1

Más allá de las navidades —durante las que no ocurrió nada que alterase la rutina del Fuerte, ninguna algarabía, ningún fervor religioso, ningún «Jesús» que inundara más de lo frecuente el habla de la soldadesca—, regresó el teniente Santiago Velazco. Era un hombre de mediana estatura, algo cuadrado, pero ágil y repentino. Tenía una cicatriz en la mejilla izquierda. Dejó su cabalgadura en manos del soldado rubio y anteojudo de la caballeriza, se sacudió con violencia el polvo del desierto y se dirigió resueltamente hacia la habitación del coronel Andrade.

Golpeó la puerta, algo dijo y entró.

El doctor Forrest dejó deslizar la cortina de la ventana de los oficiales. Cuando giró, sintió la mirada expectante del teniente Quesada buscándole los ojos.

—Nuestra espera ha terminado —le informó—. Es el teniente Santiago Velazco. Acaba de entrar en la habitación del coronel Andrade. Por sus gestos, por el modo de sacudirse la polvareda, por el modo en que caminó hasta la habitación del coronel y golpeó su puerta, deduzco que la noticia que trae es la vieja y siempre renaciente noticia de la guerra. Ya no lo dudo, saldremos a campaña.

Bienvenida esta guerra, doctor. Cada día, en el Fuerte Independencia, era tan idéntico al anterior, que el tiempo había dejado de existir. Ahora todo ha saltado por los aires, todo vuelve a empezar. Enfrentaremos el desierto, buscaremos algún enemigo y el sueño de las noches retornará.

El teniente Ocampo ha regresado a la habitación y ahora reposa sobre su camastro, con la nuca apoyada entre sus manos y las piernas cruzadas. Respira con cierta agitación y tiene los ojos muy abiertos, fijos en algún punto del techo.

Ni el doctor ni Quesada le dirigen la palabra. Lo dejan entregado a sus pensamientos, o a sus emociones, que parecen abrumarlo.

El doctor Forrest no se ha apartado de la ventana. Ahora saca su petaca y bebe un dilatado trago de whisky. Luego, vuelve a mirar hacia la habitación del coronel Andrade. Esa puerta —piensa— no demorará en abrirse. ¿Saldrá por ella sólo el teniente Velazco, o el coronel, por fin, accederá a exhibirse nuevamente ante sus subordinados? La voz del teniente Ocampo —un rezongo abrupto y bochinchero— lo arranca de sus cavilaciones.

—Me echó sin miramientos —se ha lanzado a decir—. Como a un perro molesto, una alimaña o qué sé yo. Señaló la puerta y me dijo: «Ocampo, váyase de aquí». Le hubieran visto la cara a Velazco: reventando de orgullo, así estaba. —Ahora se ha puesto de pie y se dirige torpemente hacia el armario de las bebidas. Un rubor que rezuma el despecho y también la envidia le tiñe el rostro. «Va a terminar por habituarse a beber», piensa Quesada. Ocampo continúa—: ¿Quién lo ha servido durante todos estos días? ¿Acaso no cumplí sus órdenes con eficacia? Contésteme usted, doctor. ¿Fui o no fui eficaz?

—Esas órdenes que usted menciona, teniente —dice el doctor—, fueron muy pocas. Si algo eligió el coronel para mantener su poder o su leyenda, fue la reclusión, la ausencia.

Ocampo echa coñac en un vaso hasta desbordarlo. Al hacerlo, le ha temblado la mano. Luego dice:

—Por Dios, doctor, no se ponga difícil. Le pregunté por las órdenes. Muchas o pocas, creo haberlas cumplido.

—Si eso le preocupa, tranquilícese. Las cumplió.

—¿Merezco este trato, entonces? ¿Esta ingratitud, este desprecio?

—No sé —contesta el doctor Forrest, que ha vuelto a mirar a través de la ventana—. Pero puede preguntárselo al teniente Santiago Velazco. Viene hacia aquí.

Ocampo toma un desmedido trago de coñac. El alcohol se desborda por las comisuras de sus labios y le mancha el uniforme. Resopla como un caballo agitado. Abandona el vaso y se desploma sobre su camastro. Entonces permanece allí, silencioso, tieso, buscando aquietarse.

El doctor Forrest abandona la ventana y busca su lugar predilecto, el sillón frente al tablero de ajedrez. Quesada, absurdamente, toma un alfil y traza una diagonal sobre el tablero, atacando a un adversario inexistente, pues nadie, en esa habitación, aguarda otra cosa sino la inminente llegada del teniente Velazco.

La puerta se abre y se cierra. Ahora, frente a los tres hombres, está Velazco. Tiene el rostro quemado por el sol del desierto aunque la cicatriz —la cicatriz de su mejilla izquierda— ha permanecido pálida. Esa cicatriz, lejos de desmerecerlo, exalta su coraje, pues sólo de frente, mientras atacaba, han podido inferírsela, cuerpo contra cuerpo, en algún feroz entrevero. ¿Quién podría dudarlo? —se dice Quesada—. Un hombre con una cicatriz así es un valiente.

—No me asombraría saber que ya no esperaban mi regreso —dice Velazco.

El doctor Forrest extrae su petaca y bebe. Luego dice:

—Se equivoca, teniente. Sólo eso esperábamos: que usted volviera.

Velazco se quita el morrión y se rasca con fuerza la cabeza.

—Pude haberme quedado en ese desierto —dice—. Muerto o loco, lo mismo da. No faltó mucho. —Se sienta sobre una de las camas, arroja a un costado el morrión y se pasa las manos por el rostro. Cuando las retira, sus ojos están mirando a Quesada. Dice—: ¿No le pasó lo mismo a usted, Quesada?

—Tuve más suerte: no vine solo —contesta Quesada, repentino. Aunque, de todos modos, la pregunta de Ocampo lo ha sorprendido. Ni siquiera se habían saludado. Pero claro: ¿qué sentido tenía? Ya el coronel Andrade le habría advertido sobre su presencia. Entonces añade—: Me acompañó el rastreador Andrés Baigorria. Conoce ese desierto como la palma de su mano.

—Y más aún, diría yo —dice Velazco—. No hay otro como Baigorria. Lo conozco y sé que es el mejor.

—¿Le sirvo un coñac, teniente? —pregunta el doctor—. Debe tener seca la garganta.

Ocampo gira sobre su camastro y ahora ofrece su espalda, aislándose, como despreciando. Velazco lo mira de soslayo y se encoge de hombros. Dice:

—Gracias, doctor. Mi garganta está bien.

Quesada se pone de pie y camina hasta detenerse frente a Velazco.

—Cuando salí de Buenos Aires —dice—, todo estaba por perder su cauce, por estallar. ¿Qué ocurrió? Usted debe saberlo.

Velazco, con pereza, se acuesta sobre el camastro y se cubre los ojos con el morrión, como disponiéndose a dormir. Entonces dice:

—Ocurrió lo necesario como para lanzarnos a todos a la guerra. Lavalle se apoderó del gobierno, y fusiló a Dorrego en Navarro. Del resto, sé tanto como ustedes. Además, el coronel Andrade me ha prohibido contar estas cosas. Para eso es nuestro jefe. Lo que haya que saber, lo sabremos por él.