13

Cierta mañana —cuando ya muchos habían perdido la cuenta de los días que llevaban marchando—, el cielo se oscureció. «Sólo esto nos faltaba», murmuró en voz alta el coronel Andrade. «Los furores del cielo». Unas nubes negras, grávidas, en cuyo interior latía la violencia del huracán, comenzaron a cubrirlos.

Baigorria se colocó junto al coronel Andrade. «Es un huracán, coronel», dijo. «Y no de los suaves, si alguno lo es». El coronel volvió a alzar su brazo y la columna se detuvo. «¿Qué aconseja, Baigorria?», preguntó. Baigorria no vaciló. Dijo: «Voltear los caballos, coronel. Y guarecernos tras ellos». El coronel giró hacia el teniente Velazco. «Ya lo escuchó, teniente. Ordene que los soldados se cobijen tras los caballos y se cubran las caras con los pañuelos». El teniente tironeó las riendas de su caballo y salió al galope a lo largo de la columna, gritando la orden que le diera el coronel Andrade.

El coronel se allegó hasta el carro donde estaba la niña. Ya soplaba un viento violento y atemorizador. «Soldado Ortiz», le dijo al encargado de cuidarla. «Voltee este carro y guarézcase con la niña tras él. Que nada le ocurra. Recuérdelo: su vida va en ello». Se acercó a la niña y le acarició los cabellos. Ella lo miraba con sus ojos ya abiertos por el miedo. «Calma, niña», dijo el coronel. «Nada te ocurrirá».

Galopó nuevamente hasta colocarse a la cabeza de la columna. Entonces miró hacia el cielo negro y bullente y dijo: «Parece que ni Dios nos acompaña en esta aventura». El doctor Forrest tomó un largo trago de su petaca y volteó su cabalgadura. «No demore, coronel», dijo. «Este viento que sopla ya es el huracán. Estamos bajo su furia». El coronel volteó el moro y se guareció tras él. «¡Cúbranse los ojos!», se escuchó —lejana— la voz del rastreador Ramírez. «¡La arenisca enceguece!» Lo cierto era que azotaba la cara de aquellos que osaban enfrentarla con una fiereza innumerable y dolorosa. Pronto dejaron de hacerlo y pronto —todos— estaban tiesos detrás de los caballos, que agitaban las patas aterrorizados por el estruendo y por el dolor de la arenisca que se incrustaba cruelmente contra sus partes expuestas. El cielo se quebraba en rayos incesantes y estallidos mitológicos. Los hombres se habían cubierto las bocas y los ojos con sus pañuelos, pero igualmente tosían, lloraban y gritaban como si la tierra se abriera para devorarlos. Algunos vomitaron un líquido ardiente y blanco, del color de la arenisca.

Luego de algunos minutos, el viento comenzó a aquietarse y las nubes se hicieron menos densas, como si se disiparan. «Qué extraño», murmuró Baigorria masticando con furia la arena entre sus dientes, «nunca he visto un huracán que se calmara tan pronto». A su lado, Quesada miró hacia lo alto y vio una extraña claridad en el cielo. «A menos que no haya sido un huracán», dijo, sin saber en verdad lo que decía pero sabiendo que era esa insólita claridad adueñándose del cielo la que le hacía decir lo que había dicho: que eso no había sido un huracán. «¿Qué ha sido entonces?», farfulló Baigorria, irritado. El teniente elevó su brazo y señaló las nubes: «Lo que haya sido aún no ha terminado, Baigorria. Mire esas nubes». Todos los hombres —ahora— miraban el luminoso cielo y las nubes que los cubrían. Eran unas nubes blancas, cenicientas, que filtraban una luminosidad del color de la tiza, atravesadas por incesantes destellos pero asimismo mansas, aquietadas. Ya no había viento y la arena reposaba otra vez sobre el desierto.

De pronto, un soldado gritó: «¡Algo cae del cielo!» Y otro dijo: «Llueve». Los destellos que atravesaban las nubes se habían convertido en pequeños copos cenicientos y ahora estaban cayendo sobre la arena, tiñéndola de gris. Teñían de gris, en verdad, todo aquello sobre lo que caían. El coronel Andrade, absorto, como atrapado por la maravilla del fenómeno, extendió su mano y recogió en ella las partículas cenicientas de la lluvia. Las acercó a su cara, las miró fijamente, las desmenuzó entre sus dedos y dijo: «Es ceniza. Llueve ceniza».

La ceniza caía mansamente desde el cielo. Los hombres volvieron a montar sus caballos y permanecieron en estático silencio, tan absortos y maravillados como su jefe. Sus uniformes fueron tiñéndose de gris, sus caballos también, y pronto fue gris toda la extensión del desierto hasta donde sus ojos podían ver, hasta el inalcanzable horizonte.