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El teniente Quesada no se sorprendió al verificar —apenas hubieron comenzado la marcha del día siguiente— que el ánimo de la tropa no se había alterado en demasía. Una serenidad profunda se había adueñado de todos; una serenidad que estaba en la respiración de los hombres y las bestias, que era pausada, uniforme, pues ya no la alteraba el arbitrio del coronel. Pero, igualmente, la incertidumbre y la tristeza penetraban a ese ejército por todos sus resquicios, dominándolo. Habían sido informados de las cautelosas decisiones del jefe que ahora marchaba al frente de la columna: cabalgarían primero hasta el Fuerte Independencia —o, en verdad, hasta lo que de él quedara— y luego continuarían rumbo a Buenos Aires. Ninguna alegría, sin embargo, asomaba a través de esos rostros pesarosos. Sólo una mayor liviandad, un aflojamiento de los cuerpos y las almas, pero no más.
«Parecemos un ejército derrotado», dijo el doctor Forrest al teniente. Y luego agregó: «Y creo que somos exactamente eso». El teniente sentía bajo su cuerpo el cuerpo poderoso del moro. Pero, ¿quién nos ha derrotado, doctor? Si nadie nos ha presentado batalla. Si somos un ejército intocado. Si nuestros únicos muertos lo han sido por la mano demencial de quien era nuestro comandante. Entonces, ¿de qué derrota habla, doctor? ¿O es que acaso hubo una batalla? No la hubo, ni la habrá. Porque ni siquiera somos eso, doctor. Ni siquiera somos un ejército derrotado.
El coronel Andrade ocupaba una de las carretas, acompañado por la niña. Había sido tal su mansedumbre al aceptar el lugar que le fuera indicado para la marcha, que el teniente, compasivo, ordenó que lo liberaran de sus ataduras. Ahora viajaba con las manos sobre sus rodillas, calmo y con la mirada fija en alguna lejanía.