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Se internó entre los rancheríos del Tambor. Otra vez surgieron esas construcciones exiguas, pintadas de rojo y agrietadas por los soles. Más que verlas, las adivinó: la noche seguía siendo muy oscura, la luna mezquina. Había fogatas, con hombres conversadores que se arrebujaban alrededor. Y el griterío lejano de alguna riña de gallos.
Finalmente llegó al rancho. Seguía tal como lo dejara; pintado con los colores de los dragones: azul, colorado y blanco. Ató el caballo a un poste y caminó hasta la puerta. Estaba asegurada con una correa de cuero. El teniente extrajo su sable y la cortó de un tajo. Entró.
No había nadie. Se sentó y esperó. Sobre la mesa, estaban el mate y la pava de Baigorria. Observó el cuarto: había muchas cosas de Baigorria, objetos que él ya no usaría ni vería jamás, pero que ahora señalaban su ausencia. Era así: también los muertos dejan un rastro.
Alguien apartó entonces la cortina que separaba las dos partes del rancho. Era Tumba. Lucía tan hermosa, oscura y salvaje como en el recuerdo del teniente. Allí estaba: la mujer por la que Baigorria perdía el sueño durante las noches del desierto. Vestía una tela leve anudada en la espalda. También así la recordaba el teniente. Se sentó sobre el camastro y quedó en silencio, como si aguardara.
—Baigorria está muerto —dijo Quesada—. Murió en el desierto. Lo ataron a un cañón e hicieron fuego. Voló por los aires, despedazado.
Tumba se puso de pie y abandonó el cuarto.
El teniente se tendió sobre el camastro. En instantes, dormía.