10

Los días se hicieron largos en el Fuerte Independencia. Cada uno más largo y caliente que el anterior. Mediaba diciembre y el sol era vertical, ardía largamente y se demoraba hasta morir en el horizonte, entre un cielo rojizo que figuraba el fuego pero era el frío y también la noche. A través de la ventana de su habitación, el teniente Quesada veía una luna circular y blanca que era siempre igual, tan igual que ni siquiera le era útil para medir el tiempo, el fin de cada día, el transcurrir de la espera. Se arrebujaba en su camastro y laboriosamente trataba de dormir, evocando imágenes de su infancia, o alguna canción que solía cantar su madre. El pasado, sólo lo bueno del pasado.

Lo exasperante no era la demora del teniente Santiago Velazco, sino otra cosa: que nadie hablara de él. Nadie parecía esperar su regreso. Y aquél que debía esperarlo era menos que una sombra. Era una persistente ausencia, sólo una voluntad que, escasamente, accedía a expresarse a través de su caricatura, el torpe teniente Ocampo.

Los encuentros con Baigorria se volvieron rutina. Pero una rutina que el teniente aceptó con agrado, que le ayudó a sobrellevar el tiempo, aunque nunca a olvidar la espera. «Le queda como pintado ese uniforme, teniente», le dijo Baigorria el día que lo vio con las ropas del Séptimo de Caballería. «Parece un cielo sin nubes».

Durante las noches, a la luz y el calor de los fogones, se acostumbraron a comer la carne que asaban los soldados. Curiosamente, en las conversaciones, tejidas por historias de aparecidos o hazañas y desventuras de las guerras en que habían agostado sus fuerzas esos veteranos, nadie nombraba al coronel Andrade. Era como si para ellos, para esos soldados, sólo existiese el presente. Como si el teniente Velazco no estuviese ahora cabalgando hacia el Fuerte Independencia, trayendo la orden que el oculto jefe de las tropas esperaba para lanzarlas a la guerra.

¿Era así —se preguntaba a veces Quesada— o el equivocado era él, y la verdad la tenían los sabios y curtidos soldados, la gente de los alrededores del Fuerte, y allí no era la guerra lo que estaba por suceder sino solamente esto, lo que ahora sucedía: los largos días, el frío de las noches, las charlas junto a los fogones, y esa alegría fácil, sencilla, ese alboroto nunca desbordante, pero posiblemente más real que sus fantasías? Se agitaba en estas dudas, y hasta el sueño llegó a abandonarlo durante las noches.

Aprendió el trabajoso arte del ajedrez. El doctor Forrest fue un maestro esmerado y piadoso, pues nunca lo humilló con sus conocimientos. Prefirió vaciar varias petacas de whisky, fumar sus cigarros ingleses y dormir largas siestas que se estiraban hasta el anochecer, cuando se levantaba para sentarse frente al tablero de ajedrez y frente a su discípulo y adversario Quesada. El teniente Ocampo entró y salió, cada vez con menor frecuencia, de la habitación del jefe oculto, pero nunca trajo una noticia, ni siquiera una palabra, que pudiera echar alguna luz sobre el enigmático futuro que a todos esperaba.

Cierta noche, atormentado por el insomnio, el teniente Quesada abandonó su habitación. Salió a la galería, se apoyó en una columna y dejó vagar su mirada por el patio del Fuerte, tenuemente iluminado por algunos fanales con aceite de potro. La luna, como siempre, estaba allí y era la misma —blanca y fría y circular—, la misma que veía desde, ¿cuántas noches ya? No había perdido la cuenta, sino que había dejado de numerarlas.

De pronto, en la galería de enfrente, una puerta se abrió y se cerró. Instintivamente, el teniente se guareció tras la columna. Luego, con extrema cautela, deslizó su mirada. Un hombre delgado, muy erguido, con el uniforme del Regimiento pero con un morrión de copa más alta que los comunes, atravesaba la galería hacia uno de los mangrullos, el del frente, el más elevado de los dos que había en el Fuerte.

El teniente esforzó sus ojos, concentró en ellos toda la fuerza de su espíritu, tratando de atravesar las sombras. El hombre subió ágilmente una escalera. Cuando llegó a lo alto, el vigía lo saludó y abandonó de inmediato el mangrullo, como si eso ya estuviera convenido. El hombre quedó solo, solo en lo alto del mangrullo.

Ahora la luna iluminaba su rostro, brillándole en los ojos. Tenía la nariz recta, los pómulos salientes, la barba en punta. Y el cuerpo inclinado hacia adelante. ¿Por qué así, hacia adelante? Parecía una fiera al acecho. El horizonte lo atraía. Tenía su vida puesta en ese horizonte. Lo miraba como descifrándolo: una polvareda, un brillo, un ruido, cualquier signo que anunciara lo por venir. Permaneció allí, como hipnotizado.

El teniente Quesada abandonó la galería. Regresó a su habitación, cerró la puerta y se arrojó sobre el camastro. Durante horas, quizá durante toda la noche, no pudo cerrar los ojos. Un insomnio tenaz se los mantuvo abiertos en medio de la oscuridad. Sólo sentía los latidos de su corazón.

Había conocido al coronel Manuel Andrade.

Tampoco él podía dormir.