12

Durmió mucho: era mediodía cuando despertó. Desde la mesa, Tumba lo miraba. Se sentó frente a ella. La mujer comía una carne magra. Cortó un pedazo, lo puso en un plato y lo extendió hacia el teniente. «Gracias», dijo Quesada; pero ella nada dijo. Se levantó, agarró un vaso y le puso vino. Luego lo colocó frente a Quesada. Quesada bebió un largo trago y volvió a decir «gracias»; pero ella tampoco contestó y salió del cuarto.

Quesada se puso de pie, se secó la boca y sacudió el polvo de su uniforme. Después abandonó el rancho. Allí, donde lo había dejado, estaba el alazán. Lo montó y partió al trote corto.

Conocía el Asilo para Hombres: había cruzado un par de veces frente a él —indiferente o ignorándolo a conciencia—, como se cruza frente a esos lugares con los que uno confía no tener nunca relación alguna. Ahora la tenía: ahora estaba allí el coronel Andrade.

Poco demoró en llegar. Era una construcción amplia, de color amarillo. Se apeó del alazán y se acercó a la puerta. Algo llamó su atención: un carro desvencijado, pintado de blanco, estaba detenido unos metros más allá. Un par de hombres colocaban en él, arrojándolo casi, un bulto envuelto por una tela también blanca. Preguntó a un hombre que estaba en la puerta:

—¿Qué lleva ese carro?

El hombre hizo un gesto ambiguo; como si le sorprendiera la pregunta, o como si no hubiera mucho que explicar.

—Son los muertos, oficial —dijo. Y ante el silencio expectante de Quesada, agregó—: Muere mucha gente aquí. Casi todos los días, dos o tres. Pero enseguida vienen otros.

—¿Y adónde los llevan?

—¿De veras le interesa?

—Contésteme —dijo duramente Quesada.

El personaje —vestía un delantal gris; tenía un rostro pálido, con ojeras profundas y violáceas— se encogió de hombros.

—Para las afueras —dijo—. Hacia el sur los llevan. Cavan un foso grande y los arrojan allí. La mayoría no tiene familia. Y si la tienen, da igual: nadie los reclama.

—Busco al coronel Manuel Andrade —dijo Quesada—. ¿Está aquí?

—Hoy trajeron algunos, como siempre —contestó el hombre. Y entonces extrajo unas llaves del bolsillo del delantal. Enseguida dijo—: Acompáñeme.

Atravesaron un extenso pasillo y se detuvieron frente a una puerta con cristales. Quesada miró hacia adentro: era una enorme habitación poblada por numerosos seres con delantales blancos. El hombre abrió la puerta. Y después dijo:

—Si a ese coronel que usted dice lo han traído, debe estar aquí. Encuéntrelo.

Quesada entró en la habitación. Lentamente, comenzó a recorrerla, buscando. Eran hombres extraviados, mortalmente pálidos. Algunos tenían los ojos en blanco. Otros, con la boca muy abierta, miraban obsesivamente una baba lenta que se deslizaba desde sus labios. Contra un rincón, descubrió al coronel Andrade. También vestía un delantal blanco.

Quesada se le acercó cuidadosamente. Sentía vergüenza y dolor por tener que verlo así, en ese lugar, compartiendo su destino con esos muertos en vida. Se detuvo a su lado y —apenas susurrando— alcanzó a decir:

—Coronel.

Andrade estaba apoyado contra la pared. Estaba pálido, aunque no como los otros habitantes de ese infierno silencioso y blanco. Ante su indiferencia, Quesada repitió:

—Coronel. —Juntó coraje y añadió—: Soy el teniente Quesada.

El coronel continuó sin mirarlo. No lejos de él, había un ventanal. Su mirada se perdía por allí.

Entonces Quesada preguntó:

—Coronel, ¿qué había en Las Aguadas? —Se contuvo. Y luego, casi con temor, insistió—: ¿Qué vio usted allí?

La mirada del coronel siguió perdiéndose a través del ventanal.

El coronel no contestó.