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Marcharon al paso, cercados por una tristeza lenta, tangible, que nacía en cada conciencia y crecía y atizaba el mismo sentimiento en las otras, en todas. Marcharon silenciosamente, sin querer ni poder hablar, sobrecogidos por la tenacidad mortífera del enemigo. Atrás, lejos ya, quedaban el Fuerte —arrastrado por las llamas a su destino final de ceniza— y el hedor de los cadáveres. Fue esta pestilencia la que los empujó a refugiarse en la distancia, a buscar un aire puro, un aire que se pudiera respirar sin sentir a la vez la cercanía de la putrefacción y la muerte. Cuando se detuvieron, el Fuerte era apenas un humo oscuro que prefiguraba las sombras de la noche, y el aire era otra vez limpio y frío.
Acamparon. Y como llevaban noches sin hacerlo, la orden complació a las tropas y adormeció sus nervios y sus músculos zaheridos por tantas jornadas de marchas impiadosas.
El teniente Quesada entró en la tienda del coronel Andrade. El coronel, iluminado por la luz rojiza de un quinqué, leía un libro. Durante un larguísimo instante —que, sin duda, más largo aún le pareció al teniente Quesada—, el coronel mantuvo sus ojos fijos sobre las páginas del libro, como ignorando la presencia de Quesada. Luego depositó el libro sobre el catre de campaña, encendió un cigarro en la llama del quinqué y dijo: «Le destiné un trabajo, teniente. Nada agradable, lo sé. Pero necesario». Lanzó un humo gris que se volvió rojizo por los destellos del quinqué. Y agregó: «Le pedí que contara los cadáveres. ¿Los contó?» «Sí, señor», dijo Quesada. El coronel asintió blandamente. Se mordió los labios, como conteniendo alguna ira que lo sofocaba y le impedía hablar y por fin, cautelosamente, preguntó: «¿Cuántos cadáveres contó en la estancia de Leandro Montemayor?» «Treinta y dos», contestó el teniente. «Ajá», hizo el coronel. Y luego: «Y en el Fuerte Independencia, ¿cuántos más?» «Ciento veinte», informó el teniente. El coronel vaciló brevemente y después dijo: «Han asesinado, entonces, a ciento cincuenta y dos de los nuestros». «Así es, señor», confirmó el teniente Quesada.
El coronel se puso de pie. Giró y ocultó su rostro a los ojos del teniente. Se mantuvo así, con las manos entrelazadas en la espalda y dejándose circundar por el hálito brumoso de su cigarro. Entonces dijo: «Deseo, teniente, que el enemigo sea numeroso». Vagamente, el teniente sospechó la finalidad de este deseo. Pero le pareció tan irracional, tan feroz, que cuando hizo su pregunta la hizo deseando otra respuesta que aquella que —sabía— habría de oír. Preguntó: «¿Por qué, coronel?» Entonces el coronel giró, lo volvió a mirar y un brillo salvaje avivó sus ojos cuando dijo: «Porque cuando los hayamos derrotado, cuando estén inermes e indefensos por nuestro coraje y nuestro fuego, allí, en ese momento, empezaré a matarlos. Y los mataré cuidadosamente, uno por uno, hasta llegar a ciento cincuenta y dos. Y los mataré con mis propias manos». Hizo un silencio. Luego agregó: «Y cada muerte será una victoria».