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Siempre las arenas, siempre el desierto desmedido que moría en el horizonte. Y ahora las nubes, esas nubes oscuras, bajas y pesantes, que cubrían el cielo por completo y en cuyo centro ya parecía urdirse la tormenta. Las nubes eran violáceas, y también lo eran los rayos del sol que a su través se filtraban y caían sobre las arenas, no ya amarillas, sino violetas como las nubes y la luz que recibían, que no era la ardiente de casi todas las jornadas, sino una luz fría, mortecina. Qué extraño paisaje, Dios mío. Qué extraño territorio. Sólo nuestras huellas sobre la arena. Sólo el rastro que hemos dibujado al venir, y que ahora desdibujamos al regresar. Sólo esto: ni una sombra más.
Acamparon durante el crepúsculo. Las nubes borrascosas se habían esfumado y la luz solar lucía los tonos rojizos de esa hora del día. No habría tormenta.
Armaron las tiendas y encendieron las fogatas. Comieron. El rastreador ciego juró a sus compañeros que no demorarían más de tres días en llegar al Fuerte Independencia, lugar cuya visión era anhelada por todos, pues era como un faro en un mar incierto. El doctor Forrest alineó las piezas sobre el tablero de ajedrez e invitó al teniente a entregarse a la precisa magia de ese juego que ya era parte de la amistad que los unía.
El coronel Andrade se recostó sobre su catre y cerró los ojos como si se dispusiera a buscar el sueño. La niña se sentó junto a él, y luego, dulcemente, apoyó su cabeza sobre el pecho del guerrero, como si deseara lo mismo que éste parecía desear: el sueño.
Transcurrió el tiempo. Las fogatas se fueron consumiendo. Los soldados buscaron el reposo que les permitiera olvidar tantas marchas desdichadas, y enfrentar otras que —esta era la esperanza que los impelía— seguramente no lo serían tanto, pero no por ello exigirían menos la firmeza de sus músculos y sus temples. El doctor Forrest —otra vez vencedor— guardó las fichas del ajedrez, se acostó en su catre y no demoró en cerrar sus ojos, tal como ya largamente lo había hecho Quesada. Permanecieron los centinelas: unos pocos hombres apoyados sobre sus fusiles, abstraídos, con la vigilia amodorrada, apaciguándose como las fogatas, pues nada los mantenía alertas, ya que nada —pese a transitar aún ese territorio misterioso— esperaban que ocurriese. Tenían una certidumbre que era la de la tropa entera: no es el enemigo el que no existe, sino la guerra, que ha terminado o nunca la hubo. El coronel Andrade —que llevaba tiempo durmiendo, y sobre cuyo pecho reposaba la niña— abrió sus ojos.
Fue entonces cuando empezó el ataque.