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Durante días y noches continuaron cabalgando a través del desierto. La fortuna —aseveró Baigorria— los acompañaba, pues el sol, el sol impiadoso del verano, se prefiguraba apenas en algunas regiones calcinadas, que sólo al paso quedo era posible atravesar para no ahogar los caballos, y para no enloquecerse, arriesgándose a que el calor les enmarañara la razón, les hiciera extraviar el rumbo y los llevara a girar por laberintos, que su locura y no ya ellos trazaría interminablemente.

Acamparon apenas. Cruzaron pocas palabras. A partir de cierto instante, sólo les importó llegar. Era como si ese desierto fuera una separación insidiosa, fútil, entre ellos y su destino. Lo desconocido —lo nuevo, la aventura— los esperaba allí, en el Fuerte Independencia. Este desierto era una mera extensión que había que atravesar. Sólo esto.

«Ha refrescado», verificó una noche Baigorria calentándose las manos ante un fuego escuálido. «Después de estas frescas, se vienen unos calores temibles. Ojalá demoremos en salir a campaña». «¿Y quién le ha dicho que hemos de salir a campaña?», preguntó el teniente. Baigorria estregó sus manos aún más cerca del fuego. «¿Qué le pasa, teniente?», preguntó. «¿No quiere acción?» El teniente rio y una bruma cálida salió de su boca. «No es eso», dijo. «Sólo intento averiguar el origen de sus infalibles certezas». «No soy brujo», aseveró Baigorria. «Y además ya se lo he dicho. Piense esto: ¿usted cree que a alguien le enviarían un rastreador para que se quede donde está?» «El que hiciera eso estaría loco», dijo Quesada. «Es lo que yo pienso», confirmó Baigorria. Cubrieron de arena las brasas y volvieron a montar. En pocos minutos, cabalgaban nuevamente sobre la llanura, devorándole las distancias.

Demoraron diez días más en llegar. Fue durante un crepúsculo, tan rojizo y tenaz como otros que habían atravesado, cuando Baigorria detuvo su alazán y señaló el horizonte: «Ahí está, teniente», dijo. «Ahí lo tiene. Es el Fuerte Independencia». El teniente esforzó sus ojos, pero para él, que no era hijo del desierto, que no había nacido, como Baigorria, para escrutarle sus sigilos y levedades, sólo había allí una mancha espesa, que bien podía ser una bruma, una polvareda o uno de esos árboles grandes y solitarios que el Creador había puesto en esa planicie apenas para que existiera la sombra. «No hay nada allí, Baigorria», dijo. «Sólo una mancha». «Esa mancha es nuestro destino», dijo Baigorria. «Venga y convénzase». Y lanzó al galope su cabalgadura.

No demoraron en delinearse las altas empalizadas, los dos mangrullos, la bandera de la patria. Maravillaba pensar que en ese desierto mudo, en ese universo abandonado al ocaso, quizá olvidado por Dios, existieran hombres capaces de plantar prolijamente esos troncos, construir esas murallas, cavar el foso y tender el puente levadizo, y erigir finalmente el mástil e izar esa bandera como símbolo de una obstinación invencible. ¿De esta clase de hombres, entonces, es el coronel Manuel Andrade? Si es así, será un honor ponerme a sus órdenes, obedecerle. Hacer de su causa, la mía. Y de su persona, mi devoción.

Había muchas tiendas de campaña en los alrededores del Fuerte. Había también fogatas y olor a carne asada. Los soldados saludaban con simpatía a los recién llegados, alzando una mano o sonriendo y meneando alegremente la cabeza. La curiosidad agitaba los ojos del teniente, que iban de aquí para allá, tratando de no perder detalle, poseídos por el desborde y el color de la visión. «Hay muchos soldados aquí», murmuró Baigorria. «Nunca imaginé que el Séptimo de Caballería se había poblado tanto». «Parecen alegres», dijo Quesada. «Da placer mirarlos. Es como si les gustara la vida de la milicia». «Sí, alegres», repitió Baigorria, como para sí. «Demasiado alegres, me parece.»

Atravesaron el puente levadizo y entraron al Fuerte.

Baigorria se santiguó.