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El primero en reaccionar fue el teniente Quesada. Hincó las espuelas en los flancos de su alazán y se lanzó al galope rumbo a la colina. Llevaba el sable en su diestra, tal que parecía que él también cargaba tan extrañamente como lo había hecho su jefe, pero en verdad lo hacía para defenderse de éste, de su ira, ya que sospechaba que habría de atacarlo cuando lo viera acercarse hacia él. Detuvo su caballo al pie de la colina, como para darle un último respiro, y desde aquí volvió a mirar al coronel, quién no sólo seguía lanzando sablazos al aire, sino que también —ahora puede oírlo Quesada— profiere sonidos feroces, ya belicosos o dolientes, con una boca que se abre y se cierra enormemente como si lanzara dentelladas.
Quesada comenzó a trepar la colina, que le llevó un esfuerzo insospechado, ya que el terreno era tan arenoso y huidizo, que las patas del alazán se hundían casi por completo; tanto, que era luego titánico sacarlas y volverlas a afirmar. Entre miles de ideas, una lo atemorizó: el coronel había trepado esa colina como si levitara, como un rayo incontenible. Tal era el poder que le entregaba su furia. ¿Podría ahora —él, Quesada— enfrentarla?
No demoró en llegar este temido instante. Apenas lo vio, el coronel se arrojó sobre él blandiendo su sable. «Domínese, coronel», alcanzó a decir el teniente. «Soy el teniente Quesada». Sus palabras resultaron vanas: con celeridad mortal, el acero del coronel ya le buscaba la garganta. Quesada se apartó ágilmente volcándose sobre un flanco del caballo; tanto, que casi pierde su verticalidad y cae sobre la arena, hecho que le hubiera resultado fatal. Sin embargo, se rehizo, se afirmó sobre la montura y descargó —con fiereza también— un golpe certero sobre el sable del coronel. Los aceros chocaron y centellearon bajo el frío sol de ese crepúsculo sombrío, gris. Y cuando el coronel Andrade volvió a mirar su diestra, la encontró inerme, absurdamente abierta e inerme. Su sable yacía sobre la arena. Entonces volvió a mirar su mano con una incredulidad casi pueril, como si alguna secreta maravilla, y no meramente la pérdida del sable, pudiera descifrarse allí. Se llevó la mano a la frente, la bajó luego a lo largo de su rostro y la dejó descansar finalmente exánime junto a su cuerpo. Cuando hubo hecho esto —en verdad: apenas su mano terminó de cruzar sobre sus ojos, descubriéndolos—, su mirada perdió toda luz, toda vivacidad, y permaneció espectralmente rígida, fija en algún punto insondable de la realidad, o quizá en ninguno, quizá vuelta hacia adentro, como ciega, o como negándose a ver.
«Perdóneme, coronel», dijo entonces el teniente Quesada. «No quise desarmarlo, pero tuve que defenderme de su ataque». Vaciló un instante y continuó: «También debo comunicarle, que a partir de este momento, asumo la conducción del Regimiento». El coronel elevó suavemente su rostro y lo miró: la inexpresividad de sus ojos era absoluta. Entonces el teniente Julián Quesada dijo:
—Usted, coronel, está loco.