quesada nada dijo. El coronel Lagos cerró con fuerza el cajón del escritorio. Continuó:

—La travesía es larga, agotadora. Le aconsejo emprenderla durante la noche. Hemos reservado un buen caballo para usted. Queremos que llegue, Quesada. Queremos, necesitamos que el coronel Andrade tenga esa carta. Por eso, no irá solo. Si fuera solo, existiría una posibilidad que no nos podemos permitir: la de que usted no llegue. Lo acompañará el mejor rastreador de la provincia: Andrés Baigorria. Vive en el barrio del Tambor. Váyase hasta allí y pregunte a cualquiera por él. Lo encontrará. —Apagó su cigarro aplastándolo casi con fiereza. Una vez más, la última, miró a Quesada. Sus ojos bailotearon maliciosamente, más inasibles que nunca. Dijo—: Ayer, casi con desesperación, el doctor Villalba me pidió una misión para usted. Una misión que lo arrancara de Buenos Aires. Ahora la tiene. Sé que no es la que usted hubiera querido. Pero es la que yo puedo darle. Que Dios lo acompañe, teniente.