15

Nadie se engañaba: Baigorria no seguía ningún rastro. Sólo fingía hacerlo. Lo fingía porque así lo había ordenado el coronel Andrade y porque en ese fingimiento estaba la posibilidad de salvar su vida. Sólo el coronel parecía creer en esa ilusión. Porque sólo el coronel aún miraba el suelo como si allí hubiera el trazado de algún signo.

¿Pero qué podía haber allí si todo era ceniza? ¿Qué podía haber si sólo había una dilatada extensión agrisada, tersa, aún no hollada por animal u hombre alguno, sobre la que ni siquiera habían osado posarse los pájaros?

No obstante, el coronel marchaba como si algo hubiera. Como si él y su rastreador siguieran un rastro implacable, claramente visible para ambos. O si no, como si lo fueran inventando, dibujando prolijamente, palmo a palmo, entre la ansiedad del uno y el temor del otro.

El ejército marchaba al paso lento, bajo un cielo también gris, cargado de nubes amenazantes. El ruido de los cascos era mortecino, ya que lo ahogaba la ceniza, y los animales levantaban a su paso el polvo de los sepulcros profanados. Los soldados tenían las cabezas gachas, derrumbadas sobre el pecho, como si no sólo los asolara el cansancio, sino —sobre todo— la tristeza y la incertidumbre de lo por venir. Eran un ejército mustio, como una piel seca y rugosa.

Durante un día y una noche más marcharon sobre la ceniza. Pero cuando volvió a amanecer, las nubes oscuras se habían disipado y el sol —nuevamente— calcinaba las arenas, que ya eran blancas y restallantes y enceguecedoras como antes de la extraña lluvia gris.

El coronel Andrade llamó a Baigorria. «¡Baigorria!», gritó con acento imperioso. El rastreador galopó hasta colocarse a su vera. «Coronel». El coronel le hizo un gesto crispado con la cabeza. «Acompáñeme» le dijo, y lanzó el moro al galope. Baigorria apremió tras él su alazán y no tardó en darle alcance. Se detuvieron a considerable distancia de la columna. Estaban —ahora— solos.

«Ya no hay ceniza que cubra el desierto», dijo el coronel, y Baigorria le vio brillar en los ojos algo que no era solamente la ira, sino el deseo de matar. Temió por su vida. «Yo también sé mirar las arenas», continuó el coronel, «y aquí no es un rastro lo que está faltando. Si me dice otra cosa, miente». Baigorria sujetó con fiereza las riendas de su alazán. Y dijo: «No necesito mentirle. Hay un rastro». Los caballos movían abruptamente sus cabezas, tratando de no golpearse, tal era la cercanía en que ambos jinetes los mantenían para dialogar así como lo estaban haciendo, casi cara a cara, bebiéndose uno a otro el aliento. «¿Y qué rastro es el que hay?», preguntó el coronel. «¿El que lleva al enemigo?» «Sí, coronel», contestó Baigorria. «El que lleva al enemigo. El mismo que venimos siguiendo desde que abandonamos el Fuerte Independencia». «Por su ventura deseo que así sea», dijo el coronel. «Vamos, ya».

Galopó hasta colocarse nuevamente al frente de la columna. Los soldados se habían sacudido la ceniza de sus uniformes y estaban ahora envueltos en una polvareda gris. Sin embargo, la ceniza era obstinada, como pringosa, y los uniformes quedaron extrañamente azules y grises, como una bandera exótica, que ese ejército no honraba ni conocía. Retomaron la marcha.

Era la hora del crepúsculo cuando Baigorria volvió a colocarse junto al coronel. Extendió su brazo y dijo: «Hay una mancha sobre el horizonte». El coronel entrecerró sus ojos y descifró lo que había surgido allí, en la lejanía. «Es cierto», dijo. «Es una mancha. Sólo eso por ahora». Giró hacia atrás su cabeza y rugió: «¡Al galope!» Nuevamente se sacudió la columna como herida por un látigo impiadoso. Galoparon más allá del agotamiento y la razón. Los caballos parecían prontos a reventar, pero —sin embargo— seguían, pues era como si también ellos estuvieran bajo la fascinación y el temor del vertiginoso jefe que los conducía.

Cuando la mancha que había surgido en el horizonte hubo adquirido contornos inteligibles, el coronel ordenó a la columna que se detuviera. «Ahora, al paso», dijo. «Lentamente». Con pesadez, como venciendo una modorra tenaz, reanudaron la marcha. El coronel giró hacia Baigorria y dijo: «Y bien, Baigorria, ¿es esa mancha lo que mis ojos me dicen que es? Dígamelo usted». Con una voz grave, quebrada por la derrota y los presentimientos más lóbregos, Baigorria dijo:

—Es el Fuerte Independencia.

—Hay una agitación sobre las murallas —dijo el coronel, ahora sombrío y presagioso. Baigorria asintió. Y luego, mordiendo las palabras, como para sí, murmuró:

—Son los pájaros de la muerte.