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Soldados de la purificación:

El desierto se ha poblado de malvivientes. El enemigo que perseguimos, el enemigo que cobardemente huye de nosotros, es el enemigo de la patria toda. Debemos aniquilarlo, debemos purificar este territorio.

Estos hombres no son soldados, no forman un ejército; sólo se han conjurado para delinquir, para robar, para matar, para alzarse contra todo aquello que nosotros defendemos. Contra el sagrado orden de la civilización.

Su efectividad es la sorpresa, el ataque artero, traidor. Su ventaja es su impudicia, su deshonor, su falta de escrúpulos. No merecen el amparo de las leyes de la guerra.

Soldados: o ellos o nosotros.

Si ellos triunfan, si ellos consiguen matarnos, triunfarán las sombras de la barbarie. Si triunfamos nosotros, si nosotros los matamos, triunfarán el orden y la civilización. Nuestra patria tendrá un porvenir, nuestras glorias pasadas no caerán en la abominación y el olvido, y nadie vejará nuestra bandera.

Soldados: que no tiemble vuestra mano. Que a la hora de matar, sepamos que aquellos que mueren bajo nuestras armas, tienen que morir. Porque sólo matándolos construiremos la patria que anhelamos.

El hombre que conduce a estos delincuentes es un traidor. Un ser cuya ignominia supera la de sus subordinados. De aquí su poder sobre ellos, su jefatura. Porque este hombre es un soldado. Ha guerreado bajo la bandera de los ejércitos de la patria. Conoció el triunfo en Suipacha. La derrota en Yuraicoragua. Estuvo en las gloriosas jornadas de Salta y Tucumán. Y en las desdichadas de Vilcapugio y Ayohuma.

Quizá, durante esos años, sus jefes pensaron que su coraje permanecería siempre al servicio de la patria. Pero no era así: si eso pensaron, lo conocían mal.

Este hombre, este miserable cuyas huellas seguimos a través de este desierto, vivía arrasado por sus vicios. Era bebedor, pendenciero, solía entregarse al juego y a la pasión de las mujeres. Este último pecado, el pecado de la carne, antes que ningún otro, acabó por corroer su alma.

Alcanzó el grado de sargento en los ejércitos patrios. A cualquier otro, esta distinción lo hubiera llenado de orgullo. Pero no a él. Lejos de buscar el honor y la gloria, de dignificar su vida, continuó entregándose a sus pasiones oscuras. Así, cierta noche, envilecido por el alcohol, degolló a un desdichado que le disputaba una mujer. Luego, para huir, nunca para servir a la patria, intentó unirse al Ejército Libertador. Fue rechazado. No guerreó bajo las órdenes de San Martín. No conoció a Bolívar. No entró triunfalmente en Lima. No estuvo en Rio Bamba. Ni en Junín.

Desde el instante en que, para su infinita humillación y castigo, no fue aceptado en el Ejército Libertador, sus pasos se extravían, se pierden entre la multiplicidad de acontecimientos de nuestras guerras interiores.

Soldados: ha reaparecido.

Es el jefe de la turba de salvajes y asesinos que huye de nosotros.

Es el sargento Ángel Medina.

No lo perseguimos para lograr su arrepentimiento. No lo perseguimos para enviarlo a prisión. Mucho menos lo perseguimos para alimentar nuestras ambiciones.

Lo perseguimos para matarlo.