10
La oscuridad era aún mayor en las calles que en el cuartel. No había luna. En cada cuadra, clavado en un muro o atado en el extremo de un poste, un farol con una vela de sebo. La ciudad estaba silenciosa y solitaria. Sólo se oía el ruido de los cascos de los tres caballos. El coronel vacilaba en su silla, tambaleándose según los pasos que diera su animal, pero no parecía en peligro de caer. Cuando llegaban a alguna esquina, cuando transitaban cerca de algún farol, sus sombras se alargaban contra los muros, como si huyeran o se esfumaran. Así, llegaron hasta el Fuerte.
Quesada se identificó ante la guardia y entraron. El patio del Fuerte estaba levemente más iluminado que el otro, el del cuartel de la Recoleta. Pero sólo esto: levemente. Además, una luna mezquina acababa de asomar, y alguna luz arrojaba. Quesada se apeó del moro y pidió a un sargento que le avisara al coronel Vicente Lagos que aquí estaban ellos: él, el doctor Forrest y el coronel Andrade, pero que era él quien deseaba hablarle. El sargento —entre indiferente o aburrido, pero en modo alguno curioso— echó una mirada sobre el coronel. Luego se alejó sin apuro.
Al rato, regresó. «El coronel lo espera», dijo. Quesada miró al doctor. «Ya vuelvo», le dijo. Y caminó hasta el despacho del coronel, que —dedujo— no sería otro que aquél donde éste le entregara (¿cuánto tiempo hacía ya?) el sobre para el coronel Andrade y la biografía del héroe. Golpeó, alguien dijo «entre», y entró.
Allí estaba el coronel Vicente Lagos, con su barba y sus pequeños ojos inquietos. Indagó brevemente a Quesada, quien respondió todas sus preguntas. Luego, refiriéndose al coronel Andrade, dijo: «Haga que lo envíen a la enfermería. Ya nos ocuparemos de él». «Sí, señor», dijo Quesada, no sin sorprenderse por la naturalidad con que Lagos aceptaba la locura de Andrade. Bruscamente pensó: esa locura estaba prevista, formaba parte de esta guerra, ya había sido dibujada en algún mapa de campaña, y así todas nuestras desdichas. Evitó este vértigo y preguntó: «¿Necesita algo más de mí?» «Sí», asintió Lagos. «Váyase por un tiempo. Desaparezca. Luego lo llamaremos». Encendió un cigarro y concluyó: «Si es necesario».
Quesada regresó al patio del Fuerte. Allí, todavía sobre su cabalgadura, estaba el coronel Andrade: el héroe de la Independencia, el guerrero temible, el hombre que los había atormentado en el desierto. Tenía la cabeza gacha, el rostro en sombras y sostenía blandamente las bridas. Quesada llamó al sargento y a un par de soldados. Les dijo: «El coronel Lagos ordena que conduzcan al coronel Andrade hasta la enfermería». El sargento miró al coronel y sonrió. «Si es que puede llegar», dijo. «No se insolente», dijo Quesada, con más furia que palabras. El sargento no respondió. «Ayúdenme», dijo a los soldados. Hicieron descender al coronel del caballo y lo llevaron lentamente hasta la enfermería. Quesada giró hacia el doctor y le preguntó: «¿Lo dejarán allí?». El doctor movió negativamente su cabeza. «No creo», dijo. «Mañana lo enviarán al Asilo para Hombres». Hizo un silencio, y luego dijo: «Es allí donde los mandan». «¿A los locos?», preguntó Quesada. «Sí», contestó el doctor, «a los locos».
Permanecieron en silencio durante un largo momento. Sabían que se estaban despidiendo. El doctor Forrest dijo: «Regreso al cuartel de la Recoleta, teniente. Con los soldados. Todavía pertenezco a ese Regimiento». Quesada sonrió tristemente. «Al menos tiene un lugar en el mundo», dijo. Forrest preguntó: «¿Y qué será de usted? Si deseo verlo, ¿dónde estará?» Quesada vaciló. Unas nubes densas cubrieron la luna y la oscuridad se adueñó del patio del Fuerte. Quesada dijo: «Viviré en el barrio del Tambor. En el rancho de Baigorria».
Se abrazaron. Luego, el doctor montó su caballo y se alejó. Quesada tomó las bridas del moro y lo condujo hasta la caballeriza. Aquí, le acarició el cuello. Con la mano muy abierta, pesada, le acarició largamente el cuello. Entonces, recién entonces, lo abandonó.
Eligió un alazán, lo montó y buscó la salida del Fuerte. A través de la ventana de la enfermería, creyó adivinar la sombra del coronel Andrade.