1
El coronel hizo detener la columna a menos de un centenar de metros del Fuerte. Los pájaros negros se agitaban en lo alto, aguardando su hora. Eran muchos los cadáveres que rodeaban el Fuerte y muchos también los que asomaban por las murallas, con la mitad del cuerpo pendiendo hacia afuera y hacia adentro la otra, cubiertos todos de sangre y algunos decapitados.
«Teniente Velazco», dijo el coronel Andrade. «Sí, coronel», dijo el teniente. «Treinta hombres conmigo», ordenó el coronel, y comenzó a marchar hacia la puerta del Fuerte, que estaba ominosamente abierta, como invitando a la visión de la tragedia.
El coronel extrajo su sable y lo aferró con tal fuerza que el cuero blanco de sus guantes se estiró por la presión de los nudillos. «Teniente Quesada», llamó. El teniente azuzó su cabalgadura y se colocó a la vera de su jefe. «Sí, coronel», dijo. El coronel, sin mirarlo, ordenó: «Cuente los cadáveres». El teniente asintió firmemente con su cabeza y repitió: «Sí, coronel». Y lo dijo como si ya supiera que esa tarea habría de serle encomendada.
Atravesaron la puerta del Fuerte. De las vigas de las galerías colgaban varios cadáveres. Los habían ahorcado con cuerdas y también con cinturones. El coronel detuvo su moro en el centro del patio, junto al mástil. La bandera aún flameaba en lo alto, libre de la depredación del enemigo. Los demás cadáveres estaban amontonados, formando pilas caóticas, monstruosas. Había tres, cuatro, cinco de ellas en el patio del Fuerte. La mayoría habían sido degollados o apuñalados en el corazón, pero otros no: otros habían sido decapitados y sus cabezas habían rodado sobre el suelo hasta detenerse allí, donde ahora estaban, exhibiéndose como grandes frutas hediondas ante la mirada del coronel Andrade y sus hombres.
Entonces se abrió una de las puertas de las habitaciones y todos miraron hacia allí. Algo había sobrevivido a esa minuciosa devastación. Era el teniente Ocampo. Tambaleante, caminó algunos pasos y se detuvo. Estaba cubierto de heridas. Su uniforme ya no era azul, sino que tenía el color de su sangre. Con firmeza, con el deseo de mostrar que aún estaba con vida, sostenía en la diestra su sable, teñido con la sangre de quienes lo habían martirizado. Caminó hasta el coronel Andrade, lo miró con unos ojos turbios y extraviados, y dijo: «No me rindo».
El coronel miró con piedad a ese despojo humano cuya demencia se expresaba en el modo del coraje. «Teniente Ocampo», dijo, «entrégueme ese sable que ya para nada le sirve y póngase en manos del doctor Forrest, quien examinará sus heridas». Hizo una pausa y añadió: «Aún puede vivir». El teniente abrió sus labios pero no profirió palabra alguna. La boca se le llenó de una sangre oscura y espesa que luego se deslizó pesadamente sobre su barbilla. Tambaleó. Pero, aun cuando todos creyeron que iba a caer, logró sostenerse sobre sus dos piernas muy abiertas, luego de un movimiento inarticulado y torpe como el de un bufón patético. Entonces volvió a mirar al coronel Andrade y dijo: «Soy el teniente Juan Carlos Ocampo, del Séptimo Regimiento de Caballería». Y repitió: «No me rindo». Y luego sus ojos giraron hasta ponerse blancos, soltó el sable y se derrumbó sobre la tierra.
«Doctor Forrest», llamó el coronel Andrade; y cuando el doctor estuvo a su lado, añadió: «Ocúpese de este hombre». El doctor Forrest se apeó del caballo y dirigiéndose al sargento Castro y otros soldados, dijo: «Ayúdenme a llevarlo a la habitación de los oficiales». Lo agarraron de los brazos y las piernas y lo transportaron cuidadosamente. El teniente Ocampo seguía inconsciente y la sangre que manaba de su boca era cada vez más oscura y densa. Lo depositaron sobre su camastro. El doctor Forrest le abrió la chaqueta y le apoyó una mano sobre el corazón. «Todavía vive», dijo, aunque sin demasiada certeza y también con aflicción, ya que enseguida añadió: «Lo mejor que puede sucederle es la muerte. Tiene demasiadas heridas. Ni un milagro podría salvarlo». Entonces el teniente Ocampo abrió los ojos. El doctor le dijo: «Teniente, soy el doctor Forrest. ¿Me reconoce?» Los ojos del teniente se detuvieron en el rostro del doctor, pero luego se deslizaron, ignorándolo, y se posaron sobre una figura que acababa de entrar en la habitación y que ahora se erguía allí, también junto al camastro, hierática y temible. Era el coronel Andrade.
El teniente fijó sus ojos en los de su jefe y un destello de terror y lucidez atravesó su rastro. Entonces dijo: «Coronel». Y sus ojos se paralizaron, pues la súbita comprensión de la realidad acababa de arrancarle la vida. El doctor estiró su mano, la colocó sobre la frente del teniente y luego la deslizó sobre sus ojos, cerrándoselos. «Está muerto», dijo, y se sintió un estúpido por decir algo que todos los que estaban allí ya sabían que había ocurrido.
El coronel Andrade giró bruscamente y abandonó la habitación.