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«¡Con su vida pagará esa blasfemia!», rugió el teniente Velazco, interponiendo su cabalgadura entre la del coronel y la de Quesada, como si buscara proteger al coronel. Tenía el rostro enrojecido por la furia, y hablaba fuertemente, o quizá gritaba, abriendo con desmesura su boca y mostrando unos dientes grandes, atemorizadores. Quesada recordó la imagen del coronel que viera desde el pie de la colina. Se preparó para lo peor: Velazco aún no había desenvainado, pero en cualquier instante lo haría y la lucha sería mortal. Ahora vociferaba: «Nunca debimos aceptarlo en el Regimiento. Usted es una mancha para el Ejército, un deshonor. Usted no es más que un despojo, un hombre sin hogar ni familia. No es extraño que ahora se alce contra su coronel, y hasta que pretenda usurpar su jefatura». Extrajo su pistola y dijo: «Pero no lo logrará». La sorpresa paralizó a Quesada: esperaba que desenvainara y no que recurriera a su arma de fuego. Pero Velazco no buscaba una lucha franca —una lucha entre dos tenientes, sable contra sable—, sino infamarlo con una muerte indigna, tal como lo dijo: «¡Lo mataré como a un perro!» Entonces sonó un pistoletazo y una mancha roja brotó en el pecho del teniente Velazco, quien se desplomó del caballo, muerto.
El teniente Quesada miró a su salvador: era el doctor Forrest, que sostenía una pistola humeante en su diestra. Con él, estaban el rastreador Ramírez y el sargento Castro. El doctor dijo: «Teniente, los soldados y yo estamos de su parte. Queremos que asuma el comando del Regimiento y nos conduzca hasta Buenos Aires».