8

Llevaron los animales a la caballeriza. Los recibió un soldado rubio, alto, con unos anteojos que le bailaban sobre la nariz. Miró con asombro al moro negro de Quesada.

—¿Es suyo, teniente? —preguntó.

La visión de una soldadesca codiciosa y rapaz cruzó como un rayo la mente de Quesada.

—No —dijo—. Lo traigo para el coronel Andrade. Se lo mandan desde el Fuerte de Buenos Aires.

Los anteojos corcovearon en la nariz del soldado y cayeron al suelo. Se inclinó, los recogió y volvió a colocárselos. Cuando miró a Quesada, todavía el miedo agrandaba sus ojos.

—Lo voy a cuidar muy bien entonces —dijo.

—Más que a su vida, soldado —dijo el teniente—. Cuídelo y cuídese.

Cuando volvieron al patio del Fuerte, dijo Baigorria:

—Le apuesto algo. No por dinero, eh. Por el gusto de apostar, nomás.

—Está bien —aceptó el teniente—. ¿Cuál es la apuesta?

—El moro se lo queda Andrade —afirmó Baigorria—. O es cierto que se lo mandaron del Fuerte para él, o se lo agarra sin más.

—No hay apuesta —dijo el teniente—. Lo mismo pienso yo.

Reinaba el orden dentro del Fuerte. El patio era apenas atravesado por soldados sin prisa, por escasas mujeres con baldes y trapos y por uno que otro perro despistado. De las ventanas de las habitaciones surgía la luminosidad mortecina de los quinqués. Fuera, en las columnas de la galería, abundantes faroles con vela de sebo o aceite de potro derrochaban sobre el patio una luz amarillenta, que acentuaba o disminuía caprichosamente su intensidad, como si padeciera espasmos.

Se les acercó entonces un sargento que dijo apellidarse Castro. Era un hombre corpulento, con unos bigotes negros y tristes que le circundaban los labios hasta caérsele sobre la barbilla.

Baigorria y Quesada se le presentaron.

—Raro que no nos conozcamos —dijo Baigorria—. Me conocen todos por aquí.

—Soy nuevo —dijo el sargento, justificando—. No llevo todavía un mes en este lugar. Con decirle que todavía no conozco al coronel.

Baigorria y Quesada dejaron pasar por alto tan extraña afirmación. El teniente dijo:

—Tengo una carta para el coronel. La traigo desde Buenos Aires.

El sargento Castro frunció los labios y los bigotes se le amontonaron bajo la nariz. Dijo:

—Teniente, lo que yo puedo hacer es llevarlo a usted a la habitación de los oficiales y juntar al señor Baigorria con los soldados. Como corresponde, ¿no? Después, usted verá qué hace con su carta.

—Acompañe al teniente, entonces —dijo Baigorria—. Yo me arreglo solo.

El teniente tendió sus brazos al rastreador.

—Aquí nos separamos, Baigorria —dijo, exagerando.

—No se preocupe, teniente —dijo Baigorria, zumbón—. Hasta las piedras vuelven a encontrarse.

Rieron y se estrecharon en un fuerte abrazo.

El sargento Castro indicó el camino a Quesada.

—Se encontrará ahora con el teniente Ocampo y el doctor Forrest —dijo—. Hay otro teniente, pero no está. El coronel Andrade lo mandó al desierto. Suponemos que rumbo a Buenos Aires.

—¿Hace cuánto?

—Cuatro días. Velazco, se llama Velazco ese teniente. Es como si fuera la mano derecha del coronel. Su preferido, ¿no?

¿Para qué ha enviado Andrade uno de sus hombres a Buenos Aires? ¿Presiente, acaso, los acontecimientos e intenta adelantarse a ellos? Si es así, mi presencia calmará su ansiedad. Seré bienvenido. Le traigo lo que más anhela saber: los turbulentos sucesos de Buenos Aires.

—Señores —ha dicho el sargento Castro—, el teniente Quesada.

—Julián Quesada —completa el teniente.

Dos hombres que han estado sentados frente a un tablero de ajedrez, se ponen ahora de pie. Uno es un civil, el otro un militar. El civil viste una chaqueta larga y negra, la ostensible cadena de un reloj le cruza el chaleco y en el cuello de su camisa se anuda una corbata con muchas vueltas. Tiene unos ojos grises, despiertos y pequeños. Y su barba también pequeña, puntiaguda, cincelada con esmero, se esfuma sin llegar a las patillas.

Extiende su mano hacia el teniente y dice:

—Soy el doctor Forrest. Bienvenido, teniente.

Ha dicho la frase sosteniendo entre sus dientes un largo cigarro inglés. «Como Villalba», piensa Quesada.

El militar es alto, lampiño y oliváceo. Ofrece su diestra al teniente.

—Teniente Ocampo —dice—. ¿Quiere tomar algo? Tenemos coñac.

El teniente acepta.

El sargento Castro saluda y se retira.

El teniente Ocampo abre un armario donde hay vasos y botellas. El doctor Forrest escudriña largamente a Quesada. Sus párpados entrecerrados tornan casi invisible sus ojillos grises. Finalmente pregunta:

—¿Viene a unirse a nosotros, teniente?

—Eso creo.

—Se pondrá entonces el sobrio uniforme azul del Séptimo de Caballería. Eso que lleva ahora, discúlpeme la franqueza, aturde con tantos colores.

—Es el uniforme de los dragones, doctor. Se ha cubierto de gloria en Ituzaingó.

—Esas glorias están muy lejos de aquí —dice el doctor con cierto aire de resignación, quizá de cansancio. Y añade—: Usted lo sabe bien. Acaba de atravesar el desierto que nos separa de ellas.

—Su coñac —dice el teniente Ocampo extendiéndole un vaso a Quesada.

—¿No me acompañan? —pregunta Quesada.

—Es raro que yo beba —dice Ocampo—. Y el doctor tiene su bodega propia.

Forrest, sin dejar de mirar a Quesada, extrae una petaca de su chaqueta. La lleva a sus labios y bebe largamente. Luego la guarda.

—Es whisky —dice—. Sólo bebo whisky, teniente. A veces, demasiado.

Se produce un silencio incómodo. Quesada termina su coñac y deja el vaso sobre una repisa. Ocampo pregunta:

—¿Quiere más?

—No, gracias —dice Quesada. Vacila un instante y por fin se decide—: Creo que tengo que explicarles por qué estoy aquí.

—No es necesario, teniente —dice Forrest, sin mirarlo esta vez—. Nadie se lo pide.

—Tengo que ver al coronel Andrade —dice Quesada—. Traigo una carta de Buenos Aires para él.

El doctor Forrest y el teniente Ocampo intercambian una rápida mirada. Se produce un nuevo silencio. El doctor extrae su petaca y toma otro trago. Se acerca luego al tablero de ajedrez, lo mira con desgano y mueve una pieza. Finalmente fija sus ojos grises en Ocampo y dice:

—Creo que tendrá que visitar al coronel Andrade, teniente. ¿O acaso no sospechamos que espera ansiosamente noticias de Buenos Aires? Bueno, parece que han llegado.

El teniente Ocampo, sin decir palabra, sale de la habitación.

El doctor Forrest se sienta frente al tablero de ajedrez. Mira a Quesada y pregunta:

—¿Juega al ajedrez, teniente?

—No —dice Quesada mientras se sienta frente al doctor Forrest.

—Qué lástima —dice el doctor—. Porque el teniente Ocampo, y no le cuento nada que él no sepa, es un jugador demasiado torpe, demasiado inhábil para mí. Y entonces, me aburro. Me aburro mortalmente en este lugar, teniente. —Vuelve a sacar su petaca y toma otro largo trago de whisky. Continúa—: Y no me pregunte por qué no me voy, porque tendría que contarle demasiadas cosas, y no quiero.

—Sería lamentable que usted se fuera —dice Quesada, sensato—. En lugares como éste, siempre hace falta un doctor. Y más aún si es un inglés, como usted.

El doctor Forrest larga una risotada. Dice:

—En lugares como éste, teniente, siempre hay un doctor inglés. Es una ley de la vida. Busque un lugar apartado de la civilización, solitario, sumergido en el desierto, allí habrá un doctor inglés. Un doctor escéptico, socarrón, algo borrachín, que huye de un pasado indigno, o de sí mismo, nadie lo sabrá nunca. Pero el personaje estará allí, en ese recóndito lugar del mundo, ocultándose. Aquí, en el Fuerte Independencia, ese personaje está ahora frente a usted. Soy yo, teniente, of course.