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Eran ahora un ejército gris. Un ejército de hombres grises, con uniformes grises, que marchaban en caballos grises, sobre una llanura gris. Nadie intentó explicar el fenómeno. La lluvia todavía los acompañó durante un largo y alucinado trayecto, hasta que comenzó a demorarse y por fin cesó.
Ahora marchaban al ocaso. La ceniza —Baigorria se lo había explicado al coronel— había borrado el rastro. Simplemente: no había rastro que seguir. El coronel lo fulminó con su mirada obstinada y dijo: «Siempre hay un rastro. Cuando lo elegí, lo hice porque usted se comprometió a descifrar sobre la arena hasta los rastros borrados por los vientos». «Esto es otra cosa, coronel», se defendió Baigorria. «De un rastro que borra el viento, siempre queda algo. Pero esto es ceniza. Lo ha cubierto todo». El coronel, sin dejar de mirarle lo profundo de los ojos, dijo: «Hacia dónde, Baigorria. Dígamelo ya». Baigorria, como sujetando alguna furia, se mordió los labios. Luego dijo: «Hacia el sur, coronel. Siempre hacia el sur». Y así fue como reiniciaron la marcha. Al frente, todo era desolación y ceniza. Atrás, los soldados dejaban una huella única y virgen, y levantaban una polvareda gris como el humo lento de un fuego apagado.