4
El coronel Andrade miraba a través de una de las ventanas de la habitación. Miraba así, hacia el patio del Fuerte, como si todo su interés estuviera afuera y no adentro de esa habitación en la que acababa de entrar el teniente Quesada. Era una pose que había preparado. Lo recibiré de espaldas. Demoraré en girar hacia él y demorará en ver mi rostro de cerca. Luego, cuando gire y le clave mis ojos, sentirá mi autoridad. Giró hacia el teniente Quesada y le buscó los ojos. Entonces dijo:
—Siéntese, teniente.
Fue un gesto de cortesía, no lo dude. Al fin y al cabo, usted es un militar como él. A mí no me recibió de espaldas, ni me destinó una silla. Recibirlo de espaldas —gesto que usted confundió con el desdén, pero que es parte de los escarceos ceremoniales que los militares ejercitan entre sí—, no fue sino un intento para impresionarlo. Tranquilícese, lo respeta. A mí solamente me dijo: «Lo necesitaré, Baigorria». Ya lo sé, también me respeta. Pero no es lo mismo. Para él, yo pertenezco a otra raza.
El coronel Andrade se ha sentado frente al escritorio, ocupando el lado opuesto al de Quesada. Lo escudriña con minuciosidad, desmedidamente, como si lo descifrara, El teniente es un hombre joven, pero algunas arrugas de su rostro, indelebles y profundas como cicatrices, delatan los estragos de la soledad y la guerra.
—Durante estos días —dice el coronel—, no habrá encontrado usted cómo explicarse mi demora en recibirlo. —Hay una pausa. Aunque el coronel le deja el espacio, el teniente nada dice. El coronel continúa—: Usted trajo para mí un sobre desde Buenos Aires. Pero, sospecho, ese sobre no era más que una excusa. ¿Me equivoco?
—No puedo decirlo —responde el teniente, repentino—. Desconozco el contenido del sobre.
—Dejemos eso por el momento —dice Andrade—. Hablemos de usted. ¿Por qué lo eligieron?
«Yo no lo elegí», me dijo. «Tengo un buen rastreador en el Regimiento». Y es cierto, lo he conocido durante estos días: se llama Domingo Ramírez y tiene unos ojos pequeños, apretados, como dos tajos abiertos sobre la cara. Se le han achicharrado de tanto avizorar las distancias. El coronel me dijo que es bueno, eficaz, que nunca le ha fallado en nada. «Pero también», agregó, «nunca lo he probado a fondo». Aquí me volvió el alma al cuerpo. Si nunca lo había probado a fondo, eso quería decir que existía un lugar para mí. Y, en verdad, así era porque enseguida me dijo: «El destino lo ha traído, Baigorria. Por eso, aunque no lo elegí, aunque no pedí por usted a Buenos Aires, lo elijo ahora. Usted descifrará los rastros del enemigo y nos conducirá a su encuentro».
No me arredró el encargo. Era lo que deseaba y deseaba más también. Le dije: «Quiero hacer solo el trabajo. Su rastreador, Domingo Ramírez, parece bueno, y más aun si lo dice usted. Pero también dice usted que nunca lo ha probado a fondo. Y creo que nadie lo ha hecho antes, ni siquiera él mismo, y eso se nota. No es mi caso, coronel: he vencido todos los límites de ese desierto. Además, donde hay dos rastreadores, termina por haber dos rastros, y ningún enemigo». Sonrió complaciendo y dijo: «El rastreador será usted, Baigorria. Sólo usted. Domingo Ramírez será apenas un soldado más. No se lo he dicho aún, pero lo aceptará. Tomé esta decisión el primer día que usted llegó al Fuerte». Me cosquilleó el bajo vientre. Y no se sorprenda: ahí es donde siento el orgullo. Para qué mentirle.
—No me eligieron —dice el teniente Quesada—. Yo pedí una misión.
—¿Por qué?
—Necesitaba salir de Buenos Aires.
—¿Por qué?
—No creo que sea necesario…
—Eso lo decido yo. ¿Por qué?
—Maté a un hombre en un duelo.
El coronel asiente moviendo suavemente su cabeza, como si hubiera accedido a una certeza. Luego dice:
—Ahora entiendo. Y entonces lo enviaron hacia aquí. No me asombra, teniente. Para nuestros pares de Buenos Aires, este Regimiento es un foso, o una letrina. Si alguien busca la gloria, lo envían a guerrear contra el Brasil. Si alguien busca desaparecer, lo envían al Fuerte Independencia, con el coronel Andrade.
—No me pareció así, señor —responde con firmeza el teniente—. El coronel que me dio la misión, el coronel Vicente Lagos, parecía esperar mucho de usted y su Regimiento. Cuando me entregó el sobre…
—Dije que no hablaríamos del sobre.
—Dijo usted «por el momento».
—Todavía transcurre ese momento.
Se interesó por mis ojos. «No necesito decirle», dijo, «lo que significan los ojos para un rastreador. Vale tanto como ellos; ni más ni menos». Entonces comenzó a caminar a través de la habitación, con las manos entrelazadas en la espalda, la mirada incierta, como si recordara. «He leído», dijo, «historias sobre héroes ciegos. Me han contado hazañas de generales ancianos, ofuscados por la decrepitud, por el derrumbe físico, que han ganado batallas desde sus tiendas, trazando una y mil líneas en su mapa de combate, resolviendo la lucha como un problema por ecuaciones, hasta desarticular la incógnita, que es la victoria. Pero un rastreador, Baigorria, sólo sirve si es capaz de adivinar en la arena hasta las huellas que borraron los vientos». Le pregunté si realmente enfrentaríamos a un enemigo tan escurridizo. Me contestó que eso nada tenía que ver. Que fuera cual fuese el comportamiento del enemigo, él necesitaba confiar antes en la infalibilidad de mis ojos. Le juré entonces mi eficacia, le juré que mis ojos serian tal como él los quería: infalibles.
—¿Qué espera de mí? —pregunta el coronel Andrade.
—Ponerme a sus órdenes, señor. Me he enterado, a través del teniente Velazco, que está confeccionando usted una lista de doscientos hombres para salir a campaña. Quiero ser uno de ellos.
—¿Piensa que me he desquiciado, teniente? ¿Que dejaría herrumbrado en este Fuerte a un vencedor de Ituzaingó? Desde luego, usted será uno de mis hombres.
—Su demora en convocarme, coronel, desbarató mis esperanzas. Creí que mi destino final sería este Fuerte.
—Se desmerece, teniente. Deberá recuperar cuanto antes su propia estima, porque sólo quiero hombres enteros a mi lado. ¿Comprende, no?
—Totalmente.
—Bien. Ahora podemos hablar del sobre.
Me preguntó luego si había participado en la campaña del Brasil. Creo que le obsesiona esa guerra. Me indagó sobre las acciones de Ituzaingó, sobre el general Alvear, sobre el general Lavalle, si habían demostrado su coraje, si habían cargado al frente de sus hombres, si eran respetados, o admirados o temidos por la tropa. Le contesté cuanto pude, no más. Casi excusándome, dije: «Regresé con el primer contingente, luego de Ituzaingó. La guerra se había atascado y todo se iba en suposiciones, en conjeturas vanas producidas por el aburrimiento, por la inacción. Yo tenía mujer en Buenos Aires, y un rancho donde descansar y esperar por otra guerra».
Me miró y dijo: «¿Usted tiene mujer?» Le dije que sí. Pero no le hablé de Tumba. Si lo hubiera hecho, habría tenido que contarle que su recuerdo me despierta durante las noches. Que su cuerpo oscuro y caliente me quebranta los sueños. Y que cuando despierto, mi cuerpo suda y brilla y arde como el de ella en mi memoria. Mala cosa, teniente, que una mujer se le vuelva a uno más necesario que el aire, que el vino o que la guerra.
—Nada importante decía ese sobre —dice el coronel Andrade—. Por eso le dije que era una excusa. Una excusa para que usted se fuera de Buenos Aires. Para darle algún sentido a la misión que necesitaba. Y bien, ya está hecho.
—Pero algo… —balbucea el teniente.
—Algo deben haber escrito en la carta, ¿no? —El coronel Andrade abre un cajón de su escritorio, extrae un papel y mientras lo mira dice—: No crea, no han escrito mucho. Dicen que es usted un valiente oficial. Que puedo contar con su obediencia y su coraje. Dicen, también, que se precipitan sucesos políticos de importancia. Que no bien regresen las tropas del Brasil, se espera un golpe contra el gobernador de Buenos Aires. Me piden que permanezca alerta, que mantenga mis tropas en disponibilidad para el combate. Y nada más. —El coronel guarda el papel en el cajón del escritorio. Luego dice—: Como comprenderá, teniente, una carta tan insustancial, no despertó en mí los deseos de conocer a su portador.
—Sin embargo, no debió ser así: ¿no sospechó, acaso, que yo podía saber más de lo que se contaba en la carta?
—Sí, tuve esa sospecha. Pero recibirlo y escuchar su versión de los hechos implicaba el riesgo de confiar en usted. Creerle. Y yo ya tenía mi mensajero de confianza. Sólo tenía que esperar su regreso.
—Comprendo.
—Ahora lo sé todo. Los hechos que en su carta se vaticinaban, vinieron confirmados por el teniente Velazco. —El coronel abre otro cajón del escritorio y extrae unos guantes de cuero blanco. Se los coloca minuciosamente, ajustándolos dedo por dedo. Continúa—: Los hechos son los siguientes: al mando del general Lavalle, regresaron los Regimientos del Brasil. Lavalle se adueñó del gobierno y Dorrego huyó a la campaña. Lavalle salió a perseguirlo. La parte decente y civilizada de la población apoya el golpe. Sólo la chusma se mantiene fiel al gobernador derrocado. Lavalle y Dorrego se enfrentan en Navarro. Dorrego es vencido y Lavalle lo fusila. Eso es todo.
Quesada vacila un instante. El coronel continúa ajustándose los guantes, o más exactamente: es como si se masajeara los dedos. Quesada pregunta:
—¿Y nosotros? ¿De qué lado se pondrá el Séptimo de Caballería?
El coronel detiene el accionar de sus manos y clava abruptamente sus ojos en los de Quesada.
—Su pregunta es una impertinencia, teniente —dice—. Nosotros nos pondremos del lado de la razón y la justicia. Nuestros enemigos son los enemigos del orden, de la civilización. Lucharemos contra ellos hasta morir si es necesario.
—Sólo fue una pregunta, coronel. Le pido que me disculpe.
El coronel Andrade se pone de pie y se acerca a una de las ventanas. Ahora está —nuevamente— de espaldas a Quesada. Durante un largo momento, mira hacia afuera. Luego dice:
—El teniente Velazco trajo dos cartas. Una, con el informe de los sucesos. Otra, con las órdenes para nuestro Regimiento.
Andrade vuelve a sumirse en el silencio y a concentrarse en la visión a través de la ventana. La curiosidad acicatea a Quesada. Quesada pregunta:
—Esas órdenes, señor, ¿cuáles son?
El coronel gira hacia el teniente y lo mira como si lo traspasara, como si se dirigiera a otro interlocutor, o a nadie. Entonces dice:
—El desierto se ha poblado de bandidos. De salvajes y bárbaros enemigos de la civilización. Luchan contra el héroe de Rio Bamba y Junín. Contra el general que para tranquilidad de la patria se ha apoderado del gobierno. Luchan contra nosotros. Recorren el desierto asolando estancias, matando hombres de bien y robando ganado. —Ahora, como si hubiera retornado de algún lugar lejano, fija sus ojos en el teniente Quesada. Y dice—: Nuestras órdenes, teniente, son las de luchar contra esos delincuentes. Debemos aniquilarlos. Barrerlos de la faz de la tierra. —Se detiene. Luego, súbitamente, pregunta—: ¿Alguna vez ha oído hablar del capataz Ángel Medina?
«No es bueno para un militar tener mujer», dijo y no le contesté porque yo no era militar y tampoco me interesaba hablar de eso. De las mujeres, quiero decirle. Pero él insistió: «Las mujeres ablandan al hombre. Lo atan a la vida. Y un militar —sobre todo un militar, Baigorria— debe tener cierto desapego por la vida. Es más, a veces deberá despreciarla. Porque el amor a la vida conlleva el temor a la muerte. Y un militar que le teme a la muerte es un cobarde. Un derrotado». Qué puedo decirle, teniente. Pensé en Tumba y agradecí al Creador haberme hecho lo que soy, un rastreador lleno de vicios, pero no un militar. Usted disculpe.
Quesada dice que no, que nunca ha oído hablar de ese hombre.
—El capataz Medina —dice el coronel— es el demonio más temible de este desierto. Pero antes, muchos años atrás, fue un hombre de trabajo, un servidor obediente de las leyes y el espíritu de la campaña. Se desquició después. Cuando se entregó a la vida bárbara, al alcohol, las mujeres. Cuando se transformó en un ladrón de hacienda.
Me preguntó entonces si conocía al capataz Ángel Medina. Le contesté que sí, que años atrás había conocido a un tal Ángel Medina, hombre que había cumplido trabajos en varias estancias, servicial y obediente, y que acabó muerto en el desierto, víctima de los indios, defendiendo la hacienda que transportaba. Y créame, teniente, que entonces me miró como si yo estuviera loco. Me miró así, como le digo, y dijo: «Eso que usted dice es un desatino. Una impostura que el propio Medina ha creado para agrandar en las gentes el pavor de su nombre». Se detuvo como si le costara respirar, así de agitado estaba. Y luego dijo: «Vive, Baigorria. Ese hombre vive. Se hace llamar comandante y está al frente de las tropas enemigas que saldremos a perseguir». Hizo una nueva pausa, como si buscara el sosiego, y por fin agregó: «sépalo, Baigorria. Es el rastro del comandante Ángel Medina el que usted deberá descifrar en ese desierto. Ahora, retírese». Me fui sin poder articular palabra alguna. Créame, no cabía en mí del asombro. Rastrear un muerto, teniente. Nunca me habían encomendado un trabajo tan duro.
—Para nuestra desdicha —dice el coronel—, para merma de nuestra gloria y quizá de nuestro honor, el jefe enemigo que debemos combatir ha sido un vulgar ladrón de hacienda. Y no me engaño, teniente. Lo sigue siendo hoy, aunque se haga llamar comandante y pretenda guerrear contra los ejércitos de la civilización. —Vuelve a ajustarse los guantes. Busca las palabras que va a pronunciar. Finalmente dice—: Ni siquiera es un soldado.
Volví a la barraca de los soldados y me dejé caer sobre el catre. Debo haber dormitado un par de horas: estaba penumbroso cuando desperté, pese a que alguien ya había encendido un quinqué o dos. «Tiene el sueño tranquilo, Baigorria», dijo un hombre sentado en el camastro junto al mío. «No debiera ser así, ya que se ha adueñado de algo que no le pertenece». Era Domingo Ramírez, el rastreador. Le sostuve la mirada y dije: «No soy un ladrón, si de eso me está acusando». Dijo: «El rastreador de este Regimiento soy yo. Siempre fue así». Dije: «Parece que ya no lo es. Y no soy yo quien lo ha decidido, sino el coronel Andrade». Asintió con su cabeza varias veces, blandamente, aceptando. Luego dijo: «Lo supe apenas lo vi entrar en la habitación del coronel. Si lo llamaba, era porque ya lo había elegido. Pero el coronel comete una injusticia. Cree que se me han achicado demasiado los ojos y ya no confía en mí como antes. Comete una injusticia, le digo, porque sé que todavía puedo servirlo mejor que nadie». Se puso de pie y luego —como si masticara las palabras— dijo: «Haga bien su trabajo, Baigorria. Se lo advierto: no se equivoque. Porque yo voy a estar esperando». No dijo más y se fue.
Tengo un enemigo, teniente.
El coronel Andrade se ha quitado los guantes y los ha guardado dentro del cajón del escritorio.
—No tengo más que decirle, teniente —dice—. O sí, sólo algo más. Porque sólo una cosa importante se decía en la carta que usted trajo. En ella, como un rasgo de gentileza, se me ofrecía que me adueñara del caballo moro. «Si esa es su voluntad», escribieron. —El coronel mira con fijeza al teniente y dice—: Esa es mi voluntad: el caballo es mío.
—Desde luego, señor —dice el teniente.
—Puede retirarse.
A otro ni siquiera le hubiera mencionado la cuestión. ¿O acaso no llevaba días exhibiéndose con el caballo? Si usted lo había visto (¿y cómo no habría de haberlo visto?), conocía el destino del animal, sabía que ya era propiedad del coronel. Pero no: se lo dijo, teniente. Tuvo que reforzar con sus palabras lo que todos sabíamos por la mera acción de verlo.
Tranquilícese, lo respeta.