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Quesada condujo el Regimiento hasta el cuartel de la Recoleta. Aquí desensillaron. Los soldados del cuartel miraron con curiosidad y hasta con recelo sus uniformes corroídos por el sol, por el viento y la ceniza. Algo también debían tener en los rostros —quizá las marcas del agotamiento y la tristeza—, pues se los escudriñaron pasmados, como si regresaran del infierno. De allí venimos, pensó Quesada.
Habló brevemente con el comandante del cuartel: un tal coronel Campos, que lo recibió en su despacho. «Esta es la División Andrade», informó Quesada. «O lo que de ella queda». Campos, previsiblemente, preguntó por qué no estaba al mando el coronel. «Porque ha enloquecido», dijo secamente Quesada. Campos no se sorprendió: era como si considerara razonable —sencillamente normal— que los coroneles enloquecieran durante la guerra; o cometieran, al menos, actos demenciales. «¿Usted tomó el mando?», preguntó. «Así es; no tuve otra posibilidad», respondió Quesada. Y añadió: «Conté, además, con el respaldo de la tropa». «Eso no es importante», dijo Campos. Miró duramente a Quesada y dijo: «Espero y deseo que no haya incurrido en un acto de rebelión, teniente». «No fue así», dijo Quesada. Campos tosió y se estregó las manos. «De cualquier forma», dijo, «nada de esto me compete». Y como quien ha tomado una decisión, continuó: «Usted partió del Fuerte de esta ciudad, teniente. De modo que hágase cargo de su coronel loco y entréguelo allí. Conmigo quedará su Regimiento. Luego veremos». Hizo una pausa, carraspeó y dijo: «Nada más. Retírese».
Quesada regresó al patio del cuartel. Ya era noche cerrada. Algunos faroles despedían una luz insuficiente. Quesada buscó al doctor Forrest. Le dijo: «Debemos entregar al coronel en el Fuerte. Y debemos hacerlo ahora. Acompáñeme». El doctor asintió. Buscaron un caballo para el coronel y —no sin esfuerzo— lograron que lo montara. «Sujete fuerte las riendas, coronel», le dijo el doctor. «O caerá del caballo». El coronel obedeció. O al menos, hizo como si lo hiciera, ya que sostuvo las riendas entre sus manos, aunque con extrema flojedad. Sea como fuere, allí estaba ahora: montado sobre un caballo y listo para partir. Quesada y Forrest saludaron a algunos hombres —a Domingo Ramírez, al sargento Castro, a Ortiz y a otros— y montaron sus cabalgaduras. Debían atravesar buena parte de la ciudad.
Al paso lento, abandonaron el cuartel.