3
Esa noche, en la tienda del teniente Quesada, Domingo Ramírez explicó cómo conducir el Regimiento hacia la nueva meta que todos se habían fijado: el Fuerte de Buenos Aires. «El problema es uno solo», dijo. «¿Cómo salir de aquí? Este lugar, teniente, es casi una alucinación del coronel Andrade. Yo —y no me avergüenzo al decírselo— no lo conocía. Entonces, cualquier intento por regresar a Buenos Aires buscando el camino desde aquí, sería, al menos, riesgoso». Se detuvo un instante y luego agregó: «Usted dirá».
Quesada le dijo que nada distinto tenía que decirle, que se sometía a su experiencia y su juicio. Y le preguntó por fin: «¿Qué sugiere para sacarnos de aquí?» Ramírez contestó sin vacilar: «Seguir nuestro propio rastro hasta el Fuerte Independencia. Una vez allí, el camino a Buenos Aires lo conocemos todos». El teniente Quesada miró de soslayo al doctor Forrest, el doctor aprobó con un leve movimiento de su cabeza y entonces dijo el teniente: «Muy bien, Ramírez. Fiaremos lo que usted dice». Luego le dio orden de retirarse.
Cuando el rastreador hubo desaparecido, dijo el doctor Forrest: «Le confieso, teniente, que sólo me sentiré tranquilo cuando lleguemos al Fuerte Independencia y reencontremos la ruta hacia Buenos Aires. Pues por las palabras de Ramírez, deduzco que el trayecto entre Las Aguadas y el Fuerte sólo ha sido trazado por los fantasmas del coronel Andrade, y está poblado por ellos». «Los fantasmas no forman ejércitos», dijo el teniente. «Por lo tanto, si ése es su temor, tranquilícese: nadie nos atacará». El doctor tomó un trago de whisky. «Dios lo oiga», dijo.