9
No había amanecido aún cuando ya cabalgaban nuevamente por el desierto infinito. La arena estaba gris y fría, pues la noche le había apaciguado los ardores. Los soldados, penosamente, se mantenían erguidos sobre sus monturas, esforzando sus miradas turbias, sus ojos enrojecidos, todavía enmarañados por el sueño. El secreto terror que los dominaba era el de caer de sus cabalgaduras. Nadie —lo sabían— detendría la marcha por ellos. Porque nadie osaría desobedecer al coronel Andrade. Quedarían allí, entonces, víctimas finales del sol, de la sed y los pájaros de la muerte.
La frase que el teniente Velazco le dijera al sargento Castro había recorrido como un escalofrío las filas del Regimiento: «Quien no aguante, quedará en el desierto». De modo que había que aguantar. Derrotar el sueño, el agotamiento y el miedo. Porque sólo existía una manera de evitar el abandono y la muerte: seguir, no detenerse nunca, cabalgar hasta el aturdimiento y el dolor tras el infatigable jefe que marchaba al frente de la columna, como poseído por los demonios.
Cerca del mediodía, Baigorria adelantó su cabalgadura hasta colocarse junto al moro del coronel. El coronel lo miró y Baigorria, sin decir palabra, extendió su mano hacia el horizonte. El coronel fijó sus ojos en la dirección que esa mano señalaba y vio —allí, en la lejanía— una mancha, algo que bien podía ser una polvareda, una vegetación leve y fugaz, o una confusión de los sentidos.
Sin embargo, Baigorria, con una voz firme que rezumaba su laboriosa sabiduría del desierto, dijo: «Es una estancia, coronel». Y, como apesadumbrado, agregó: «Es la estancia de Leandro Montemayor. Hay una agitación sobre la espesura». El coronel, sin mirarlo, sin apartar sus ojos de esa mancha cuyos contornos adquirían vertiginosa nitidez, dijo: «Ya veo esa agitación, Baigorria. Y ya imagino qué significa». El rastreador dijo: «Son los pájaros negros, coronel. El enemigo ha estado allí. O todavía está». El coronel espoleó el moro y su voz fue un estruendo cuando ordenó: «¡Al galope!» La columna de soldados se sacudió como herida por un látigo despiadado. En pocos minutos, la espesura que bordeaba la estancia se tornó inmediata, tangible. Los pájaros negros trazaban sobre ella los laberintos de su danza macabra.
Obedeciendo a otra orden del coronel Andrade, la columna se detuvo a cien metros del lugar. El coronel desenvainó su sable y dijo: «El olor de la devastación lo cubre todo. Sólo podredumbre deja el enemigo a su paso». Volviéndose apenas hacia el teniente Velazco, añadió: «Teniente, treinta hombres conmigo». Y comenzó a marchar sin prisa —pero alerta, sosteniendo su sable como quien se dispone a matar— hacia la estancia. Velazco y treinta hombres lo siguieron.
Llegaron hasta la gran puerta rectangular, urdida con gruesos troncos y correas de cuero. Como otro signo premonitorio de la vejación, estaba desmesuradamente abierta. Entraron y empezaron a recorrer al paso quedo el camino que conducía hasta la casa. Colgando de los árboles, ahorcados, fueron apareciendo los primeros cuerpos. Había más cadáveres que árboles, pues los árboles no eran muchos, sino apenas los necesarios como para bordear el camino y cobijarlo de sombras. Era así, porque nada crecía fácilmente sobre ese desierto. Salvo los muertos —ahora, con la guerra— que pendían de esos árboles como una floración monstruosa, pestilente.
El coronel Andrade marchaba pétreo, erizado por el horror pero aún más por el odio. La crueldad del enemigo despertaba la suya y alimentaba la ilusión feroz de la venganza. Giró levemente hacia Velazco. «Teniente», llamó. Velazco se le acercó. «Sí, coronel». El coronel dijo: «Quiero que cuente los cadáveres». El teniente vaciló un instante. Luego preguntó: «¿Vamos a enterrarlos, señor?» El coronel respondió: «Cuéntelos, nada más».
Cuando abandonaron el camino umbroso, descubrieron la devastación del ganado. Los animales habían sido ultimados a tiros. No han robado ni una res. No tienen otra ambición que la muerte. La única sed que los domina es la de la sangre. El coronel alzó su mano y los soldados que lo escoltaban se detuvieron. Habían llegado a la casa. El coronel se apeó del moro y dirigiéndose a los soldados, dijo: «Manténgase alerta. Entraré en la casa». Y a los tenientes Velazco y Quesada: «Señores, acompáñenme». Los tenientes descendieron de sus cabalgaduras, extrajeron sus pistolas y siguieron a su jefe, quien se dirigía hacia la casa sin prudencia, empuñando su sable pero frontal y expuesto, sin temer ni pensar siquiera que entre las infinitas posibilidades de la vida estaba la de que alguien abriera fuego sobre él a través de una de las ventanas, sin temerlo ni pensarlo no sólo por su coraje, sino porque lo dominaba la certeza de que si algo habría de encontrar dentro de esa casa no serían enemigos, ni amigos, ni ser viviente alguno, sino solamente cadáveres.
No se equivocaba: le bastó traspasar el umbral y entrar a la sala para encontrar tres cadáveres colgando de las sólidas vigas del techo. Eran dos hombres y una mujer. Se volvió hacia sus subordinados y dijo: «Ella ha de haber sido la esposa de Leandro Montemayor. Y los hombres, hermanos o primos. Observen sus ropas: vestían a la europea». Los tenientes Velazco y Quesada, imperturbables, miraban la escena. El coronel dijo: «Veamos en los dormitorios». Y subió la escalera con tal decisión que obligó a pensar a Quesada que conocía la casa, que había vivido allí, o que al menos la había frecuentado en algún otro tiempo.
Llegaron a un amplio y largo pasillo con varias habitaciones cuyas puertas, cerradas todas, fueron abiertas por el coronel una tras otra, sin encontrar en ellas nada que despertara su interés, pues tanto las había ignorado la voracidad depredadora de los transgresores, que ni siquiera estaban alborotadas. «Falta aún», dijo, sin resignar su búsqueda. «El horror no terminó». Y en tanto decía estas palabras se dirigía hacia la última de las puertas del pasillo, que era la más grande, la más minuciosamente tallada, la del dormitorio principal, qué duda podía caber. Velazco y Quesada empuñaron con más firmeza sus armas y siguieron a su jefe con tanta cautela que reprimieron hasta la necesidad de respirar. El coronel abrió la puerta y los tres entraron a la habitación. Sobre la cama había un hombre muerto. Tenía los ojos muy abiertos y un cuchillo clavado en medio del pecho. Se había desangrado, y su sangre ahora reseca y oscura pero antes turbulenta, había cubierto por completo la lujosa colcha hasta desbordarla y extenderse largamente sobre el piso. Contra un rincón, una niña —una niña pálida, que tendría trece o catorce años, con los ojos secos pero con unos surcos profundos que le habían dibujado las lágrimas— miraba aterrorizada al coronel Andrade y sus dos tenientes.
El coronel se le acercó suavemente, extendió hacia ella su mano derecha y le acarició los cabellos. Entonces dijo: «Niña, no te haremos daño». La niña lo miró con unos ojos en los que comenzaba a desdibujarse el pavor, pero nada dijo. «¿Cuál es tu nombre?», preguntó el coronel. La niña no respondió. El coronel aguardó durante un prolongado instante, y luego insistió: «Tu nombre, niña. ¿Cuál es tu nombre?» La niña persistió en su silencio. El coronel se volvió hacia los tenientes y dijo: «El terror le ha quitado el habla». Miró a Velazco y añadió: «Teniente, con la misma delicadeza con que yo la he tratado, condúzcala hasta donde están nuestras tropas. Luego ubíquela en uno de los carros. Y no la abandone. Espere allí mi regreso». El teniente Velazco asintió, se acercó a la niña y la tomó de las manos. «Acompáñeme, niña», dijo. «No tenga miedo. Ya todo pasó. Nosotros la cuidaremos». La niña aceptó ser conducida por Velazco y llegaron juntos hasta la puerta de la habitación. Allí los detuvo la voz del coronel Andrade. «Teniente». Velazco giró levemente hacia su jefe. «Sí, coronel». El coronel dijo: «Dígale al rastreador Baigorria que venga». Velazco volvió a decir sí coronel y salió junto con la niña.
El coronel, entonces, se acercó hacia la cama, se detuvo junto a ella y observó al hombre acuchillado. Luego, sin mirar al teniente Quesada, le dijo: «Vaya y ordene a nuestros hombres que quiten los cadáveres que cuelgan de los árboles. Entretanto, cuéntelos. Le he dado ya esta orden al teniente Velazco, pero no estoy seguro de que la haya cumplido a conciencia. Hágalo usted». «Sí, coronel», dijo el teniente. «Algo más todavía», dijo el coronel. «Luego que descuelguen los cadáveres, introdúzcanlos en la casa. Amontónenlos si es necesario. Pero que no quede ninguno afuera. Retírese». «Sí, coronel», dijo otra vez el teniente Quesada, y abandonó la habitación.
El coronel Andrade quedó solo, solo y mirando el cadáver que yacía sobre la cama. Tiene los ojos tan abiertos. ¿Qué imagen, qué terror le paralizó así la mirada? ¿El resplandor del arma en la mano de su asesino? ¿O quizá una idea, una certeza? La certeza de su muerte inmediata, tan inesperada como irreparable. Extendió su mano, la apoyó sobre la frente del muerto, luego la deslizó como si lo acariciara y le cerró los ojos.
Baigorria, sigiloso, sin pedir permiso, aunque como pidiéndolo, ha entrado a la habitación. El coronel Andrade, quien ha percibido más su respiración que sus pasos, con la mirada siempre fija sobre el cadáver, le pregunta: «¿Conoció a este hombre?» Baigorria se acerca a la cama y fija sus ojos donde el coronel ha fijado obsesivamente los suyos, sobre el cuerpo que yace en esa cama, sobre el puñal y la sangre. «Este hombre», dice, «era don Leandro Montemayor». «Lo suponía», dice el coronel. «¿Cómo era?» «Era un buen hombre», dice Baigorria. «No lo traté mucho. Alguna vez, recuerdo, le busqué unas reses que le habían robado. No más que eso. Pero era un buen hombre. Nunca escuché nada malo de él». El coronel Andrade dice: «Que descanse en paz». Y ahora mirando a Baigorria: «Salgamos».
Abandonaron la habitación, descendieron la escalera y abandonaron también la casa. El coronel buscó su moro y lo montó. «¡Rápido, teniente!», lo urgió a Quesada. «Terminemos cuanto antes con este trabajo macabro». Los soldados descolgaban los cadáveres, los trasladaban hasta la casa y los depositaban allí dentro. Luego el coronel ordenó que buscaran ramas y hojas secas —todo follaje que pudiera arder— y las colocaran sobre los cadáveres, hasta cubrirlos totalmente. Una vez cumplida esta tarea, dijo: «Ahora préndanle fuego a todo. Quemen los cadáveres y la casa. Sólo cenizas dejaremos». Los soldados, siguiendo las instrucciones del teniente Quesada, urdieron antorchas con ramas, trapos y papeles. Tanto se esmeraron, tanto fuego arrojaron sobre esa casa, que en poco tiempo la casa toda era una antorcha más. El coronel Andrade sintió la ardiente pestilencia de los cuerpos, miró las reses sacrificadas y por fin el fuego devorador. Entonces, como para sí, dijo:
—Esto ha sido obra del sargento Ángel Medina.