7
El coronel aguardó a que fuera noche cerrada para dar a sus tropas la ansiada orden del descanso. Mientras se encendían las fogatas y se armaban las tiendas, el rastreador Ramírez cabalgó sigilosamente hacia la lejanía oscura del desierto. Cuando se sintió seguro, lejos de la luz del fuego e invisible a la mirada de los hombres, se apeó del caballo y se inclinó sobre las arenas. Estuvo así durante un largo tiempo: leyendo en ese desierto como en un mapa minucioso.
Luego montó su cabalgadura y regresó al campamento.
El teniente Quesada se había arrojado en su catre. Tenía el cuerpo agotado, los labios hinchados y los pómulos ardidos. Lo acosaban sus ideas. No eran ideas vertiginosas. Sabía —incluso— que, de proponérselo, podía detenerlas, amainarlas o darles fin. Pero no deseaba hacerlo. De modo que las dejó bullir así, bailoteando libremente a su alrededor, tal como lo hubieran hecho los pájaros de la muerte si en vez de estar, como lo estaba ahora, arrojado sobre el catre de campaña, estuviera en el desierto.
¿Hacia dónde se dirigían? ¿Cuál era el destino de esa columna de hombres que nada preguntaban, que sólo parecían conocer la resignación, el sufrimiento silencioso? Y antes, ¿hacia dónde los había conducido Baigorria? ¿Había seguido el rastro del enemigo o con infinita crueldad —y tal como lo había dicho el coronel Andrade en el momento de matarlo— se había solazado con la exhibición de lo monstruoso, del intolerable horror? ¿Había sido Andrés Baigorria su amigo, el hombre que le había ayudado a sobrellevar las horas de la espera en el Fuerte Independencia? ¿O era el traidor dibujado por las palabras del coronel Andrade?
¿Existía sobre ese desierto un lugar llamado Las Aguadas?
—He hablado ya con los dos tenientes —dice el rastreador Ramírez—. Pero nada pude conseguir. Son soldados, doctor. Obedecen, sólo eso.
—¿Espera algo más de mí? —pregunta el doctor Forrest.
Están lejos de las fogatas, ocultos tras unos caballos todavía sudorosos, agotados. El doctor siente deseos de fumar, pero se contiene: no desea atraer la atención de nadie. Pues no es conveniente que nadie sepa de este encuentro secreto.
—No sé qué espero de usted. Apenas contarle una historia. Nada más.
—Lo escucho.
—Yo lo odiaba a Baigorria —dice entonces Ramírez—. El coronel Andrade le había dado mi puesto y él lo había aceptado. Que yo sepa, nunca le dijo al coronel: «Vea, coronel, esto que usted me da no me corresponde. El rastreador de este Regimiento es Domingo Ramírez y yo lo respeto». Nunca le dijo eso. Aceptó, me quitó lo que era mío. Salí del Fuerte, entonces, deseando su fracaso. Sin embargo, todo cambió bruscamente: bastó un día de marcha para que se me volviera más intolerable la impiedad del coronel que la usurpación de Baigorria. La insensatez de la marcha acabaría con el coraje y la vida de los soldados. Intenté impedirlo. Hice hablar al sargento Castro con el teniente Velazco. Yo mismo hablé luego con el otro, con Quesada. Todo fue inútil. Durante la jornada siguiente, un soldado cayó por fin de su caballo y el coronel lo degolló sin piedad. Usted lo vio, doctor. Fue entonces cuando supe que el fin de Baigorria estaba cerca.
—¿Por qué? —pregunta el doctor, algo alterado—. ¿Acaso tenía razón el coronel? ¿Acaso Baigorria nos conducía deliberadamente por los caminos del horror?
—No. Baigorria fue una víctima, nada más. Créame, doctor. Conozco este desierto. Y Baigorria —puedo jurarlo— siempre siguió un rastro. Y esto es lo único que vale para un rastreador: seguir un rastro. Se desvarió durante los días de la ceniza. Pero luego volvió a encontrar el rastro y volvió a seguirlo. Quizá yo hubiera seguido otro. Pero esto no importa, porque hay muchos rastros en las arenas y cada rastreador elige el suyo, Baigorria me lo dijo una vez: es una ley del desierto. Y también hay otra: ningún rastreador es responsable de lo que aparece en el final del rastro. Porque aquí, en el final, pueden estar el horror o la gloria. Pero ni uno ni otra serán desdicha o mérito del rastreador: él sólo ha seguido el rastro. Cuando descubrí que —para su mortal desgracia— los rastros de Baigorria sólo conducían al horror, comprendí que el coronel habría de culparlo a él, y que habría de matarlo, tal como lo hizo. —Ramírez hace un silencio. Con su pie remueve suavemente la arena, como si se tomara un tiempo que es prudencia para lo que habrá de decir. Por fin, dice—: Ahora son nuestras vidas las que están en peligro.
—No me dice nada que no sepa, Ramírez —dice el doctor Forrest—. Marchando así, ninguno de nosotros habrá de durar mucho.
—No me refiero a las inclemencias de la marcha, doctor. Sigo refiriéndome al rastro.
—Aclárese.
—No hay rastro, doctor. Al acampar, me alejé de la columna y examiné las arenas. No hay ningún rastro.
—Continúe. —El doctor Forrest, sin asombro, comprueba que le tiemblan ligeramente las manos.
Ramírez continúa:
—Le he dicho que en el final de un rastro pueden estar el horror o la gloria, o cualquier otra cosa: pero siempre hay algo. En cambio, en el final de un rastro que no existe, no hay nada, doctor. Entiéndame bien: nada. Y cuando el coronel Andrade lo descubra, su furia se volcará sobre nosotros, y entonces comenzará a matarnos, uno tras otro, hasta matarnos a todos.
—¿Y Las Aguadas? —pregunta el doctor—. ¿Acaso el rastro que sigue el coronel Andrade no conduce a un lugar llamado así? ¿Acaso no es ahí donde nos espera el enemigo? Contésteme, Ramírez: ¿existe o no un lugar llamado Las Aguadas?
—No, doctor. No existe.
—¿Cómo lo sabe?
—Ya se lo he dicho.
Ramírez gira abruptamente y se aleja. El doctor, entonces, enciende un cigarro e intenta aquietarse, ordenar sus ideas y sus emociones. Con una voz débil, como si apenas emitiera un suspiro pesaroso, dice:
—Dios mío, ¿qué nos aguarda?
Y el poeta, Armida, al terminar su poema, sólo desdichas comenzó a recoger. Pues con infinita imprudencia, o con patética ingenuidad, lo entregó al juicio de los sacerdotes primero, y al de los críticos después. Buscó, simultáneamente, la aprobación de los dogmas religiosos y los cánones aristotélicos. Fueron inclementes con él. Desmenuzaron y destrozaron su poema. Nada valioso encontraron en sus cantos. Nuestro poeta, sin embargo, se obstinó: defendió su métrica, sus criaturas y sus historias. Su esfuerzo fue vano. Sólo consiguió avivar aún más la furia de sus censores. Entonces cedió, perdió la fe en su obra, lo aprisionó el terror. Intentó agradar, satisfacer a quienes lo habían agredido. Reescribió su poema, purificó sus aristas paganas. Nada consiguió tampoco, más allá de empequeñecer su propia obra.
Su corazón se ensombreció, lo asolaron las visiones, se sintió perseguido. Cierta noche, presa del terror, hirió de muerte a un sirviente por quien se creía vigilado. Hasta tal extremo llegaba su agonía. Fue arrojado en una prisión hedionda, no sólo indigna de él, un sublime artista, sino de cualquier ser humano.
Su ingenio, que las desdichas no habían conseguido aún deteriorar por completo, le permite huir. Sabe que todavía existe para él un lugar en el mundo: huye hacia la casa de una hermana suya, donde revive las horas felices de su infancia y donde una paz olvidada vuelve a colmar su espíritu. No obstante, la inquietud que lo devora ya no habrá de abandonarlo. Reescribe una vez más su poema y lo presenta al duque de Ferrara quien, altivo, lo desprecia. Nuestro poeta huye de la ciudad. Son infinitos los castigos que teme, pues son infinitas las apostasías que cree haber cometido con sus versos llenos de genio y perfección. Ahora, su huida no tiene fin. Vaga por el norte de Italia, atraviesa a pie el camino del Piamonte y arriba a las puertas de Turín en tan desdichada condición que los centinelas le niegan la entrada a la ciudad, pues lo confunden con los ladrones que infestaban por entonces la Saboya. Desesperado, corroído por un destino que se le impone como una condena del Infierno, regresa a Ferrara en 1579, año durante el que el brutal duque que despreciara su poema celebra, entre las fastuosidades de su corte, su tercer matrimonio. Nadie dedica su atención al poeta. Pues todos, salvo él, han olvidado la causa de su desdicha: su poema inmortal. Así, el duque le rehúsa su petición de ser recibido. Humillado, nuestro poeta se entrega a las extravagancias de la bebida, y ante el horror de los cortesanos, vocifera y declama su glorioso poema, a la par que profiere infernales injurias contra el duque. Entonces, Armida, lo encarcelan. Lo encierran en la prisión de Santa Ana, como loco. Y permanece aquí, bajo esta condición, durante siete años. Cuando lo liberan, sólo lo aguarda la muerte.
Yo también conocí la prisión, Armida. Y tal como nuestro poeta, siete fueron los años que duró mi encierro. A veces creí perder la razón, golpeaba mi cabeza contra la piedra, buscando aquietar mis ideas, frenar la vorágine de pensamientos que me atormentaban. Pese a todo, tuve más fortuna que el poeta. Porque lo que padecí, no lo padecí solo. Cuando los realistas me atraparon, atraparon conmigo a un bravo soldado, a un héroe de las guerras de la Independencia. Él compartió mi encierro, mi calvario, mi agonía. Luego fuimos liberados. Como amigos y compañeros, luchamos juntos en batallas decisivas. Y por fin, para siempre, nuestros destinos se separaron. Hoy es mi mortal enemigo, y lo busco para matarlo. Es el coronel Ángel Medina.
Te hablaré de él.