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Al amanecer reanudaron la marcha. ¿Hacia dónde marchaban? ¿Qué rastro seguían ahora? El teniente Quesada sabía —pues el mismo Baigorria se lo había confesado durante la noche— que el coronel Andrade no había consultado con su rastreador el rumbo a seguir. ¿Marchaban sin rumbo entonces, tal como lo habían hecho durante las jornadas de la ceniza? No parecía ésta la actitud del coronel, ya que cabalgaba sin vacilaciones, hosco y terco. ¿Acaso —ahora— él mismo elegía el rastro? ¿O acaso lo había consultado con el otro rastreador, con Domingo Ramírez?
No: con Ramírez no. El rastreador ciego marchaba atrás, confundido con la soldadesca, mientras que el coronel lo hacía adelante, más alejado que nunca de la columna, casi como un jinete solitario. El doctor Forrest acercó su caballo al de Quesada, y como si hubiera adivinado los pensamientos que lo acosaban, le dijo: «Nos conduce a su arbitrio. Ya sólo en él confía».
Horas más tarde, el coronel alzó su brazo y ordenó a la columna que se detuviera. Era el mediodía, pues el sol estaba más alto y despiadado que nunca. El coronel se adelantó unos metros y analizó las arenas. Luego cabalgó hasta el teniente Velazco y le dijo: «Ordene a la tropa girar hacia el flanco derecho». El teniente obedeció. En instantes, la columna estaba alineada hacia la derecha. El coronel espoleó el moro y marchó hasta ubicarse frente a sus hombres, manteniendo una distancia de treinta metros, o quizá algo más, apenas. Entonces llamó a Baigorria. «¡Baigorria!», dijo fuertemente. El rastreador dijo: «Aquí estoy, coronel». El coronel dijo: «Lo he llamado. Venga». El rastreador empezó a dirigirse lentamente hacia donde lo aguardaba el coronel. Cuando se hallaba a una distancia de diez metros, el coronel alzó su mano, deteniéndolo. Y dijo: «Quédese ahí». Baigorria detuvo su alazán. Entonces el coronel dijo: «Usted es un traidor. Sólo merece morir». Y extrajo su pistola, apuntó al pecho del rastreador e hizo fuego.
Baigorria lanzó un grito ahogado, quejumbroso, y se derrumbó del caballo. El asombro paralizó a todos. También al teniente Quesada, quien, sin embargo, instintivamente quizá, aferró la empuñadura de su sable con el propósito de desenvainarlo. Lo contuvo el doctor Forrest. «Cálmese, teniente», dijo mientras le detenía el brazo con una fuerza insospechada en un hombre de su condición. «La suerte de Baigorria ya está decidida. Si intenta cambiarla, sólo conseguirá hacerse matar». El teniente aflojó los dedos y dejó el arma en su vaina.
Una mancha roja y turbulenta había brotado en el pecho de Baigorria. El coronel Andrade guardó su pistola y observó al moribundo serenamente, como esperando que se aquietara, que aceptara la muerte que acababa de inferirle. Baigorria, empecinado, intentó ponerse de pie. Pero no lo consiguió: cayó sobre la arena como un muñeco torpe y destruido. No era, en verdad, más que eso. Y allí quedó, sobre la arena, moviéndose aún, pero con unos movimientos insensatos que no eran otros que los de la agonía.
«¡Sargento Castro!», vociferó entonces el coronel Andrade. El sargento dio un respingo y partió al galope hasta detenerse frente a su jefe. Respiraba con la boca abierta, como si ningún aire le bastara, y se llevó torpemente la mano derecha hacia el morrión cuando dijo: «Ordene, coronel». Su agitación, su torpeza, le eran propias, pero su temor era el de la columna toda. Era el temor que el coronel Andrade infundía en sus hombres.
«Traiga uno de los cañones», dijo el coronel. El sargento Castro vaciló. Quizá lo hizo para llevar nuevamente aire a sus pulmones, vaciados una y otra vez por la angustia que lo dominaba. O quizá fue por otra causa: por la repentina, oscura pero pavorosa certidumbre de lo que allí estaba por ocurrir. Cualquiera que fuera la causa, no fue tolerada por el coronel Andrade, quien dijo: «¿Me escuchó o no? Traiga uno de los cañones, dije». Al sargento le faltó el aire hasta para decir «sí, coronel». Asintió con su cabeza y partió al galope.
El coronel echó pie a tierra. Caminó lentamente y se detuvo junto al rastreador.
Ahora, el cuerpo de Baigorria se había sosegado y reposaba boca abajo sobre la arena. El coronel desenvainó su sable y lo apoyó contra la espalda de su víctima. Durante un instante, pareció que se proponía ultimar su tarea con algún tajo certero y piadoso. Pero no fue así. Desplazó el sable hasta detenerlo sobre el hombro de Baigorria. Entonces, con una voz rencorosa y fuerte, pero con claridad, dijo: «Los traidores demoran en morir». Hizo girar el cuerpo de Baigorria y lo colocó de cara al cielo. El pecho del rastreador aún se agitaba y sus ojos enfrentaron los del coronel. «¿Acaso no lo dije?», dijo el coronel. «Aún vive». Y añadió: «Peor para su suerte».
Tres soldados y el sargento Castro acercaron una carreta con uno de los cañones. «Pónganlo sobre la arena», dijo el coronel. Y cuando la orden fue cumplida, dijo: «Ahora traigan unas cuerdas y aten a este infeliz a la boca del cañón». Los soldados vacilaron. El coronel rugió: «¡Hagan lo que digo!» Los soldados no demoraron en cumplir la orden. Trajeron cuerda, alzaron a Baigorria por los brazos y las piernas y lo apoyaron contra la boca del cañón. Luego lo ataron fuertemente. El rastreador aún respiraba.
El coronel volvió a montar el moro. «Ya está», dijo a los soldados. «Ahora váyanse». El sargento Castro y los tres soldados se alejaron. «Soldados», dijo entonces el coronel dirigiéndose a la columna, «la muerte abominable que aguarda a este hombre no es otra que la que merece». Hablaba con una voz poderosa, que nadie podía evitar oír. «Durante jornadas enteras nos condujo a su arbitrio», continuó mientras comenzaba a acercarse a la columna. «Y si así lo hizo, fue porque así debía hacerlo. Porque no era otra la orden que tenía. Porque yo, su jefe, había depositado en él mi confianza». Ahora recorría la columna al paso lento de su moro. «Me traicionó», continuó diciendo. «Debía conducirnos al enemigo, pero sólo nos condujo al horror. Quiso atemorizarnos, indagó nuestra cobardía. Quiso inculcarnos el pavor del enemigo mostrándonos su crueldad implacable. Fracasó». Recorría la columna y miraba los rostros de los soldados, uno tras otro. «He descifrado su estrategia siniestra», dijo con orgullo. Y luego: «Quería que abandonáramos nuestra persecución. Que descubriéramos nuestros futuros cadáveres en los cadáveres que nos mostraba. Que abrumados por encontrar siempre el poder y el horror del enemigo, nos abatiera la desesperación. Lo he dicho: fracasó».
Entonces tironeó las riendas del moro y galopó hasta detenerse cerca del cañón. Descendió y señalando despectivamente a Baigorria, dijo: «Soldados: este hombre es un enemigo. Por eso lo mataré». Respiró fuertemente. Su furia le producía espasmos. Continuó: «Este hombre no ha luchado por nuestra causa. Ha luchado por la causa de su jefe: el teniente Ángel Medina, de cuyo ejército forma parte». Hizo un silencio. Volvió a señalar a Baigorria y dijo: «Lo he atado allí, contra la boca de ese cañón, porque quiero matarlo de un modo horrible». Los soldados estaban tiesos, como si ni a respirar se atrevieran, atrapados por el poder de la palabra vengadora del jefe. El silencio era espectral. Nada se oía: ni el viento. Sólo la voz del coronel, que ahora decía: «Morirá despedazado. Morirá así, porque quiero que él, y sobre todo los suyos cuando lo encuentren, sepan que no sólo habremos de vencerlos por la dignidad de nuestra causa, sino también porque, en esta guerra, hemos decidido ser aún más crueles, más inhumanos que ellos».
Entonces encendió la mecha y disparó el cañón. El estallido fue tan poderoso y mortal como lo había sido su voz.
Cuando el humo de la pólvora se hubo disipado, de la boca del cañón manaba sangre.