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—El rastreador está en todos los secretos de la campaña —ha dicho Andrés Baigorria mientras calienta el agua para el mate. Y añade—: Un buen rastreador es superior a un buen baqueano. Y le voy a decir por qué, teniente.
Ahora se ha puesto una camisa, pero cuando llegó el teniente estaba casi en cueros. «Por el calor, sabe», se disculpó. Aunque había olor a hembra en el rancho y la cama era un desatino, como si dos bestias voraces hubieran luchado allí.
—El baqueano siempre sabe dónde está. Es como dicen del comandante Rosas, que le basta con masticar el pasto para saber el nombre de la estancia donde se encuentra. —Llena un mate y se lo alcanza al teniente. El teniente acepta. Baigorria continúa—: Pero la sabiduría del rastreador es más profunda. No sólo le dice a usted dónde está, sino que lo lleva donde quiere ir, le restituye lo que se le ha perdido. Una hembra arisca, ventisquera; un hijo ingrato, un cofre con joyas. Cualquier cosa que la vida le haya arrancado, el rastreador se la devuelve.
Acerca una banqueta y se sienta junto a Quesada. Hable ahora, Baigorria, ahora que el tiempo se alarga en la siesta, y la noche es una lejanía que exaspera mi paciencia, pero que llegará, llegará para que montemos nuestros caballos y los exijamos sin piedad a través de ese desierto, hasta el fin del viaje, hasta el Fuerte Independencia y el recóndito coronel Manuel Andrade.
—Hay un lenguaje del suelo —continúa Baigorria—. El suelo le habla al rastreador, y el rastreador entiende lo que se le dice. Imagínese, en llanuras tan dilatadas como las nuestras, en donde las sendas se cruzan en todas direcciones, hay que saber seguir las huellas de un animal y distinguirlo de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o vacío, todo esto, ¿no? Todo esto lo sabe el rastreador.
¿Otro mate, teniente? Bueno, si insiste.
—Pero atención —y Baigorria levanta un dedo—: no crea que mi trabajo terminará cuando lo junte a usted con el coronel Andrade. No, teniente. Quieren más de mí.
—¿Por qué? —se interesa Quesada.
—Le digo. Apenas amanecía hoy cuando ya estaban en mi puerta dos cabos del Regimiento. Me traían un caballo. Un alazán fuerte, resistente. Me hablaron de usted, claro. Y del viaje éste que vamos a hacer. Pero me dieron una carta. Y la carta era una orden del coronel Vicente Lagos. «Lleve al teniente Quesada hasta el Fuerte Independencia. Una vez allí, póngase a las órdenes del coronel Manuel Andrade». ¿Qué le parece? ¡A las armas de nuevo!
Se ha acercado al teniente y le alcanza el mate. Entonces dice:
—Esa es la verdadera meta de mi viaje, teniente. El que necesita un rastreador es el coronel Andrade. Y si lo necesita, es porque va a salir a perseguir a alguien. Créamelo, es así. No nos va a faltar acción. Prepárese.
La perspectiva parece agradarle. La guerra, para él, posiblemente no es más que una hembra lacerante, a veces mortal, pero siempre apetecible.
—¿Quiere comer algo? —pregunta inesperadamente.
Entonces Quesada observa su abdomen crecido, alimentado con vino carlón y carne de cerdo. El rastreador Baigorria, no obstante, es macizo, todavía fuerte y temible. Los años sólo se le aparecen en los pelos blancos de su barba mal cuidada. O en las infinitas arrugas de su rostro, trazadas como si fueran la pesadilla de algún cartógrafo demente.
Quesada, alegando el calor antes que la falta de apetito, dice que no, que nada quiere comer.
—Si es así, tomemos vino, teniente —resuelve Baigorria—. Pero algo hay que hacer. La noche está lejos todavía.
Entonces se descorre la cortina que separa las dos partes del exiguo rancho y aparece una mujer negra, alta y brillosa como si acabaran de untarla con algún aceite. Se acerca a la cama y se sienta allí, en silencio, quedamente. A Julián Quesada le parece tan hermosa, tan primitiva y bestial, como el caballo que le entregaran esa mañana en el Fuerte.
—Se llama Tumba —dice Baigorria—. Le puse así porque está siempre en silencio, porque no quiere hablar. —Se sirve un generoso vaso de vino y lo bebe hasta la mitad. Un hilo violáceo y espeso le corre ahora desde la comisura del labio. Entonces continúa—: Dije bien, no quiere hablar. Porque poder, puede. Se lo digo yo, teniente, que lo sé. Porque cuando la tengo en esa cama, habla y grita y ruge en su lengua como una bestia del infierno.
El teniente Quesada no ha dejado de mirar a la mujer. Ella viste apenas una leve tela anudada en su espalda. Despide un olor salvaje, indescifrable.
Baigorria vuelve a llenar su vaso.
—Tiene su historia —dice— ¿Quiere que se la cuente?
—No —dice Quesada.