15
Galopó rumbo al desierto. Ninguna otra idea alentó su imaginación: sólo esa. Enterrar al coronel en el desierto, donde los había atormentado y donde su razón penetrara en el laberinto final. Enterrarlo allí; solo y digno.
Galopó hasta casi reventar el caballo. Cuando advirtió que esto podía ocurrir, se detuvo y miró a su alrededor. Hemos llegado, coronel. No hay visión alguna sobre el horizonte. Sólo arenas, sol y algo de viento. No existe nada más cercano a la Eternidad que este paisaje.
Acarició suavemente el bulto blanco que yacía sobre su montura. Eso, ahora, era el coronel Manuel Andrade. El teniente Quesada era un guerrero, un hombre acostumbrado a dar y enfrentar la muerte, que había hecho de ella su profesión. Sin embargo, y aún más con el transcurso de los años, seguía pareciéndole el más extraordinario de los hechos, el más sorprendente y hasta el más antinatural. Se apeó del alazán.
Caminó azarosamente unos pasos sobre ese lugar del desierto. ¿Dónde enterrar al coronel? Dio algunas vueltas más, indeciso. Hasta que una certeza se adueñó de su ánimo: cualquier lugar sería bueno. Sólo habría que cavar un foso, amplio y profundo, y buscar en el corazón de las arenas protección para la carne del coronel. Que el ardor del sol no le acelerara ni le volviera la putrefacción más indigna de lo que ya en sí misma era, que los pájaros de la muerte no lo profanaran, que fuera secreto el impudor de su desagregación postrera. Con esto alcanza, coronel. Y mi voluntad, mi respeto, y esta pala entre mis manos fuertes, lo conseguirán para usted.
Comenzó a cavar. Lo hizo con energía, casi sin detenerse. Un sudor abundante fue brotando de su frente y se deslizó a través de su rostro hasta caer sobre la arena. No demoró en concluir la tarea. En pocos minutos, un foso profundo y amplio se abría ante el teniente Quesada. Arrojó a un costado la pala. Alzó entre sus brazos el cadáver del coronel y lo depositó dentro del foso. Lo colocó boca arriba. Aún se le veía el rostro asomando entre la tela que el sable del teniente había cortado. Quesada lo miró por última vez. Ese era el rostro del coronel Andrade. Era su rostro muerto, el rostro de su cadáver. Pero ahora ni siquiera así —ni siquiera muerto— volvería a verlo. Ocultó el rostro con la tela blanca. Se puso de pie. Agarró la pala y cubrió el foso con arena. Luego arrojó la pala a un costado, lejos. Permaneció de pie, inmóvil, rígido, observando minuciosamente su tarea concluida. Siempre que lo desee, sabré dónde encontrarlo, coronel. Entonces desenvainó su sable, y lo clavó sobre la tumba.